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El último de los injustos (Le dernier des injustes, 2013) de Claude Lanzmann.

“Al igual que Sherezade, yo sobreviví porque tenía que contar un cuento. Tenía que contar el cuento del paraíso de los judíos, Theresienstadt. Imaginaron que contaría que existía un gueto en el que los judíos vivían como en el paraíso, donde vivían bien. Y me retuvieron para que contara ese cuento”.
(Benjamin Murmelstein)

Película documental centrada en la figura de Benjamin Murmelstein, quien fuera el último Presidente del Consejo Judío de Theresienstadt, un campo de concentración ubicado en la antigua Checoslovaquia, unos sesenta kilómetros al norte de Praga, que fue vendido por la propaganda nazi como un gueto modélico: la ciudad que Hitler “regaló” a los judíos.


Claude Lanzmann, autor de la imprescindible Shoah (1985), vuelve a legar un documento histórico único con Le dernier des injustes, filme documental cercano a las cuatro horas de duración, donde el testimonio del controvertido Benjamin Murmelstein, el único Presidente de un Consejo Judío o Judenrat que sobrevivió al Holocausto, sirve para ilustrar el proceso evolutivo que siguió el Endlösung (la “solución final” o intento de exterminio de la población judía de Europa por parte de los nazis), desde sus orígenes hasta su puesta en marcha en campos de concentración como los de Theresienstadt o Auswitch; para poner en tela de juicio la teoría de “la banalidad del mal”, acuñada por la filósofa política alemana Hannah Arendt en su libro Eichmann en Jerusalén en torno al juicio celebrado en Israel en 1961 contra el Teniente Coronel de las SS Adolf Eichmann; y para reflexionar acerca de la sutil diferencia existente entre los mártires y los santos: “Todos los santos son mártires, pero no todos los mártires son santos”. El elemento central del filme son las entrevistas que Lanzmann realizó a Murmelstein en Roma en 1975. En ellas, éste, que ya contaba con setenta años de edad, se muestra como un individuo fascinante dotado de un gran poder de elocuencia y de una memoria extraordinaria para los detalles. Las entrevistas se van alternando con filmaciones de los lugares reales donde transcurrieron los hechos de los que se habla (Viena, Praga, Theresienstadt…), siendo el propio Lanzmann quien, con su voz y presencia, guía al espectador a través de la barbarie cometida por los nazis. El director también utiliza fotografías de la época, lecturas de textos, dibujos realizados por los judíos checos prisioneros del campo de concentración, y material de propaganda del Tercer Reich (una película en la que se vende a Theresienstadt como si fuese un lugar idílico y de reposo para los judíos). La narración se cuece a fuego lento (destacan los planos de larga duración en los que un envejecido Lanzmann se mueve con dificultad por los lugares que han sido descritos), lo que unido a lo extenso del metraje, puede hacer huir a más de uno. Los valientes, en cambio, encontrarán en esta densa y monumental obra, un trabajo cinematográfico de primer orden que invita a un profundo replanteamiento histórico. Imprescindible.


El gran hotel Budapest (The Grand Budapest Hotel, 2014) de Wes Anderson.

“Su mundo había desaparecido mucho antes de que él llegara”.

En la Europa de entreguerras, el joven Zero Moustafa (Tony Revolori) comienza a trabajar como mozo de portería en el famoso Hotel Budapest, donde entra al servicio de Gustave H. (Ralph Fiennes), un mítico conserje. Pronto se establece entre ambos una gran amistad.


Vaya por delante que no siento demasiado afecto por el cine de Wes Anderson, realizador del que valoro su singularidad, pero con el que me cuesta congeniar dado el carácter marcadamente extravagante y artificial de sus trabajos. Dicho esto, tengo que reconocer que su nueva película, The Grand Budapest Hotel, Gran Premio del Jurado en el pasado Festival de Berlín, me ha parecido encantadora de principio a fin. Eso sí, no puedo dejar de lamentar que su director, un niño grande, ponga tanta creatividad visual al servicio de contenidos tan livianos y poco sustanciosos como el que nos ocupa. Pero bueno, al fin y a al cabo ese es su estilo.


