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Tristana (1970) de Luis Buñuel.


Tras la muerte de su madre, Tristana (Catherine Deneuve) es confiada a don Lope (Fernando Rey), un viejo don Juan venido a menos con el que la joven inicia una relación. Tiempo después, Tristana conoce a Horacio (Franco Nero), un pintor bohemio del que se enamora y con el que acaba huyendo ante la oposición de su celoso tutor.


Buñuel contaba con casi setenta años de edad cuando, a su regreso a España tras Viridiana, rodó esta otoñal y madura obra maestra que adaptaba libremente la novela homónima de Benito Pérez Galdós. Se trataba de un viejo anhelo que el maestro aragonés ya había intentado llevar a buen puerto, sin éxito, en al menos otras dos ocasiones (la primera de ellas en México, con Silvia Pinal y Ernesto Alonso en los roles principales).

Probablemente no se haya sido del todo justo con la que es, en opinión de quien suscribe estas líneas, una de las tres o cuatro mejores películas de toda su filmografía. Vista a día de hoy, Tristana se mantiene como una obra excepcional y profundamente personal (esa añeja Toledo que nos muestran sus imborrables imágenes, no difiere mucho de aquella otra que Buñuel frecuentó junto a Dalí y Lorca en sus años de juventud), una cumbre ineludible en la trayectoria del autor de Un perro andaluz.

La malsana y desigual relación que se estable entre Tristana y don Lope, sirve al genio de Calanda como base argumental de un relato en el que, además de sus habituales inquietudes y obsesiones (sexo, posesión, crítica social, sueños, religión,…), tiene cabida una honda y melancólica reflexión acerca del paso del tiempo y del contraste que, inevitablemente, surge entre lo viejo y lo nuevo.


La paleta cromática de grises y ocres que predomina en la fotografía de José F. Aguayo, resulta perfecta para enmarcar las frías y sobrias calles del casco antiguo de Toledo. Buñuel nos ofrece una narración precisa y austera, en la que no sobra ni falta nada, poniendo de manifiesto, una vez más, su maestría en el dominio del tempo y el espacio cinematográficos.

En Tristana hallamos a uno de los personajes más logrados del fascinante universo buñueliano: el honorable caballero don Lope. Representante de la decadente hidalguía castellana, a quien el gran Fernando Rey compone de manera soberbia en la que bien podría ser la mejor interpretación de toda su carrera. Sus contradicciones (padre y amante, liberal a la par que reaccionario, anticlerical y amigo de los curas) no dejan de ser, en cierto modo, las mismas que consumían a la nación española  en los años previos al estallido de la guerra civil. A su lado también brilla la hermosa Catherine Deneuve, que pasará de niña inocente y alegre, a mujer rencorosa y amargada. ¿Alguna otra actriz podría verse tan sensual con muletas y una pierna amputada? Apuesto a que no.  


Aunque son muchas las escenas a recordar en esta magistral película, me gustaría resaltar tres para finalizar el comentario: el encuentro entre Tristana y la escultura yacente del Cardenal Tavera, los sueños de la protagonista en los que la cabeza de don Lope aparece como badajo de una campana, y aquella otra en la que Tristana, desde un balcón, muestra su cuerpo desnudo y mutilado a un joven sordomudo. 

1 comentario:

  1. ¡Buena crítica, amigo Ricardo! Para mí es una película mejor que 'Viridiana' y que 'Belle de jour', las cuales encuentro desequilibradas, a ratos faltadas de ritmo, y en el mejor de los casos pretenciosas y artificiosas, de 'tesis', digamos. 'Tristana' es más madura. No me acaba de agradar la Deneuve haciendo de bruja (no me la creo): parece como si el maquillaje con que han aderezado su terso cutis sea más elocuente que su interpretación. Dan ganas de visitar Toledo (no la conozco, y no creo que haya cambiado mucho) por sus calles empinadas. Me sobran, bastante al inicio, algunas alusiones sexuales demasiado evidentes (como cuando Tristana, por ejemplo, come no se sabe qué y se lo mete en la boca, o el badajo de la campana moviéndose en ella, tan fálico...). Los paseos de Tristana en silla de ruedas con el sordomudo pajillero de chófer (los dos discapacitados, hay qué ver) son de antología. Y también la pierna ortopédica dejada en la cama cubriéndose de ropa interior como la ciudad por la nieve. Y Lola Gaos. También es soberbio el epílogo, esta especie de resumen del film en el que se encadenan por orden inverso escenas ya vistas.

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