“La emoción más antigua
y más intensa de la humanidad es el miedo, y el más antiguo y más intenso de
los miedos es el miedo a lo desconocido”.
(H.P.
Lovecraft)
Francia,
Siglo XIX. La joven Teresa (Cristina Galbó), procedente de Aviñón, es internada
en una residencia para señoritas que dirige la rígida señora Fourneur (Lilli
Palmer).
Todo
un clásico del cine de suspense y terror patrio obra del siempre inquieto Narciso
Ibáñez Serrador (¿Quién puede matar a un
niño?, 1976), quien, bajo el seudónimo de Luis Peñafiel, adapta una
escabrosa historia gótica de Juan Tebar. La película, cuyos exteriores fueron
rodados en el Palacio de Sobrellano, en Comillas, Cantabria, contó con un
presupuesto bastante superior al de la media de las producciones españolas de la época, lo
que permitió contratar a una actriz de renombre internacional como Lilli Palmer
(magnífica en su encarnación de la ambigua señora Fourneur), y recrear con
esmero y al más puro estilo Hammer los interiores de la residencia de
señoritas donde se desarrolla la trama.
Los
avezados conocedores del género, encontrarán en el arranque de La residencia ciertas similitudes con el
del filme de Dario Argento Suspiria
(ídem, 1977). Al fin y al cabo, ambos títulos se inician con la llegada de la
protagonista a una institución educativa para chicas (residencia para
“enderezar” a jóvenes de conducta descuidada aquí, academia de ballet allá) de
la que recientemente han “huido”, por razones que se nos escapan, algunas de
sus alumnas. Y también en ambos casos, la institución en cuestión, de innegable
prestigio, está dirigida por dos mujeres (la señora Fourneur y la señorita
Desprez en La residencia, Madame
Blanc y Miss Tanner en Suspiria). El
único habitante masculino de la residencia es Luis (John Moulder Brown), el
hijo adolescente de la directora. Un chico de apariencia y personalidad
frágiles, al que su autoritaria madre mantiene prácticamente aislado para que no
tenga contacto con las alumnas. En el relato sorprenden, por resultar muy
evidentes teniendo en cuenta la férrea censura de la época, su connotaciones
sexuales. En la residencia no sólo encontramos educandas de clara orientación
homosexual (como Irene, la “esbirra” de la señora Fourneur que se come con la
mirada a Teresa nada más llegar), sino que la mayoría de ellas parecen
desesperadas por compartir lecho con un hombre, como bien muestra Ibáñez Serrador
en la secuencia en la que, como cada tres semanas, llega el sobrino del
carbonero para hacer su trabajo y, ya de paso, “yacer” con una de las chicas.
La
cinta posee, además, una conseguida atmósfera claustrofóbica que va
acentuándose en su último y espléndido tramo hasta desembocar en uno de los finales
más escalofriantes de nuestra cinematografía.
Lo
dicho, un clásico del cine español merecedor de esa condición. Lástima que su
autor se prodigara tan poco en la gran pantalla.
“Penetramos más y más espesamente en el corazón de
las tinieblas. Allí había verdadera calma… Éramos vagabundos en medio de una
tierra prehistórica, de una tierra que tenía el aspecto de un planeta
desconocido. Nos podíamos ver a nosotros mismos como los primeros hombres
tomando posesión de una herencia maldita, sobreviviendo a costa de una angustia profunda, de un
trabajo excesivo”.
(El corazón de
las tinieblas, Joseph Conrad)
En 1909, Theodor Koch-Grünberg (Jan Bijvoet),
un etnógrafo alemán gravemente enfermo, viaja hasta un lugar recóndito del
Amazonas en busca de Karamakate (Nilbio Torres), un chamán solitario que puede
guiarlo hasta la yakruna, planta sagrada que, según las creencias del lugar,
posee extraordinarias propiedades curativas. Años más tarde, hacia 1940, otro
científico, el etnobotánico estadounidense Evan Schultes (Brionne Davis),
recurre asimismo a Karamakate (Antonio Bolívar) para que la yakruna le otorgue la
capacidad de soñar.
