“Quiero que la película
empiece al salir del cine”.
(Jacques
Tati)
Un
grupo de turistas norteamericanas que realiza un tour
por Europa, llega a París para pasar un día. En su visita a la capital
francesa, se toparán en más de una ocasión con Monsieur Hulot (Jacques Tati), quien parece tener una cita
importante en un gran edificio de oficinas.
Playtime
supone el punto culminante en la carrera del actor y director Jacques Tati, y
una de las cimas de la cinematografía francesa de todos los tiempos. Cuesta
encontrar otra película (yo, al menos, no la conozco) con una puesta en escena que
resulte tan minuciosa, cerebral, moderna e inventiva como la que nos ocupa. Con
Playtime, además de una obra maestra
del humor satírico, Tati consigue crear un mundo propio (ese París gris y modernista de
enormes edificios de acero acristalados donde los monumentos históricos no
parecen más que el reflejo de una época pasada que a casi nadie interesa) que
en poco se parece a nada de lo que en cine se haya hecho antes o después del
autor de Mi tío. El filme, la
producción más costosa del cine francés hasta ese momento (se construyó una
auténtica ciudad, conocida como “Tativille”, situada al aire libre en las
afueras de París en la que se utilizaron alrededor de 50.000 metros cúbicos de
hormigón, 4.000 metros cúbicos de plástico, 3.200 metros cuadrados de armazón
de madera y 1.200 metros cuadrados de cristales), fue rodado en 70 milímetros.
A
lo largo de Playtime, Tati juega de
manera brillante con el espacio cinematográfico (la profundidad de campo, las
relaciones entre el interior y el exterior, la perspectiva, la composición de planos
generales plagados de personajes o la tramposa correspondencia entre el sonido
de un objeto y su ubicación exacta). La película se estructura básicamente en
seis largas secuencias: la inicial en la sala de espera del aeropuerto de Orly;
la del edificio acristalado de oficinas al que Hulot acude (presumiblemente) en
busca de trabajo; la de la sala de exposición de novedades para el hogar; la de
los “apartamentos-escaparate” donde reside un antiguo conocido de Hulot; la del
restaurante de lujo que abarca la práctica totalidad de la segunda mitad del
metraje; y la del “tiovivo” motorizado de automóviles en torno a una glorieta
ya al final. Aunque la trama (la cual no existe como tal) se desarrolla en
París, sólo vemos las construcciones más emblemáticas de la ciudad (la Torre
Eiffel, el Arco del Triunfo, la Basílica del Sagrado Corazón, el Obelisco de
Lúxor…) a través de borrosos reflejos en las puertas de cristal de edificios
modernos. Con ello, el objetivo de Tati no es otro que criticar el proceso de
uniformización arquitectónica al que se ven sometidas las grandes capitales del
mundo, que renuncian a su identidad histórica en su avance hacia la modernidad.
Esa uniformidad espacial se traslada también a la conducta de los ciudadanos,
que parecen autómatas en sus calculadas normas de comportamiento social. Sólo
Hulot rompe con esa monotonía. A costa, eso sí, de una difícil integración en su
entorno.
En
relación a la secuencia (especialmente relevante dada su extensa duración) del
club nocturno, el Royal Garden, que
decide abrir sus puertas al público a pesar de que las obras para su
remodelación aún no han finalizado, señalar que se trata de una ininterrumpida,
progresiva y divertidísima sucesión de gags que conducen al caos. Y allí donde
hay caos o desorden siempre aparece Hulot, aunque en este caso no sea él el
único causante del mismo. Una arquitectura poco funcional y las convenciones de
la élite social, vuelven a constituir aquí el principal objetivo de los ataques
del cómico francés. La secuencia, medida hasta el más mínimo detalle, posee un
inigualable crescendo humorístico que
desemboca en un clima de anarquía material y social que hubiesen firmado los mismísimos
hermanos Marx. Hilarante de principio a fin.