El filme, inspirado en las obras del literato austríaco Stefan Zweig, de las que hereda su mirada nostálgica hacia un mundo ya desaparecido, destaca por su riqueza narrativa. En él, pueden distinguirse hasta cuatro capas temporales. La primera de ellas, la menos relevante, y que sirve de prólogo y epílogo a la cinta, se ubica en la actualidad. Una adolescente que tiene entre sus manos un ejemplar de “El gran hotel Budapest”, parece rendir homenaje al autor del libro deteniéndose ante su busto en medio de un paisaje nevado. Retrocedemos entonces a 1985, donde el propio escritor (Tom Wilkinson) se dirige directamente a la cámara para hacernos viajar hasta 1968, fecha en la que él mismo (interpretado ahora por Jude Law) se hospedó durante unos días en el Hotel Budapest. En esa época conoce al señor Moustafa (F. Murray Abraham), dueño del hotel, quien, a su vez, le relata lo sucedido tiempo atrás, en 1932, cuando comenzó a trabajar como mozo de portería al servicio de monsieur Gustave. Es en este estrato temporal más antiguo donde se desarrolla casi toda la película, viéndose interrumpido de manera puntual por la conversación que mantienen Moustafa y el escritor en el transcurso de una cena. El gran hotel Budapest es una comedia disparatada con intriga criminal de por medio. El asesinato de Madame D. (Tilda Swinton), anciana amante de Gustave H., desencadena el enfrentamiento entre sus herederos, encabezados por el malvado Dmitri (Adrien Brody), y el conserje, dado que éste hereda un valioso cuadro. A partir de ahí tienen lugar situaciones de lo más absurdas y variopintas, (la estancia en prisión de Gustave H. no tiene desperdicio) dando lugar a un tour de force repleto de carcajadas. Anderson imprime un gran ritmo a la narración, luciéndose tras las cámaras con sus habituales travellings laterales y barridos. Incluso se permite algún que otro homenaje cinéfilo, como el que brinda a Cortina rasgada (Torn Curtain, 1966), de Alfred Hitchcock, en la secuencia de la persecución en el museo.


Además del delicioso y colorista diseño de producción que remite a una gigantesca casa de muñecas, es preciso resaltar, asimismo, tanto la banda sonora de Alexandre Desplat (uno de los mejores compositores del cine actual), como la gran labor desempeñada por el abundante y florido reparto (ojo al papel de matón siniestro de Willem Dafoe).

Como decía al principio, una lástima que toda esa maravillosa imaginería no se vea acompañada de una mayor hondura en el tratamiento de temas y personajes. Qué le vamos a hacer, Wes Anderson es así. Lo tomas o lo dejas. Su mejor película en cualquier caso.


Il divo (Il divo: La spettacolare vita di Giulio, 2008) de Paolo Sorrentino.

“No creo en el azar, creo en la voluntad de Dios”.

Se narra el último tramo de la vida política del controvertido Giulio Andreotti (Toni Servillo), miembro del Partido Demócrata Cristiano nombrado hasta en siete ocasiones Presidente del Consejo de Ministros de Italia, cuando se vio involucrado en un proceso judicial acusado por diversos casos de corrupción y por colaborar con la mafia.


Il divo constituye el oscuro e irónico retrato de una de las figuras más relevantes de la política italiana durante la segunda mitad del siglo XX. El Giulio Andreotti creado por Paolo Sorrentino, también autor del guión, e interpretado por Toni Servillo, Premio del cine europeo al Mejor actor, es una suerte de conde Orlock (Nosferatu, 1922) por su aspecto lánguido, siniestro y encorvado, cuya alargada sombra recorre y se extiende, no ya a través de las decadentes estancias de un castillo ubicado en Transilvania, sino por cada uno de los pasillos, salas y rincones de los edificios detentores del poder político en el país italiano. La película obtuvo el Premio del Jurado en la edición del Festival de Cannes de 2008.