El abrazo de la serpiente, como el propio Amazonas, en cuyas espectaculares localizaciones ha
sido rodada en un impresionante blanco y negro, nos envuelve con su exuberancia
natural, sus sonidos, sus mitos y sus leyendas. La película, un relato de
aventuras cocido a fuego lento, expone las nefastas consecuencias del
colonialismo en América; el etnocidio (si utilizamos el término acuñado por el
etnólogo francés Robert Jaulin) de las culturas indígenas llevado a cabo por la
civilización occidental en virtud de lo que Rudyard Kipling denominaba La carga del hombre blanco. Esto es, una
supuesta superioridad de la raza blanca sobre las demás, que la obligaría, en
un sentido casi misional, a dominarlas para conducirlas hasta el estadio
evolutivo que Lewis Henry Morgan definió como civilización.
Hay en el filme que nos ocupa una referencia
literaria obvia, la de El corazón de las
tinieblas (Heart of darkness, 1899), de Joseph Conrad. Y derivadas de ésta, otras referencias
cinematográficas más o menos evidentes como las de Apocalypse Now (ídem, 1979), de Francis Ford Coppola; Aguirre, la cólera de dios (Aguirre, der Zorn Gottes, 1972), de
Werner Herzog; o Fitzcarraldo (ídem,
1982), también de Werner Herzog. El
abrazo de la serpiente comparte con todas ellas el tema de la travesía sobre
el curso de un río para completar una misión suicida, aunque quizá carezca de
ese punto de delirio enfermizo que las hace geniales, a excepción de la
secuencia de la segunda visita a la misión católica. Inspirándose en los
diarios de los científicos y exploradores Theodor Koch-Grünberg y Richard Evans
Schultes, el director colombiano Ciro Guerra, que obtuvo por su trabajo el Art Cinema Award de la Quincena de Realizadores
de Cannes, narra en su película un doble viaje en el tiempo a través de un
mismo espacio, reforzando así el concepto de memoria en el personaje de
Karamakate. Y lo hace de manera paralela, con una gran sutilidad en las
transiciones gracias al hábil manejo de la cámara y los espacios.
El contraste, como elemento básico de
contraposición, resulta clave a lo largo de toda la cinta: el contraste entre los
dos viajes; entre el pasado y la modernidad; entre el materialismo de la cultura
occidental y la espiritualidad de la cultura indígena; entre el conocimiento
que repara y el conocimiento que destruye; entre el Karamakate joven, enérgico e
irreverente, y el Karamakate viejo, tranquilo y desencantado; entre los dos
científicos, que buscan la yakruna por razones muy diferentes; entre Manduca,
el indio “domesticado” que sirve fielmente a Theodor, y el propio Karamakate, un
espíritu libre imposible de domesticar; entre la música que emana del
tocadiscos de Evan y los sonidos naturales de la selva…
Magnífica siempre, y a ratos fascinante, El abrazo de la serpiente se eleva como
una de las propuestas fílmicas más singulares y valientes del cine
latinoamericano de los últimos tiempos.
Nos encontramos ante una de las
obras maestras de la historia de la
música de cine. Su complejidad, composición sobresaliente, equilibrio máximo
durante toda la obra y una serenidad como nunca se han dado nos otorgan el placer
de contemplar una auténtica obra de arte. El inicio ya es arrollador, mas la
enérgica postura que pudiera intuirse en su aparición se transforma en la
sutileza de unos temas hermosísimos y la primera escena realmente intensa en
contenido: Judá Ben-Hur aparece por vez primera, regresando junto a su amigo
Mesala, tribuno militar. La narración que Rózsa ejecuta durante toda esta
escena, desde el lanzamiento de las lanzas (dos instantes idénticos inmediatos
en el tiempo musicados de forma espectacular) hasta el anuncio de su relación
futura, con cambios de registros ligados entre sí de manera única. Escena
temprana pero, sin lugar a dudas, el ejemplo claro de cómo la partitura del
compositor va mucho, mucho más allá de la inigualable belleza de sus fragmentos.