Playtime
es una obra cinematográfica mayúscula y atemporal. Uno se queda “ojiplático” viéndola
casi medio siglo después de su (fracasado) estreno. Quizá estemos ante la mejor comedia que
jamás se haya realizado. A buen seguro la más moderna y original de todas.
La partitura para ‘’Ran’’ necesita pocas
intervenciones y sutiles aplicaciones, durante la primera media hora, para dar
a conocer una influencia notabilísima en la producción del gran Akira Kurosawa.
Sus apariciones, en estos treinta primeros y pausados minutos, se limitan a
segundos y no en más de cinco breves instantes. Pero, sin duda, la culminación
a tan potentísima figura artística surge repentina cuando dos personajes, hasta
ahora presentes en gran parte del minutaje, se unen irremediablemente gracias a
Takemitsu: escena con un dramatismo latente extraordinario (y que nos lo enseña
drásticamente como elemento fundamental en el total de la obra), supone la
salvación del ‘’bufón de la corte’’ por parte del patriarca del clan, Hidetora
Ichimonji. La secuencia es terrorífica, directa y golpeada experimental y
drásticamente por un Takemitsu radical y sencillo, ‘’pariendo’’ así un
triángulo de gran significado artístico en toda la película: la música se forma
en ‘’Ran’’ como la vital evolución de los sentimientos interiores y filosóficos
del anciano Hidetora mientras, completando el tercer vértice (la partitura e
Ichimonji son los primeros), el ‘’bufón’’ se convertirá en la conciencia vital
exterior de su jefe. Magnífica secuencia en la que, sin llamar la atención, una
de las claves de la obra queda viva; una interrelación en escasos segundos de
las tres partes comentadas que evolucionará, a partir de entonces, de forma
compacta y directa.
La composición medida, en ‘’Ran’’, se
mantiene en la mayoría de intermedios entre escenas para dotar al conjunto de
la historia de un sabor dramático muy fuerte y nada fastuoso. Repetimos:
medido, calculado y personal. Otro gran ejemplo de todo lo dicho lo encontramos
cuando el anciano Hidetora es rechazado por el segundo de sus hijos, en el
segundo de los castillos. El dramatismo es intenso: la partitura únicamente
hace presencia cuando la secuencia termina y los sentimientos del antiguo jefe
crecen y, al tiempo, sucumben ante todo lo ocurrido. La shakuachi japonesa de
Takemitsu (tantas veces usada ya en la música de cine occidental) grita al
calor del sol abrasador como lo hacen, derrotados, los instintos del anciano
señor. La música, poco a poco, va adjuntando su dolor y su rabia, la desdicha o
la ira siempre, en toda circunstancia, al personaje del anciano Ichimonji,
detalle que queda fijado firmemente en el instante más elevado de la partitura.
Veámoslo.
Takemitsu rompe de un modo absoluto la
linealidad de la música y su planteamiento experimental, hasta ahora. Llega la
secuencia de la primera batalla y, del todo inmersos en la mitad del metraje,
el sinfonismo se acerca a la pantalla.
Kurosawa plantea las primeras muertes en masa de una forma magistral y, sin dudarlo,
otorga a la música el papel trascendental de la secuencia, reflejo del sentir
abrumador del anciano al ver cómo su gente muere. Takemitsu no narra la imagen,
ni los disparos ni las idas y venidas de la sangre. El dramatismo que vemos es
lo de menos (ni el mismo director se centra en las imágenes): la angustia vital
de Hidetora sale al exterior por medio de unas cuerdas de la orquesta potentes
y ‘’vitalmente sangrientas’’. Es la aparición del tema principal, por vez
primera, a la hora y cuarto de aventura: interesante y extraño; sorprendente e
inteligente. Tanta sorpresa musical no es sino la señal del cambio: ha llegado
la muerte. La muerte no son las balas ni las lanzas, la sangre o los guerreros;
la muerte es la música.
