Mientras
visitan la tumba de su padrastro en un cementerio de Pensilvania, Barbra
(Judith O´Dea) y Johnny (Russell Streiner) son atacados por un desconocido que
resulta ser un muerto viviente. La joven consigue escapar, encontrando refugio
en una casa abandonada a la que más tarde llega Ben (Duane Jones), quien
también huye de la plaga de zombis que parece extenderse por la costa este de los
Estados Unidos.
Los
zombis están de moda. Sólo hay que ver el éxito obtenido por títulos recientes
como Amanecer de los muertos (Dawn of the Dead, 2004), de Zack Snyder, 28 semanas después (28 Weeks Later, 2007), de Juan Carlos
Fresnadillo, la saga española [Rec],
de Jaume Balagueró y Paco Plaza, Guerra mundial Z (World War Z, 2013), de Marc Foster, o la serie de televisión The Walking Dead, basada en el cómic de Robert Kirkman, para
corroborar lo que digo. Lo que nadie debe olvidar, es que la génesis del
llamado “fenómeno zombi” se encuentra en una modesta película de Serie B
filmada en 1968 por el director estadounidense George A. Romero. Me refiero,
claro está, a Night of the Living Dead,
una de las obras más influyentes del cine de terror. En ella, Romero sienta las
bases iconográficas del zombi moderno, ese que todos conocemos: el muerto
viviente que se levanta de su tumba para alimentarse de carne humana. Y es que,
hasta ese momento, el zombi cinematográfico no había sido otra cosa que un ser
sin voluntad al que se controlaba mediante el uso de la magia negra, tal y como
muestran filmes como La legión de los
hombres sin alma (White Zombie,
1932), de Victor Halperin; Yo anduve con
un zombie (I Walked with a Zombie,
1943), de Jacques Tourneur; o La plaga de
los zombies (The Plague of the
Zombies, 1966), de John Gilling. En ese sentido, la película de Romero
supuso una auténtica revolución, pese a estar bastante influida por El último hombre sobre la tierra (The Last Man on Earth, 1964), dirigida
por Sidney Salkow y protagonizada por Vincent Price, que adaptaba la novela de
Richard Matheson I Am Legend.
La noche de los muertos
vivientes debe buena parte de su eficacia al estilo
semidocumental con el que fue rodada, algo que causó gran impacto en la época
de su estreno. La utilización de noticiarios, tanto en la radio como en la televisión,
para informar de manera progresiva acerca de los asesinatos en masa que tienen lugar
en la mitad este del país, sirve para dotar de mayor verosimilitud a los
acontecimientos expuestos. Tanto los personajes refugiados en la casa como nosotros
los espectadores, nos enteramos de lo que va sucediendo en el exterior a través
de esos informativos que, de manera puntual, amplían su información sobre los
hechos. De ese modo, se nos informa de que la principal causa de la terrible
epidemia probablemente sea la radiación proveniente de un satélite espacial
explosionado, lo que permite entroncar a la película con el género de la
ciencia ficción. También se advierte que cualquier fallecido,
independientemente de la causa de su muerte, despertará, pasados unos minutos, convertido
en un muerto viviente ansioso por devorar carne humana. La única forma de
acabar con esos monstruos es disparándolos en la cabeza o asestándoles un
fuerte golpe en la misma.
Romero
acierta al crear una atmósfera claustrofóbica enfatizada por una iluminación
expresionista y el uso repetido de angulaciones de la cámara. Asimismo resulta muy
interesante el dibujo de caracteres, donde destaca por encima del resto el
personaje de Ben, el negro. El hecho de mostrarlo como el único con capacidad
de liderazgo y actitud resolutiva, fue interpretado por muchos como una
reivindicación de tipo racial. Pero al margen de lecturas sociales o económicas
realizadas a posteriori (hay quien ve en el filme una crítica feroz al
individualismo capitalista), lo que convirtió a La noche de los muertos vivientes en un clásico de culto
instantáneo fue su capacidad para producir horror y desasosiego.
“Mirad
este lugar desolado, donde hubo un imponente castillo cuyo destino cayó en la
red de la lujuria de poder, donde vivía un guerrero fuerte en la lucha pero
débil ante su mujer que le empujó a llegar al trono con traición y
derramamiento de sangre. El camino del mal es el camino de la perdición y su
rumbo nunca cambia”.