Ésta, en término lírico, brota repentina tras la estructura inicial comentada,
apareciendo la joven Esther en la vida de Ben-Hur. Cómo el artista presenta
este tema y la variación que hace en la secuencia inmediatamente posterior al
anuncio de su próxima boda son motivos únicos y referentes en el romanticismo
del cine. La simbiosis que Rózsa consigue, junto a la fotografía e
iluminaciones de las escenas, y la proyección que nos refleja del pensamiento
de Judá al ver a la joven, es un global concepto que nunca podría ser objeto de
duda en cualquier estudio. Los detalles que aparecen, las narraciones que
presenciamos y los apoyos a los fragmentos del filme van adquiriendo una
presencia y ‘’voracidad’’ artística solamente logradas por un genio.
Fundamental
en la partitura de ‘’Ben-Hur’’ es el contraste: la disparidad de circunstancias
y coyunturas que ‘’navegan’’ sin descanso por el mar eterno y gigante que
resulta la aventura. Adaptada la música de forma inteligente a todo lo que va
ocurriendo, Rózsa toca y ocupa la perfección de un dinamismo en todo momento
controlado y que nos hace disfrutar, ahora, de la brillantez y luminosidad
filosófica del tema de la primera aparición de Cristo, ayudando al ya condenado
Judá, y, de inmediato, de la opacidad tétrica del tema de las galeras. Este
contraste continuo es mantenido bajo una estructura de equilibrio, nivel y
practicidad que nunca enferma. Nada fácil de conseguir. Se cumple el primer
tercio de metraje. El segundo se inicia con una sucesión de secuencias igualmente
fascinantes; Rózsa mantiene la tensión al ritmo medio de los remeros de las
galeras. Se aproxima la lucha, mas el compositor continúa el tempo marcado
mientras la batalla se produce entre las naves. Sólo cuando los luchadores
abordan a los enemigos, la partitura gira bruscamente y se inicia la acción
narrativa, explosión inteligente tras la inquietud que la música inyectaba con
su lenta y pesada presencia. Los detalles crecen y nunca dejan de sorprender.
La
parte central de ‘’Ben-Hur’’ sirve para interesantes modificaciones de temas ya
empleados y la evidencia de la trascendencia de la partitura en una película
que nunca debe entenderse desde el recurrente lado de la aventura: el tema de
amor de la obra, que ya sonó en presencia de los enamorados, vuelve a
escucharse durante el diálogo de despedida de Judá y su ‘’paternal’’ cónsul
romano, señal del matiz evocador, sentimental y romántico del momento y de la
pieza musical; igualmente, cuando Judá Ben-Hur disfruta de su libertad y se
encuentra con Baltasar de Alejandría, el motivo referente a Cristo brota como
acariciando una sensación delicada de divinidad vital asombrosa, al tiempo que
intercala sutiles referencias a otros instantes ya del pasado y poco más
adelante, cuando vuelve a su casa y recuerda junto a Esther su amor, el tema
asociado con él da paso a un ejemplar ejercicio de apoyo narrativo inigualable,
paradigma de la función más exquisita, aunque en segundo plano (por detrás de
los maravillosos temas principales), de la partitura completa para ‘’Ben-Hur’’:
la descripción de situaciones llega a tan alto nivel que el compositor la
transmuta en una auténtica narración de esos momentos, algo al alcance de muy
pocos músicos en la historia del cine.
La
secuencia que inicia el último tercio de historia, aquélla en la que Esther se
encuentra con la madre y la hermana leprosas de Judá, supone uno de los hitos
en la historia del cine. Musicalmente hablando, y comenzada instantes antes
cuando son visitadas por los romanos en las mazmorras, no existe pega alguna a
la maestría de Rózsa durante estos siete minutos majestuosos en los que,
enlazado todo en una sola pieza, el compositor se adueña drásticamente del
guión y maneja a su antojo unas expresiones, sentimientos y situaciones que
cambian cada momento y que, igualmente, ata mediante la aparición de varios
temas principales ya escuchados. Asombroso y de un estudio obligado, minucioso
y admirado hacia un músico irrepetible. Momentos gloriosos en la música de cine
que sirven de antesala a una parte final que de inmediato se agarra a los
magníficos temas de las fanfarrias que abrigan la famosa secuencia de las
cuadrigas.