¿Pueden suponer los abundantes minutos sin
partitura, a partir de ahora, una dificultad en el sentido de ésta o, como se
ha apuntado en ocasiones, tildarla de aislada y secundaria? En absoluto. El
significado que va adquiriendo la aplicación y el juego de la música en la
historia es importantísimo y siempre, como hemos venido indicando, asociada a
la vitalidad, la tristeza, el sentir o el devenir de la figura del anciano que
ahora, en la parte central y acercándose el final, mantiene una postura
equilibrada dentro de su angustia y locura, sin producirse evolución o
alteración en su estado (de ahí la perspicacia de compositor y director para
detener bruscamente la composición).
El final de la obra supone el regreso
intenso de Takemitsu. Su vuelta se centra en dos aspectos, por un lado la dura
percusión con la que siempre anunció las batallas (nunca narradas mediante
música activa, lo que nos da la prueba del tipo de filme profundo que es
‘’Ran’’) y por otro el lado del anciano, sufriendo las últimas calamidades y su
muerte final: la melodía gira hacia un lado dramáticamente tierno y resignado.
La composición actúa prudente, nunca estridente, como lo va siendo el desenlace
de Hidetora Ichimonji, agotado por la vida.
Toru Takemitsu.
Concluyendo, obra experimental descriptiva
que acude al sinfonismo dramático en dos únicos momentos cruciales de la
historia y la envuelve, toda ella, de un halo dramático elegante y fortísimo,
finalizando con una secuencia magistral que Takemitsu engalana con su expresiva
y tensa flauta shakuachi, motivo que invita a la reflexión profunda en una
película para la historia.
“El
progreso tecnológico sólo nos ha provisto de medios más eficientes para ir
hacia atrás”.
(Aldous
Huxley)
Monsieur
Hulot (Jacques Tati), que no tiene oficio ni beneficio, recoge cada día a su sobrino
(Alain Bécourt) a la salida del colegio para llevarlo a la casa de diseño
vanguardista de su hermana (Adrienne Servantie), felizmente casada con el señor Arpel
(Jean-Pierre Zola), quien intenta conseguir un empleo a su cuñado en la fábrica de plásticos donde trabaja.
Con
Mon oncle, Jacques Tati no sólo
alumbró una de las comedias más sofisticadas, originales y divertidas de la historia del séptimo arte, sino que también consolidó una nueva escritura cinematográfica que empieza y
termina con él. La película, de deliciosa imaginería audiovisual, supone una
inteligente sátira sobre la sociedad moderna ultratecnificada y la élite social
que se beneficia de ella. Ganó el Óscar a la Mejor película de habla no inglesa
en 1958.
En
Mi tío, el inmarcesible autor de Playtime confronta dos espacios urbanos
que difieren tanto en morfología arquitectónica como en sustrato social y humano. Por un
lado está el barrio tradicional en el que reside Monsieur Hulot, caracterizado
por el alborozo y el continuo ir y venir de unos vecinos que parecen conocerse desde
siempre. Es un barrio cálido, lleno de color y de vida, cuyo centro de
interacción lo conforman la plaza y su mercado diario. Frente a él, el
barrio residencial donde viven el matrimonio Arpel y su hijo. Una zona de
viviendas unifamiliares de arquitectura moderna (“No estoy en absoluto en contra de la arquitectura moderna, pero creo
que además del permiso de construcción se debería emitir un permiso para
habitar”, decía Tati a propósito de su película). La vida en comunidad del
barrio de Hulot no existe aquí. Los edificios son monocromos, sobrios,
geométricos. El único elemento colorista procede del escaso mobiliario y los
jardines minimalistas. El resto resulta frío y cerebral. Demasiado calculado. Las
relaciones entre vecinos (escasas) gravitan en torno a la superficialidad y la apariencia.