Japón,
siglo XVI. Tras sofocar una rebelión, los capitanes Taketoki Washizu (Toshirô
Mifune) y Yoshiteru Miki (Akira Kubo) se desplazan hasta el castillo de su
señor para recibir los pertinentes reconocimientos. En su camino, mientras
atraviesan el bosque, se encuentran con un espíritu que les hace la
siguiente profecía: Washizu se convertirá en señor del Castillo de las Telarañas,
pero será el hijo de Miki quien lo suceda en el poder.
Esta
impresionante obra maestra de Akira Kurosawa supone la mejor adaptación al cine
del Macbeth de William Shakespeare.
El director nipón traslada la acción de la obra original al Japón feudal previo a la era
Tokugawa, donde los señores de la guerra rivalizaban entre sí por la conquista
del poder. La película reflexiona sobre temas como el implacable curso del
destino, la ambición desmedida, lo efímero de la existencia o la traición,
ejemplificando la universalidad del texto shakesperiano y del arte de Kurosawa.
Trono de sangre
se abre con una sucesión de planos envueltos en niebla en los que se muestran
las ruinas de lo que fue el Castillo de las Telarañas. Lo que vemos es un
paisaje volcánico, cuasi lunar, donde sólo tienen cabida la ceniza, el viento y
la espesa bruma. No queda ni el más mínimo rastro de vida. Todo parece haber
desaparecido. El tiempo retrocede, y tras la progresiva retirada de la niebla,
se advierten, ahora sí, los contornos del imponente y "resucitado" castillo, que
se ubica en la parte alta de una colina. Lord Tsuzuki (Takamaru Sasaki), señor
del mismo, recibe noticias de una rebelión que pone en peligro su soberanía. La
llegada a caballo de sucesivos mensajeros lo tranquilizan, puesto que el
levantamiento está siendo abortado por los fieles capitanes Washizu y Miki. Su
valiente acción merece ser recompensada, por lo que ambos son invitados al castillo de
su señor. Para llegar hasta allí, Washizu y Miki deben atravesar el laberíntico
Bosque de las Telarañas, tarea nada fácil. Y mucho menos si llueve y hay
tormenta. Una risa burlona resuena en el bosque. Los samuráis se enfrentan con
fiereza al hechizo que les impide encontrar la salida. En una zona enmarañada
por los árboles, los dos guerreros se topan con un espíritu maligno encarnado
en una vieja mujer. La anciana profetiza que Washizu se convertirá primero en
señor de la Mansión del Norte, y, después, en señor del Castillo de las Telarañas.
Sin embargo, su gloria será efímera, ya que lo sucederá el hijo de Miki. Dicho
esto, el espíritu desaparece. Los samuráis, contrariados tras lo visto y oído,
prosiguen su camino. Con el paso del tiempo, la profecía va cumpliéndose punto
por punto, gracias, eso sí, a la ayuda de la espectral Lady Asaji (Isuzu
Yamada), esposa de Washizu, la cual manipula a su marido incitándolo a cometer
los crímenes necesarios para la consecución y posterior mantenimiento del
poder.
En
Kumonosu-jô, Kurosawa se inspira en
el Teatro Noh para su puesta en escena, especialmente en interiores. Si la
comparamos con su anterior película de samuráis, la legendaria Los siete samuráis (Shichinin no Samurai, 1954), Trono
de sangre posee un ritmo más pausado, eludiendo las escenas de acción y
abundando en planos de mayor duración. Toshirô Mifune e Isuzu Yamada realizan
un trabajo excepcional bajo la dirección maestra del autor de Rashomon.
No
se puede concluir un comentario acerca de esta magistral cinta (mi favorita del
director) sin hacer alusión a su apoteósico final, en el que Washizu, aterrado
ante el avance del Bosque de las Telarañas hacia su castillo, muere asesinado
por una lluvia de flechas lanzadas por sus propios hombres.
Para mí, una de las mejores películas de la historia del cine. Soberbia.
David
(David Naughton) y Jack (Griffin Dunne) son dos jóvenes mochileros norteamericanos que recorren Inglaterra. Una noche, en una apartada zona rural,
sufren el brutal ataque de un hombre lobo, lo que cambia por completo el rumbo
de sus vidas.