El
desenlace mantiene la línea anterior. La expresividad forma el núcleo más
fuerte de unos minutos en los que Rózsa culminará firmemente su obra, subiendo
el nivel ya alcanzado, si cabe, en la secuencia en la que Judá busca a su
hermana en el valle de los leprosos y la marcha de Cristo llevando la cruz. En
la primera, una dualidad magistral con las cuerdas agudas reflejando la ilusión
del hermano y los graves la oscuridad del mundo en el que vive la hermana; en
la segunda, un tempo similar al de las galeras, ralentizando la escucha hasta
semejar espadas mismas que atravesaran nuestro corazón, dan el paso final a los
coros gloriosos por la muerte de Jesucristo cuya música, durante toda la obra,
es el ejemplo mejor conseguido de cómo una partitura nos da a conocer,
describir y narrar un hecho o figura latente en el cine, como ha sido la del
Maestro durante las más de tres horas de metraje en las que su rostro jamás se
vio, dibujándose a cada momento por esos tersos violines del artista.
En
definitiva, obra maestra de la música para el séptimo arte, ejemplo de componer
lo latente de una película y de cómo expresar al máximo nivel todo tipo de sentimiento
y variaciones de éste. Imprescindible.
“Los viajes son los
viajeros. Lo que vemos no es lo que vemos, sino lo que somos”.
(Fernando
Pessoa)
La
llegada de un forastero a un pequeño pueblo del viejo Oeste, despierta las
sospechas del sheriff Hunt (Kurt
Russell), que pronto lo arresta. Sin embargo, esa misma noche, tanto el
prisionero como las dos personas que lo custodiaban desparecen. Hunt y otros
tres hombres emprenden entonces su búsqueda, adentrándose en territorio
salvaje.
Una
mezcla entre Centauros del desierto (The Searchers, 1956), de John Ford, y Las colinas tienen ojos (The Hills Have Eyes, 1977), de Wes
Craven. Hasta de esta forma tan disparatada podría definirse a Bone Tomahawk, un inusual y estimulante western que supone el debut como
realizador del novelista, músico y guionista estadounidense S. Craig Zahler. La
película, galardonada con el Premio al Mejor director en el pasado
Festival de Sitges, contiene algunos toques de comedia hawksiana (la relación entre
el sheriff Hunt y su viejo ayudante Chicory recuerda a la que John Wayne y
Walter Brennan mantenían en Río Bravo),
además de elementos propios del cine de terror que la emparentan con la
infravalorada La noche de los gigantes
(The Stalking Monn, 1968), de Robert
Mulligan. El resultado es gratamente satisfactorio.
Todo
comienza cuando un par de asesinos y asaltantes de caminos profanan en su huida
un antiguo cementerio indio en medio de lo que parecen ser unos aullidos. Uno
de ellos, el que consigue escapar del ataque de no sabemos quién o qué, llega a
la localidad de Bright Hope, donde el sheriff
Hunt imparte justicia. Ante las sospechas que despierta, el forastero es pronto
herido, detenido y encarcelado, encargándose de su custodia uno de los
ayudantes de Hunt y una joven enfermera que cuida de sus heridas. Los mismos
terribles aullidos del principio vuelven a escucharse ahora en la noche de Bright
Hope. Un joven negro que cuida de los establos es brutalmente asesinado. A la
mañana siguiente, no queda rastro alguno de las tres personas que estaban en la
oficina del sheriff: el forastero, la
enfermera y el ayudante. Todo hace indicar que han sido secuestrados. ¿Pero por
quién? Una flecha india encontrada en el lugar despeja las dudas. No obstante,
como afirma un indio integrado en la comunidad, no se trata de una flecha
normal. Ese tipo de flechas sólo las utiliza una tribu primitiva que habita en
las cuevas de un lejano valle y practica el canibalismo. El sheriff Hunt, su ayudante Chicory (magnífico
trabajo de Richard Jenkins), el marido de la enfermera raptada (Patrick Wilson)
y el altivo Brooder (Matthew Fox), personaje que recuerda por su personalidad al
que John Carradine encarnara en La
diligencia (Stagecoach, 1939),
parten enseguida en busca de los desaparecidos. Lo suyo será un viaje
westerniano en toda regla, a caballo o a pie, durmiendo al raso y conversando
en torno a una buena hoguera.