Monsieur Hulot (y un grupo de perros callejeros) constituye el único nexo común entre los dos barrios, pero
desentona mucho en uno de ellos. Ya saben cuál. Soltero, en paro y sin hijos, vuelve a suponer
la nota discordante dentro de la sociedad elitista de los estereotipos y las
convenciones. Ésa a la que Tati ridiculiza con sutil ironía. De ahí los intentos
de su hermana y de su cuñado por integrarlo en ella tratándole de conseguir un
puesto de trabajo y una relación amorosa con la vecina de al lado. Porque, según
la opinión del señor Arpel, Hulot supone un “mal ejemplo” para su sobrino: ese pobre
crío que se aburre como una ostra cuando está en compañía de sus padres, y que,
en cambio, se lo pasa en grande junto a su tío.
Mon oncle
fue la primera obra en color de Tati, aunque nadie lo diría a tenor de su
brillantísima composición cromática (incluido el vestuario). Como suele ser
habitual en la filmografía del director francés, los decorados cobran una
importancia capital en el desarrollo la historia. De hecho, la trama, por otra parte mínima,
algo también característico en el cómico de Le Pecq, no puede concebirse sin
ellos. Destacan el decorado de la vanguardista vivienda de los Arpel (el más conocido), y el del viejo
bloque que habita Hulot. Con respecto a este último, resaltar un plano general
fijo (en realidad son varios planos fijos con cortes apenas perceptibles gracias al
montaje) del mismo en el que se puede apreciar, a través de las ventanas que
dan a los descansillos del edificio, todo el recorrido vertical que Hulot hace desde
que entra por el portal hasta que llega a su buhardilla, situada en la última
planta. La sola concepción y ejecución de este plano me parecen de una
genialidad sin parangón.
Concluyo
la reseña aludiendo a algunas de las secuencias más ocurrentes del filme, todas
ellas protagonizadas, como no podía ser de otro modo, por el deliciosamente
inútil e incapaz señor Hulot: la de la cocina en casa de los Arpel; la de la entrevista
de trabajo en la fábrica; la de la fiesta en el jardín para buscarle pareja a Hulot; o aquella otra, hilarante, en la que éste está a
punto de convertir la fábrica de mangueras de plástico donde lo emplean en una
“charcutería”.
“Pregúntense
de dónde procede, al final de Las vacaciones del señor Hulot, esa gran
tristeza, ese desmedido desencanto, y quizá descubran que procede del silencio.
A lo largo de la película, los gritos de los niños jugando acompañan
inevitablemente las vistas de la playa, y por primera vez su silencio significa
el final de las vacaciones”.
(André
Bazin)
Monsieur
Hulot (Jacques Tati) llega a una pequeña localidad costera de la Bretaña francesa para
pasar las vacaciones de verano. Allí, su habitual torpeza alterará la tranquilidad
del resto de turistas.
Segundo
largometraje de Jacques Tati y primera aparición en pantalla del genial Monsieur
Hulot: ese larguirucho (Tati medía metro ochenta y siete aproximadamente),
desgarbado, patoso y distraído personaje de aspecto peculiar y tambaleante
forma de caminar, reconocible por su alta capacidad para “meter la pata” en
cualquier situación. Les vacances de
Monsieur Hulot, es un filme entrañable y divertido sin apenas diálogos (los
pocos que hay son insustanciales), en el que su redundante trama (la rutina
diaria de los veraneantes) se construye a partir de un sinfín de gags visuales
y sonoros a cual más ingenioso.