Reconozco
que An American Werewolf in London,
de John Landis, también autor del guión, fue una de esas películas que marcaron
mi infancia, mi amor por el cine; de modo que, tal vez, y sólo tal vez, no sea
del todo objetivo a la hora de hablar sobre ella. Desde que la descubriera a
finales de los años ochenta o principios de los noventa, no recuerdo bien, la
he visto un montón de veces, en diferentes formatos (VHS, DVD, Blu-ray) y
etapas de mi vida, volviendo a ella de tanto en tanto para corroborar que se
mantiene tan fresca, gamberra y terrorífica como el primer día. Creo que su
principal virtud radica en que supera con creces la paradoja sobre la que se sostiene
todo su metraje. Y es que, si por un lado juega a burlarse de los clichés de
los filmes clásicos de licántropos, como el protagonizado por Lon Chaney Jr.
para la Universal en 1941 (The Wolf Man,
George Waggner); por el otro, no deja de ser una cinta puramente de hombres
lobo, con todos esos mismos elementos tópicos que parodia, en lo que supone una
brillante contradicción. Pocas críticas le fueron favorables en la época de su
estreno: “Demasiado divertida para dar
miedo”, decían unos; “demasiado
terrorífica para resultar divertida”, apuntaban otros. Ninguno entendía
que, precisamente, era esa mezcla de comedia y terror (bastante equilibrada a
mi entender) lo que constituía el sello original del filme. Para que se me
entienda, pongo como ejemplo dos secuencias, una efecto de la otra, que
ilustran a la perfección lo que trato de decir. La primera de ellas muestra la
sucesión de asesinatos que el hombre lobo comete en el transcurso de una noche,
destacando la escalofriante escena que se desarrolla en el metro de Londres. Puro
terror. La segunda, por su parte, tiene lugar en el interior de un cine porno,
donde David mantiene un divertidísimo diálogo con su amigo Jack, convertido en
zombi desde el ataque de la bestia en los primeros minutos de la película, y
con sus víctimas de la noche previa, también muertos vivientes, que intentan
convencerlo para que se suicide y ponga fin a la maldición que lo transforma en
hombre lobo las noches de luna llena. Pura comedia negra. Miedo
y risas, eso es Un hombre lobo americano
en Londres. Su momento cumbre, no cabe duda, es la dolorosa metamorfosis
que sufre David en casa de Alex (Jenny Agutter), la enfermera que lo cuida en
el hospital y se enamora de él, mientras suena de fondo el Blue Moon de Sam Cooke. Gracias a las manos maestras del especialista
en maquillaje Rick Baker, continúa siendo la transformación más impresionante
de la historia del cine.
Una
última recomendación: si la ven, no se acerquen a los páramos. Ah, y tengan cuidado
con la luna…
“La
confianza es algo difícil de encontrar en estos días. ¿Sabes qué? ¿Por qué no
confías en el Señor?”
La
Antártida, invierno de 1982. Los miembros de una estación científica
estadounidense, entre los que se encuentra el piloto de helicópteros R.J.
MacReady (Kurt Russell), descubren un extraño organismo de origen
extraterrestre capaz de asimilar la forma de cualquier ser vivo.
Esta
adaptación del relato Who Goes There?
(1948), de John W. Campbell, que ya había sido llevado a la gran pantalla en
1951 por Christian Niby y Howard Hawks (este último sin acreditar como director)
en El enigma de otro mundo (The Thing From Another World),
constituye uno de los trabajos más redondos (quizá el mejor) del cineasta neoyorquino
John Carpenter. Su logradísima mezcla de terror, suspense y ciencia-ficción,
continúa siendo todo un referente dentro del género fantástico. Una obra de auténtico
culto.
La
cinta cuenta con un primer tercio magistral, donde el espectador se ve envuelto en una inquietante y gélida atmósfera de horror. El registro del
arrasado campamento noruego por parte de MacReady y el doctor Copper (Richard
Dysart) resulta, por ejemplo, verdaderamente escalofriante. Y ya no hablo de la
primera erupción de la monstruosa criatura (esta película no es apta para
estómagos débiles) en la perrera: para echarse a temblar. Hecha la
presentación, como digo, de manera soberbia, tanto del contexto como de los
personajes y el misterio (existe un organismo extraterrestre que ha permanecido
congelado durante cientos de miles de años que es capaz de emular la forma de
cualquier ser vivo mediante la absorción del mismo), Carpenter y su guionista,
Bill Lancaster (hijo del mítico actor), se centran en la tensa y desconfiada relación
que se establece entre los distintos miembros de la estación (todos hombres), ubicados en un
marco aislado a la vez que claustrofóbico. Porque si “esa cosa” posee la
capacidad de asumir, de un modo idéntico, cualquier forma de vida, incluida la
humana, ¿cómo puede estar uno seguro de que el compañero que tiene a su lado es
quien cree que es y no un monstruo cósmico? En cierto modo, bajo su envoltura
de género, The Thing funciona como
alegoría de la falta de confianza que impera en las relaciones humanas de
nuestro tiempo.