Visualmente es un gozo, como casi cualquier trabajo del autor de La grande belleza, pero desde el punto de vista narrativo cae en cierta fragosidad dada la abundancia de nombres de políticos, magistrados y mafiosos que el espectador ajeno a la realidad italiana de la época no tiene por qué conocer. Se hubiese agradecido, por tanto, una mayor simplificación de los acontecimientos expuestos. Algo que, estando bien hecho, no tendría que haber repercutido de manera negativa en la buscada complejidad del filme. A veces, en el cine actual, se tiende a pensar en lo farragoso como sinónimo de complejo, y no es así, ni mucho menos. De todos modos, pese a sus baches y sesgos narrativos, el retrato que Sorrentino hace de su maquiavélico protagonista no deja de resultar siempre fascinante. Con un montaje brillantísimo, una puesta en escena barroca y una cámara envolvente que no se detiene un instante, la película se adentra en los secretos y contradicciones de un personaje tan oscuro como gigantesco. Toni Servillo se muestra fantástico e irreconocible bajo su guiñolesco maquillaje. Sorprende la capacidad camaleónica de este actor para meterse en la piel de personajes tan dispares.


Y luego está el uso de la música, genial en mi opinión, combinándose la banda sonora original de Teho Teardo con éxitos comerciales y exquisitas piezas clásicas. En ese sentido, me quedo con la escena del paseo nocturno de Andreotti por las calles de Roma, acompañado de su abundante escolta y de las notas de la Pavana de Gabriel Fauré.


No habrá paz para los malvados (2011), de Enrique Urbizu.

“Rock and roll”

Una noche, el inspector de policía Santos Trinidad (José Coronado), antes de regresar a casa y estando borracho, se ve involucrado en un triple asesinato del que un testigo consigue escapar. Desde ese momento, inicia la búsqueda del mismo. Sin embargo, lo que Santos no puede ni tan siquiera imaginar, es que sus investigaciones lo conducirán a otro asunto mucho más peligroso y relevante de lo esperado.


Eficaz thriller negro ganador de seis Premios Goya, incluyendo los de Mejor película, Mejor director y Mejor actor principal, donde se dan cita la corrupción policial, el tráfico de drogas y el yihadismo islámico. Lo más destacado de la cinta, de desarrollo poco inventivo, convencional, es la interpretación de su protagonista, amén de una irónica paradoja final que convierte al mayor de los hijos de puta en todo un héroe nacional.


Tras la matanza inicial en el club nocturno (¡qué mal beber tienen algunos!), el filme se estructura en dos tramas que transcurren paralelas y terminan confluyendo: por un lado, el personaje de José Coronado busca al único testigo que puede involucrarlo en el asesinato de los tres colombianos; por el otro, la cariestreñida jueza Chacón (Helena Miquel) y el inspector de policía Leiva (Juanjo Artero), investigan dicho crimen y tratan de dar con el culpable. Urbizu, artesano experto en el género (La caja 507), sabe imprimir ritmo y vigor narrativo a su película, que, todo sea dicho, engancha desde los primeros minutos. Dirige de manera impecable y capta bien los ambientes sórdidos de la noche madrileña. No obstante, no consigue dotar de entidad a sus personajes, más allá de algunas pinceladas referentes a la personalidad y los hábitos de vida del protagonista (solitario, huraño, violento, alcohólico). La figura de Santos Trinidad, antihéroe urbano compuesto a base de clichés del género, no encuentra contrapeso en el relato, por lo que su interés decae siempre que el susodicho no aparece en pantalla. Luego está el trasfondo del terrorismo islámico (el ceutí y su banda), muy actual, pero que parece metido con calzador.


Una buena película, en definitiva, que supera sus limitaciones de guión gracias a una gran dirección de actores y a algo nada desdeñable como es el simple entretenimiento. Recomendable.


Las diez mejores películas de los años cincuenta (lista revisada)*.


El séptimo sello (Det sjunde inseglet, 1957), de Ingmar Bergman.



Francisco, juglar de Dios (Francesco, giullare di Dio, 1950), de Roberto Rossellini.