La
llegada de Hulot a la playa a bordo de un viejo automóvil en el que apenas cabe
y cuyo motor petardea sin parar, al contrario que la del resto de turistas,
llegados masivamente en tren, autobuses o coches más modernos que los del
protagonista, nos muestra, ya de entrada, su singular personalidad, anticipando
la que será una complicada integración en la comunidad de veraneantes. Tati
introduce a Monsieur Hulot como el involuntario elemento caótico en el seno de
un armonioso conjunto. Aunque se trata de un personaje atento, servicial y
amable para con los demás, su torpeza física sólo le acarreará (salvo honrosas
excepciones) miradas inquisitivas y recriminatorias. Hulot no es mejor ni peor
que el resto. Es, simple y llanamente, diferente. Y sólo por eso ya encuentra
numerosas dificultades a la hora de adaptarse a una sociedad cimentada sobre
estereotipos y convenciones de las que escapa (tema capital en la filmografía
tatiniana). En consonancia con el párrafo de André Bazin que encabeza la
presente reseña, cabe señalar que bajo Las
vacaciones del señor Hulot, pese a tratarse de una película deliciosa y
divertidísima, subyace un sutil aura de tristeza que se explicita en su
melancólico final, cuando la mayoría de los turistas deciden ignorar al pobre
Hulot en su despedida por haber perturbado su paz durante las vacaciones
estivales.
La
puesta en escena de Les vacances de
Monsieur Hulot, destaca por su elegancia y un gusto por el detalle, tanto
visual como sonoro, que resulta fundamental para la construcción de los diferentes
gags. En la magnífica secuencia de apertura (ejemplo perfecto de ese humor característico
del director galo que combina imágenes y sonidos), Tati contrapone la calma
del escenario vacacional de la playa junto al mar, con el tumulto de la
estación de tren, que ejemplifica ese turismo de masas descontrolado (los
pasajeros no saben a qué anden dirigirse debido a que no se entiende nada de lo
que dice la voz del altavoz de la estación) que se iba consolidando en la vieja
Europa tras años de beligerancia entre sus naciones.
En definitiva, un
clásico del cine francés que se mantiene tan fresco como el primer día.
“El
poder político es simplemente el poder organizado de una clase para oprimir a
otra”.
(Karl Marx)
Wyoming, 1890. James Averill (Kris Kristofferson), marshal del condado de Johnson, debe hacer frente a una poderosa asociación
de ganaderos a la que pertenece su viejo amigo William C. Irvine (John Hurt), la cual ha decidido contratar a un grupo de mercenarios, entre los que
se encuentra Nathan D. Champion (Christopher Walken), para que terminen con la
vida de decenas de inmigrantes llegados desde de Europa del Este, a los que se
acusa de robar cabezas de ganado.
Heaven´s Gate,
de Michael Cimino, es un título maldito fundamentalmente conocido por ser el principal
causante del hundimiento de la compañía cinematográfica United Artists, fundada en 1919 por Charles Chaplin, David Wark
Griffith, Douglas Fairbanks y Mary Pickford. La película, que costó alrededor
de cuarenta y cuatro millones de dólares y apenas pudo recaudar cuatro, supuso
un descalabro económico sin precedentes, sumiendo en la ruina a la mítica productora,
que terminaría siendo comprada por la Metro-Goldwyn-Mayer, y acabando con la
carrera de su director, desde entonces más conocido por sus radicales cambios
de imagen que por su faceta como cineasta. Pero si dejamos atrás esa mala fama
que la precede (injusta a tenor de su categoría cinematográfica), y disfrutamos
de su montaje original (el de su premier en Nueva York y no el posterior y mutilado
que terminó estrenándose en las salas), nos encontraremos con una obra monumental
que combina con maestría lo épico y lo íntimo.