El
impecable diseño producción y los extraordinarios efectos de maquillaje del
especialista Rob Bottin, los cuales han envejecido bastante bien en opinión que
quien suscribe estas líneas, son otros de los aspectos más sobresalientes de la
película, cuya inquietante banda sonora fue compuesta por el gran Ennio
Morricone con la colaboración, a base de sintetizadores, del propio Carpenter.
Lo
dicho, una joya del terror moderno. De visión obligada.
Ha
transcurrido media hora de metraje y Alexandre Desplat aparece en un par de
ocasiones puntuales y breves, silencioso, cauto y como agazapado ante el
potencial que pronto va a desarrollar, eso sí, de un ritmo, casi me atrevería a
decir, aterciopeladamente dramático. El inicio compositivo de esta obra se fija
fundamentalmente en el proceso intelectual que va siguiendo la protagonista
femenina del filme. Arpegios muy extensos, poco ‘’visibles’’ y fundamentados en
sonidos electrónicos de graves, ante todo de bajos electrónicos. Podemos
percibir a los violonchelos de la orquesta, por primera vez y de forma
intencionada, cuando el personaje interpretado por la actriz Jessica Chastain
ve cómo sus investigaciones son fríamente rechazadas por un superior. Comienza
la duda, el verdadero trabajo: suenan las cuerdas graves y el espectador es
ligeramente advertido. Desplat describe el devenir psicológico de Maya
(Chastain), sus inquietudes y problemas, las desazones y las idas y venidas que
su estudio inteligente sobre el caso Osama bin Laden irá sufriendo. La trama
avanza de una forma progresiva y tranquila, pensada y con un desarrollo
narrativo notable. El músico no se inmiscuye y limita su función, de forma
acertada, a ligeros apoyos, descripciones sencillas y toques sutiles al estado
de la protagonista. Un uso muy acotado de la instrumentación étnica, sin
excesos, con la aparición del duduk en instantes puntuales.
‘’…Y
luego voy a matar a Bin Laden’’. Superada la hora de metraje; superada la
tragedia de uno de los atentados que afecta directamente a Maya. Momento de
inflexión en la historia e instante importante, también de marcado cambio, en
la música (sobre todo en intención y menos en estilo, que irá ascendiendo en
intensidad gradualmente pero sin excederse, siempre con reservas). Desplat
parece levantar el rostro, hasta ahora oculto y con tímida expresión. Se trata de una pequeña secuencia. La música
avisa y recuerda que ahí está, reforzando su siempre función de vital
importancia.
Alcanzada
la hora y media de duración, la evolución interna (sensaciones y percepciones) del
espectador está siendo manejada ya con absoluta maestría y discreción por
Kathryn Bigelow, directora del filme y que con igual astucia cinematográfica ha
planteado el ámbito musical, ejecutado brillantemente por el compositor
francés. Pocas veces la progresión contenido-música es de una unión tan fuerte.
No resulta nada fácil controlar el pulso armónico en un argumento como el que
se plantea. La progresión de la partitura es asombrosa, apenas perceptible si
no te sumerges propiamente en su estudio y de pronto, sin quererlo, sin oír,
sin ser consciente, sin saber siquiera si hay música o no, te encuentras en
mitad del crecimiento en intensidad del desarrollo siendo tú uno de sus
protagonistas. Pero lo admirable radica en el mantenimiento de esa evolución musical,
incluso secuencial, en un plano limitado en el que nunca se podrá llegar a la
euforia (ni aún en el conocido desenlace). Una progresión que no para y que no
llega al éxtasis fácil, realmente, es muy complicada de conseguir.
A
las dos horas aparece por fin un pequeño matiz de agudos, en este caso las
violas, ya que el compositor, manteniendo el carácter oscuro de su obra, optó
por retirar los violines y trabajar con las secciones más graves; hasta el
momento, la orquesta basaba su ejecución en dichas secciones y Desplat acudía a
los arpegios sintetizados a base de bajo electrónico y piezas solventes.