La
cinta posee ritmo durante sus algo más de dos horas de metraje, tensión narrativa, buenos diálogos, estupendas
interpretaciones, un interesante dibujo de caracteres y una gran fotografía. La
disfrutarán tanto los amantes del western
como los del cine de terror con toques gore. Quédense con su título, Bone Tomahawk, porque dará que hablar.
“¿Era
amor o no era amor lo que sentía por Carol? Y qué absurdo era que ella misma no
lo supiese. Había oído hablar de chicas que se enamoraban unas de las otras y
sabía qué tipo de gente eran y el aspecto que tenían. Ni Carol ni ella eran
así. Pero sus sentimientos hacia Carol coincidían con todas las descripciones”.
(Carol, Patricia Highsmith)
Nueva
York, 1950. Therese Belivet (Rooney Mara), una joven dependienta de la sección
de juguetes de unos grandes almacenes, conoce y se enamora de Carol (Cate
Blanchett), una elegante mujer de mediana edad que está en trámites de
separación de su marido.
Exquisita,
sutil y contenida pieza de orfebrería cinematográfica que adapta la novela El precio de la sal (Carol desde su reimpresión de 1989), de
Patricia Highsmith, quien, para evitar dañar su reputación como exitosa autora
de novelas de intriga (recordemos que en 1950 había publicado Extraños en un tren, llevada a la gran
pantalla por Alfred Hitchcock un año más tarde), decidió publicar la obra en
1952 bajo el pseudónimo de Claire Morgan. El filme que nos ocupa, una oda al
buen gusto de refinamiento extremo y delicada sensibilidad, ahonda en la
problemática de una relación amorosa entre dos mujeres de diferente clase
social en una época en la que la homosexualidad todavía era considerada como
una desviación conductual ajena a la moral establecida. Rooney Mara se alzó con
el premio a la Mejor actriz en el Festival de Cannes.
Carol,
relato de estructura circular, se abre con un plano secuencia en el que la
cámara de Haynes, después de atravesar una calle transitada por automóviles y
peatones, se eleva hasta detenerse junto a la fachada de un lujoso restaurante
neoyorquino. En su interior, Carol y Therese están sentadas en una de las
mesas. Su encuentro se ve interrumpido cuando un conocido de Therese que acaba
de entrar, la reconoce y la invita a asistir a una fiesta. Carol la anima a que
vaya y lo pase bien. Y tras levantarse para irse, toca el hombro de Therese,
cuyo rostro parece conmoverse ante el contacto. Cuánta emoción contenida en un
gesto que remite a otro similar de Breve
encuentro (Brief Encounter,
1945), de David Lean. Aceptada la invitación, Therese se sube a un taxi junto a
unos conocidos. Mientras observa desde el vehículo las calles nocturnas de la
ciudad a través del cristal de la ventanilla, Haynes introduce un largo flashback que abarca la práctica
totalidad de la película, y que se inicia unos meses atrás, durante las fiestas
navideñas, cuando Carol y Therese se vieron por primera vez (y probablemente ya
se enamoraron) en el departamento de juguetes de unos grandes almacenes. La
compra de un trenecillo eléctrico y unos guantes acaso intencionadamente
olvidados sobre el mostrador, constituirán la excusa perfecta para volver a
encontrarse.
Como
si se tratase de un cuadro del pintor Edward Hopper, principal referencia
estética tanto de Haynes como de su director de fotografía Edward Lachman, Carol se desarrolla esencialmente en la
intimidad de los escenarios interiores, pertenecientes estos a moteles,
apartamentos, cafeterías o restaurantes, casi siempre con los personajes
dispuestos en torno a una mesa, y con mucha frecuencia al lado de ventanales
que dan al exterior. Haynes filma esos interiores desde dentro y desde fuera (a
través de los cristales), buscando y, lo que es más difícil, encontrando el
encuadre perfecto para cada momento. Sobreencuadrando cada plano mediante el
uso de elementos del decorado como las ventanas, los vanos de las puertas, las
paredes, los espejos o las ventanillas de los coches. No hay ni un solo plano
ni un solo movimiento de cámara dejado al azar en las dos horas de metraje. Todo
está estudiado en la elegante y minuciosa puesta en escena.