En
La puerta del cielo, el autor de El cazador (The Deer Hunter, 1978), cinta que lo había consolidado como un
cineasta de enorme prestigio en Hollywood, traslada el concepto tradicional marxista
de la lucha de clases al ámbito del western,
inspirándose para ello en un acontecimiento histórico vergonzoso: la guerra del
condado de Johnson (1892) que enfrentó violentamente a ganaderos y colonos con
el beneplácito del gobierno estadounidense. El guión, escrito por el propio
Cimino, parte de un planteamiento ideológico algo maniqueo en su conjunto, pero
que se redime gracias a la profunda ambigüedad que otorga a sus tres personajes
principales: el marshal James
Averill, que perteneciendo a una acomodada familia de Massachusetts no sabemos
cómo ha acabado convertido en un solitario agente de la ley en el Salvaje Oeste
(todo apunta a un fracaso matrimonial durante su juventud); la prostituta Ella
Watson (Isabelle Huppert), una inmigrante europea que regenta un prostíbulo en
las afueras del condado; y el mercenario Nathan Champion, frío cuando mata a
colonos y tierno cuando corteja a Ella, que también es objeto del deseo
amoroso de James. Los tres (unos estupendos Kristofferson, Walken y, sobre
todo, Huppert) conforman el triángulo amoroso que constituye la esencia
dramática de la película. Porque Heaven´s
Gate es, por encima de todo, un filme bellamente romántico en la acepción
más trágica del término.
Cimino
muestra una gran sensibilidad en la composición de cada plano, rozando sin
tapujos el preciosismo en busca de la perfección estética (precisamente fue ese
afán de perfección del realizador, el que disparó los costes de una producción
ya de por sí costosísima). Valgan de ejemplo sus hermosas panorámicas del
paisaje natural, sus espectaculares planos generales, sus complicados planos
con grúa o las numerosas escenas de interiores que por su contrastada
iluminación recuerdan a los cuadros del pintor italiano Caravaggio (extraordinaria,
insuperable fotografía a cargo de Vilmos Zsigmond). Todo el filme posee una
atmósfera poética y desencantada. La misma que prevalece en el recuerdo de
quienes han visto pasar sus mejores años pensando en las oportunidades perdidas que ya no volverán.
La puerta del cielo
es un título clave en la historia del cine estadounidense moderno. Su
estrepitoso fracaso ha sido utilizado infinidad de veces como ejemplo de lo que
puede llegar a pasar si se deja una producción de esta envergadura en manos de
los deseos de un director. En Hollywood, la libertad artística quedó herida de
muerte tras su estreno. Nos queda, al menos, el consuelo de poder disfrutar de una
gran película a la que el paso del tiempo ha tenido el buen gusto de colocar en
el lugar que siempre mereció.
Complejísimo
análisis el que podría surgir de la obra de Luis Buñuel y la aplicación que él
mismo ideó en los años veinte (ya que habitualmente las películas mudas se
acompañaban de representaciones con música en directo) y ya para su aplicación
definitiva, tres décadas después. Hemos de simplificar su sentido a un cariz
narrativo y expresionista absolutos, siempre apoyando el lado surrealista de su
creación pero, al tiempo, dotando a éste de una fuerza y tono realmente
potentes, cambiando notablemente el resultado inicial por uno final más
completo y, al tiempo, complejo. Bien es cierto que de la idea nacida en los
años veinte no guardamos seguridad alguna. Lo único certero es el uso de las
notas del clásico compositor alemán, en un inicio abarcando el total de la
música de la obra de Buñuel que tratamos pero que, conocedor éste de la
aversión de la sociedad francesa seguidora del surrealismo por la música de
Wagner, redujo el contenido hasta combinarlo con un par de piezas populares de
tango argentino procedentes de grabaciones de los años cincuenta.
Dos
son las vertientes que ofrece la historia de ‘’Un perro andaluz’’, ambas
situaciones oníricas de los dos genios que dan cuerpo a la obra: Buñuel y Dalí.