Termina la parte de inteligencia. Se inicia la acción. Interesante motivo, el
de las violas, para señalar este detalle importante. De nuevo una pieza de
corta duración. El artista nos presenta un cambio influyente y calla. A los
pocos minutos vuelan los helicópteros. La tensión es máxima; aquí, más que
nunca, un detalle de alcance en la banda sonora de la película nos llama la
atención. Ya comentado, Desplat pausa todo inteligentemente, hasta el fervor
por lo que se investiga, por lo que llega, por los maltratos, por la acción
misma. Démonos cuenta del ambiente general del filme: una investigación secreta
en todo sentido. Nada puede ser alterado, ni visto, ni escrutado por otros, ni
descubierto, ni intuido. La música está, siempre, a un volumen más bajo de lo
normal. Fíjate en el curioso pero estudiado detalle. Un tempo controlado y un
volumen milimétricamente adherido a las secuencias por debajo del umbral
habitual.
El
esperado suceso final guarda el equilibrio conjunto concebido, no podía ser de
otra manera. La música aparece mínimamente y en forma de efecto mantenido y no
varía su función descriptiva. La escena resulta tan tremendamente realista que
lo que ocurre no necesita de más. Desplat aparece al final, conseguido el
objetivo y calmada la situación. Inicia entonces el tema que concluirá el
score, sencillamente hermoso, tendente a sus siempre minimalistas composiciones
románticas pero inevitablemente unido a la sensación por la que se opta en esta
partitura.
Alexandre Desplat.
Un
último apunte. Es muy necesaria la escucha aislada de esta banda sonora para
llegar a captar el sentido profundo y final que llega a tener en la historia.
Minimalismo electrónico sin duda alguna, complejo para el oído, difícil de
calificar de agradable y que, basando su equilibrio en una sentimiento de total
oscuridad, adquiere en tal circunstancia de aislamiento mayor valor artístico
al captar de forma clara la compleja composición que oculta cuando la
escuchamos entre efectos de sonido, a un nivel muy estudiado de volumen y entre
tanto suceso llamativo.
Concluyendo,
una obra sobresaliente del genio francés en la que se desenvuelve con maestría
en un ámbito más de apoyo que de lucimiento a nivel compositivo, aunque lo
tenga. La sencillez minimalista del conjunto y el saber mantener su lugar como
nadie le otorga una valoración muy alta y convierte a Zero Dark Thirty en
una composición a tener muy presente en su variada colección de obras de arte.
“¿No
lo oyes? Sí, yo lo oigo y lo he oído. Mucho, mucho, mucho tiempo… muchos
minutos, muchas horas, muchos días lo he oído, pero no me atrevía… ¡Ah,
compadéceme, mísero de mí, desventurado! ¡No me atrevía… no me atrevía a
hablar! ¡La encerramos viva en la tumba!”
(La caída de la casa Usher, Edgar Allan
Poe)
Siglo
XIX. El apuesto Philip Winthrop (Mark Damon) llega a la mansión Usher, ubicada
en una región de vegetación desolada, en busca de su prometida Madeleine (Myrna
Fahey), a la que conoció tiempo atrás en la ciudad de Boston. Sin embargo, allí
se topa con la oposición de Roderick Usher (Vincent Price), el hermano mayor de
Madeleine, quien alega que la joven padece una extraña enfermedad que le
causará una temprana muerte.
House of Usher
supuso la primera de las adaptaciones libres que Roger Corman hizo de los
cuentos de Edgar Allan Poe; y, bajo mi punto de vista, es la que plasma de
manera más convincente el espíritu de la obra del autor de Boston,
constituyendo una notable muestra de cine gótico ensalzada por la genial
interpretación de Vincent Price. El filme, con guión de Richard Matheson,
responsable de novelas como Soy leyenda
(I Am Legend, 1954,) o El hombre menguante (The Shrinking Man, 1956), contó con un
presupuesto irrisorio de unos doscientos setenta mil dólares, y se rodó en
apenas un par de semanas.
La
cinta, filmada a color y en formato CinemaScope, anticipa algunas de las
constantes que definirán al resto de la serie: locura, caracteres atormentados,
atmósferas malsanas, escenografías neblinosas, secuencias oníricas de
concepción psicodélica, extrañas afecciones nerviosas, lóbregas estancias, criptas,
pasadizos secretos… todo lo que cabe entre la pluma de Edgar Allan Poe y la de H.
P. Lovecraft. Sobresale, por encima de lo demás, la composición del personaje
de Roderick Usher (impresionante Vincent Price): un tipo enfermizo, excéntrico,
de espíritu lánguido, frágil a la par que siniestro, aficionado a la pintura y
a tocar el laúd. Memorable resulta esa escena en la que muestra a su invitado
la galería de retratos de sus antepasados, haciendo hincapié en las “bondades”
de cada uno de ellos (asesinos, contrabandistas, drogadictos, prostitutas, etc).