El
emotivo guión de Phyllis Nagy, muy respetuoso con el texto original de
Highsmith, nunca cae en el melodrama exacerbado, potenciando el contraste entre
las dos protagonistas, brillantemente interpretadas por Cate Blanchett y Rooney
Mara (ambas merecían el premio a la Mejor actriz en Cannes). Carol y Therese no
sólo tienen diferentes edades y pertenecen a distintos estratos y entornos
sociales, sino que también difieren en cuanto a aspecto físico, estilo y
personalidad. Aunque resulte paradójico, enfatizando ese contraste de
caracteres se consigue potenciar la atracción que la una siente por la otra.
Además
de los aspectos señalados con anterioridad, destacan en Carol
otros como su excelente fotografía, su delicada música, su elegante vestuario y
su cuidado diseño de producción. En definitiva, una película prácticamente
perfecta. O si lo prefieren, quítenle el prácticamente.
“Una persona que quiere
venganza guarda sus heridas abiertas”.
(Sir
Francis Bacon)
1820.
Tras sufrir el brutal ataque de una osa grizzly, Hugh Glass (Leonardo DiCaprio),
el guía de una expedición que busca pieles en el territorio de Dakota del Sur,
es abandonado a su suerte por sus compañeros. Milagrosamente repuesto de sus
heridas, Glass emprende un largo viaje con el objetivo de vengarse de quienes
lo dejaron atrás.
El renacido,
adaptación de la novela de Michael Punke The
Revenant: A Novel of Revenge (2002), inspirada en las hazañas del personaje
histórico de Hugh Glass, un trampero del siglo XIX que sobrevivió al ataque de
un oso y cuya historia ya había sido llevada a la pantalla en la película de
1971 El hombre de una tierra salvaje
(Man in the Wilderness), es el nuevo
trabajo del realizador mexicano Alejandro González Iñárritu, quien firma aquí una
interesante, aunque sobrevalorada odisea prewesterniana de supervivencia y venganza, que puede recordar, por su factura visual, al cine de Terrence Malick, en
especial a El nuevo mundo (The New World, 2005), y también al
espléndido filme de Sidney Pollack Las
aventuras de Jeremiah Johnson (Jeremiah
Johnson, 1972). Incluso se cita visualmente al cine de Tarkovsky.
El
filme, rodado en espectaculares escenarios naturales de Canadá, México, Estados
Unidos y Argentina, los cuales son captados con maestría por el gran Emmanuel Lubezki,
se articula en torno a una discutible contradicción: su afán de crudo hiperrealismo
(la secuencia del ataque del oso, por ejemplo) en relación a situaciones un tanto inverosímiles. Como
en la multipremiada Birdman o (La
inesperada virtud de la ignorancia), el director vuelve hacer uso de elaboradísimos
planos secuencia que, pese a lo brillante de su ejecución (el de la batalla
inicial me parece el mejor), dan la sensación de ser más un recurso de
ostentación técnica que una herramienta narrativa. Iñárritu se gusta demasiado,
anteponiendo siempre la forma al contenido. La trama de The Revenant, cuyo guión contiene muy pocas líneas de diálogo a lo
largo de su excesivo metraje, se desarrolla de un modo bastante insustancial, no yendo nunca más allá de la resobada lucha del hombre contra los elementos. Los
personajes son bastante planos, y la narración se torna en ocasiones espesa por
culpa del abuso en la utilización de flashbacks y ensoñaciones pseudopoéticas con las que se intenta dotar al protagonista de cierta hondura
místico-emocional. Un solvente Leonardo DiCaprio lleva todo el peso de la película
con una interpretación más física que talentosa. Frente a él, el despreciable
personaje de Tom Hardy.
Como
apuntaba, El renacido constituye un
ejercicio interesante, principalmente debido a su impecable acabado formal, pero queda
lejos de ser gran cine. Típico de Iñárritu. Y de la mayoría de cineastas actuales.
“Las causas perdidas
son las únicas por las que vale la pena luchar”.