Dos orientaciones musicales, igualmente, acompañan esta segunda versión de la
película en los años sesenta: el tango y la pieza clásica de la partitura de
‘’Tristán e Isolda’’. El primero (concretado en dos temas, uno de ellos
recurrente) lo escuchamos siempre en el interior de las habitaciones y la obra
de Wagner, en exteriores. La primera, más pasional y extrema, acompaña los
acontecimientos igualmente extremos (la cuchilla cortando el ojo, los
pensamientos sexuales del hombre hacia la mujer…); la segunda, mayor en elegancia,
sutil e intelectual, nos llevará a instantes más elevados e idealistas (el
paseo en bici, la muerte…), con el detalle estructural final de ambas piezas
escuchándose inicialmente en interiores para terminar en zonas abiertas como
simbología de su encuentro y fusión, como en numerosas ocasiones sucede con
objetos, sentidos y situaciones en el filme.
En
definitiva, ejemplo de la importancia en segundo plano, pese a la continua
presencia en pantalla, de la música en una obra maestra del séptimo arte y de
cómo puede influir la composición en unas imágenes preconcebidas sin ella.
“El
color llegaba con los feriantes, el tiovivo, los caballitos de madera y las
casetas de feria. Cuando la fiesta acababa, se metía el color en unas grandes
cajas y éste se iba del pueblo”.
(Jacques
Tati)
La
apacible vida del pueblecito francés de Saint-Sévère-sur-Indre, se ve trastocada
por la llegada de la feria con motivo de la celebración de una festividad
local.
Jour de fête
fue el primer largometraje del genial actor y director cómico Jacques Tati. La
película se concibió con la idea de convertirse en la primera obra
cinematográfica francesa hecha en color con tecnología patria; sin embargo, la
utilización del sistema experimental Thomsoncolor
(similar al Technicolor americano) resultó
fallida y la cinta no se pudo revelar. Afortunadamente, el autor de Mi tío, quizá no fiándose del invento en
cuestión, decidió rodar el filme con dos cámaras, una con el nuevo formato y la
otra con el tradicional, por lo que Día
de fiesta pudo estrenarse al final, aunque en blanco y negro. Décadas más
tarde, en 1994, se restauró la copia en color.
El
humor de Jacques Tati (de sonrisa casi permanente más que de desternillante
carcajada), como el de los maestros silentes Chaplin, Lloyd o Keaton, en los que se
inspira y a los que, en ocasiones, hasta supera (cinematográficamente
hablando), prescinde en esencia de los diálogos para construirse a partir de una
concatenación de inteligentes gags visuales y (he aquí su principal aportación)
sonoros. Jour de fête no es el mejor
de sus trabajos (Tati aún no había creado al sublime Monsieur Hulot, personaje tan
iconográfico como Charlot que será el protagonista de sus películas a partir de
su siguiente proyecto, Las vacaciones del
señor Hulot), pero en él ya esboza parte de ese entrañable y particular microcosmos
humano que irá perfeccionando hasta alcanzar unas cotas de sofisticación visual
inauditas en el género de la comedia (Mi
tío y, sobre todo, Playtime). En
esta ocasión, el alargado realizador de Le Pecq muestra algunas de las costumbres y
conductas sociales de un pequeño pueblo francés de posguerra. La llegada con la
feria de una carpa de cine en la que se proyecta un documental sobre los
eficientes y arriesgados nuevos métodos de trabajo de los carteros estadounidenses,
pone de manifiesto la existencia de dos velocidades entre Europa y Estados
Unidos en lo que respecta al crecimiento socioeconómico tras la Segunda Guerra
Mundial. Al visionar el documental, el personaje de François (Jacques Tati), el tontorrón cartero de la zona, herido en su
orgullo profesional por los comentarios burlones de sus vecinos, tratará de
poner en práctica lo visto en la proyección, llevando a cabo un divertido
reparto del correo “a la americana”. Reparto que dejará a las claras que lo
eficaz no es necesariamente lo mejor, sobre todo si dicha eficacia conlleva una
pérdida de capital humano.
Actualmente existen tres versiones de Día de fiesta, cada una de ellas con
diferente metraje: la versión en blanco y negro de 1949 (87 min); una segunda
versión en blanco y negro con elementos en color de 1964 (80 min); y la versión
en color de 1994 (77 min).