Junto a ella, destacan otras como la llegada de Philip a una casa que parece
gozar de vida propia (en realidad se trata de un personaje más), la de la
pesadilla o el escalofriante tramo final del metraje.
Una
gozada, en definitiva, para los amantes de lo gótico en su vertiente más
puramente literaria y cinematográfica.
“Esa
necesidad de olvidar su yo en la carne extraña, es lo que el hombre llama
noblemente necesidad de amar”.
(Charles
Baudelaire)
Adam
(Tom Hiddleston) es un vampiro residente en Detroit que se dedica a la música
rock de forma anónima. Llevar varios siglos viviendo entre zombis (así denomina
él a los seres humanos, de los que no tiene demasiado buen concepto), lo ha sumido
en un estado crónico de languidez emocional. Es por ello que Eve (Tilda
Swinton), también vampira y su amante de siempre, decide hacerle una visita
desde la lejana Tánger.
El
cineasta estadounidense Jim Jarmusch (Extraños
en el paraíso, Bajo el peso de la ley,
Dead Man) vuelve a dar lo mejor de sí
en este delicioso relato noctívago mezcla de drama romántico, comedia negra y
lamento existencialista con fuertes resonancias literarias. Only Lovers Left Alive fue presentada,
casi a hurtadillas, durante el Festival de Cannes de 2013, donde no se le hizo
ningún caso. Sin embargo, tras su limitadísimo estreno en salas comerciales,
estoy convencido de que, con el tiempo, acabará convertida, al igual que los
trabajos más importantes de su autor, en una obra de culto.
“Cuando separas una
partícula entrelazada, y alejas ambas partes, una de la otra, incluso en lados
opuestos del universo, si alteras o afectas una, la otra será afectada o
alterada de manera idéntica”. Esta explicación más
o menos de andar por casa acerca del entrelazamiento cuántico o “acción
fantasmal a distancia”, tal y como la denominaba Albert Einstein dado su
carácter fantasmagórico, es contada por Adam a Eve al final de la película, e
ilustra perfectamente la relación existente entre ambos. En consecuencia, no es
casual el arranque del filme, en el que Jarmusch hace uso del montaje en
paralelo para “entrelazar” las vidas de Adam y Eve, que viven a miles de kilómetros
de distancia el uno del otro. Adam lo hace en un apartado caserón ubicado en la
desolada urbe de Detroit. Allí compone música de manera anónima, puesto que no
quiere ser conocido (ser famoso no sería lo más apropiado para un vampiro). Sus
contactos con el exterior se limitan a Ian (Anton Yelchin), un “zombi” legal
que le consigue todo lo que quiere (desde reliquias del rock, como guitarras
eléctricas, hasta balas de madera con las que traspasarse el corazón), y al
doctor Watson (Jeffrey Wright), que le suministra las bolsas de sangre con las que se alimenta
(eso de morder cuellos pertenece a otra época). Eve, por su parte, vive en la
exótica Tánger, cerca de su amigo íntimo Christopher Marlowe (John Hurt), el
dramaturgo inglés del siglo XVI al que muchos consideran el verdadero autor de
las obras atribuidas en la actualidad a William Shakespeare, y que resulta ser también
un vampiro. Debido al malestar existencial que sacude a Adam, un romántico
anticuado con quien Eve se comunica a través de la cámara de su iPhone, ésta opta por viajar a Detroit y
reencontrarse con él. Todo marchará bien hasta la aparición de Ava (Mia
Wasikowska), la traviesa hermana menor de Eve (vampira, por supuesto), cuyas
trastadas no tardarán en cambiar el rumbo de los acontecimientos.
Sólo los amantes
sobreviven es una cinta hipnótica, de estilizada forma y
crepuscular fondo, en la que sus dos intérpretes principales realizan un trabajo
excelente, y en donde el autor de Extraños en el paraíso demuestra,
nuevamente, una enorme capacidad para dotar a sus tramas de atmósfera y
envoltura musical (la banda sonora corre a cargo del grupo SQÜRL, del que el
propio Jarmusch forma parte).
En
conclusión, de lo mejorcito que veremos este año en una pantalla de cine. No se
la pierdan.
En la lista sólo aparecen aquellos directores que han obtenido más de diez puntos en las votaciones. Los empates se han resuelto en favor de los cineastas que fueron votados por un mayor número de lectores. Gracias a todos por participar.