(Mr. Smith Goes
to Washington, de Frank Capra)
Años
cincuenta. En plena Guerra Fría, James Donovan (Tom Hanks), experimentado abogado
de Brooklyn, resulta elegido para defender a Rudolf Abel (Mark Rylance), un
presunto espía soviético que podría ser condenado a la pena capital.
Más
que interesante incursión de Steven Spielberg, con guión basado en hechos
históricos a cargo de Matt Charman y los hermanos Coen, en los conflictos diplomáticos
y las contradicciones del Estado norteamericano durante la época de la Guerra
Fría. Con sus defectos, casi todos inherentes al estilo y la personalidad del
autor de La lista de Schindler (Schindler´s List, 1993), Bridge of Spies se erige, al menos en mi
opinión, como el mejor trabajo del director estadounidense desde la
infravalorada La guerra de los mundos
(War of the Worlds, 2005).La película posee ese aroma a cine clásico
del Hollywood de los años cuarenta y cincuenta, del que muy pocos realizadores
actuales, si acaso Clint Eastwood y Todd Haynes, además del propio Spielberg,
pueden presumir.
El
filme comienza de un modo magnífico, con la secuencia del seguimiento y la
posterior captura del personaje de Rudolf Abel (excelente interpretación de
Mark Rylance) a manos de los agentes de la CIA que rastreaban su pista. Sin
duda, uno de los mejores arranques de la filmografía de su director. A continuación,
se hace la presentación del personaje principal de la historia, el de Tom
Hanks (estupendo, como en él suele ser habitual), un abogado especializado en seguros perteneciente a un prestigioso
bufete. Un hombre íntegro, “firme” e idealista, que antepone sus convicciones y
valores a todo lo demás, recordando por ello a otros personajes
cinematográficos interpretados en el pasado por James Stewart o Henry Fonda,
como el Jefferson Smith de Caballero sin
espada (Mr. Smith Goes to Washington,
1939), de Frank Capra. Y es que, por su tono general, en el que se mezclan el
drama y el humor, y por ese enfrentamiento entre la honradez del individuo y la
podredura de las altas instituciones gubernamentales, El puente de los espías quizá sea la película más cercana al
universo Capra que jamás haya rodado Spielberg.
La
primera misión que el gobierno estadounidense encarga a Donovan, y que se corresponde
con la primera parte de las dos en las que se estructura el largometraje, es la
de ejercer como abogado defensor de Rudolf Abel, “el hombre más odiado de
América”, para mostrar así al mundo que en Estados Unidos hasta los espías
enemigos tienen derecho a un juicio justo, aunque en realidad todo se trate de
una mera artimaña propagandística propia de la política de bloques de la época.
La segunda misión, una vez que el proceso judicial contra Abel ha finalizado,
consistirá en que Donovan viaje hasta la convulsa Berlín Oriental en tiempos de
la construcción del muro, con el objetivo de negociar con representantes de la
Unión Soviética un intercambio de prisioneros: Rudolf Abel a cambio de un piloto
estadounidense capturado en territorio soviético. La situación, y el trato, se
complican aún más cuando un joven estudiante norteamericano es detenido por las
autoridades de la República Democrática Alemana, por lo que Donovan tendrá que
demostrar sus dotes diplomáticas negociando con unos y y con otros.
A
pesar de lo formidable de la realización y de la incuestionable pericia
narrativa de Spielberg, el conjunto se ve empañado por culpa de algunos de los
tics habituales del cineasta, como cierto maniqueísmo ideológico en la
exposición de situaciones (qué diferencia entre el trato que recibe Rudolf en
Estados Unidos y el que recibe su homólogo, el espía norteamericano, en
territorio soviético), patrioterismo de bandera o innecesarios subrayados
visuales (la escena en la que Donovan contempla cómo unos jóvenes alemanes que
intentan saltar el muro son asesinados, y su análoga, de naturaleza muy
diferente, ya en suelo patrio).
Lo
mejor: la entrañable relación que se establece entre Donovan y su impasible defendido,
la mencionada secuencia de arranque, y la que tiene lugar, hacia el final, sobre
el puente Glienicke.