Madame de... (ídem, 1953), de Max Ophüls.



Nazarín (ídem, 1959), de Luis Buñuel.



Cuentos de la luna pálida (Ugetsu monogatari, 1953), de Kenji Mizoguchi.



Vértigo. De entre los muertos (Vertigo, 1958), de Alfred Hitchcock.



Cuentos de Tokio (Tôkyô monogatari, 1953), de Yasujirô Ozu.



Fresas salvajes (Smultronstället, 1957), Ingmar Bergman.



Ordet (La palabra) (Ordet, 1955), de Carl Theodor Dreyer.



Trono de sangre (Kumonosu-jô, 1957), de Akira Kurosawa.

*Los títulos que integran la lista aparecen en orden aleatorio.

El abrazo de la muerte (Criss Cross, 1949) de Robert Siodmak.

“Lo que se considera ceguera del destino es en realidad miopía propia”.
(William Faulkner)

Tras pasar un año fuera, Steve Thompson (Burt Lancaster) regresa a su ciudad natal, Los Ángeles, donde espera volver a ver a su ex mujer, Anna (Yvonne De Carlo), de la que sigue enamorado y que ahora está casada con Slim Dundee (Dan Duryea), un peligroso matón.


Criss Cross constituye otro ejemplar ejercicio de cine negro por parte del realizador alemán Robert Siodmak (La escalera de caracol, Forajidos, A través del espejo), un auténtico maestro a la hora de plasmar ambientes expresionistas en relatos sobre la corruptible y retorcida condición humana. Como buen modelo del noir clásico, en El abrazo de la muerte no faltan ni las típicas figuras del pardillo de turno o la mujer fatal, ni, por supuesto, los recursos inherentes al género como la voz en off, el flashback o las atmósferas sombrías. Todo ello trufado, además, con intensas dosis de fatalismo romántico.


Los primeros quince minutos de la película son utilizados por Siodmak para agarrar al espectador por la solapa. Presenta a los personajes, pero no queda claro qué tipo de relación existe entre ellos, salvo el affaire que parecen mantener Steve y Anna. La banda de la que ambos forman parte, liderada por Slim Dundee, se dispone a asaltar un furgón blindado conducido por el propio Steve, quien trabaja para la empresa de seguridad encargada de su transporte. El mismo día del asalto, Steve, manos al volante, recuerda lo que le ha llevado a esa situación. Ahí comienza un extenso flashback donde se narra todo lo sucedido con anterioridad. Es entonces cuando sabemos de la obsesión de Steve por Anna, su ex esposa, a la que no pudo olvidar durante su año en el exilio. Ésta, ahora mujer del matón Slim Dundee (Dan Duryea interpreta nuevamente a un chuleta, como ya hiciera junto a Fritz Lang), lo terminará manipulando para que lleve a cabo actos impensables en un hombre honrado como él. Y mira que el bueno de Steve recibe sabios consejos, tanto de su madre como de un amigo policía, pero nada, el pobre diablo anda empecinado con la mala pécora. El poder del amor, que dirán algunos. O el de las posaderas de Yvonne De Carlo, que afirmarán otros. Sea cual fuere la verdadera causa, platónica o carnal, el caso es que nuestro protagonista se verá envuelto en un lío de mucho cuidado.


Siodmak imprime a su historia tensión narrativa, precisión, pero no evita que el interés de la trama decaiga un poco tras el flashback, lo que da lugar a un último tramo irregular y pesadillesco que se erige de nuevo con una magnífica resolución embargada de fatalidad.


Soundtracks: Drácula de Bram Stoker (1992) de Wojciech Kilar.

Por Antonio Miranda.

   
         ‘’Ha ocurrido algo…; desgraciadamente, el acontecimiento devastador que imaginé es realidad; alguien ha muerto’’.

            Tantas otras perversidades o desgracias podríamos imaginar escuchando esta barbarie dramática; cualquier pensamiento hostil y pesimista quedaría aplastado por la fuerza y el poder que Wojciech Kilar dio, en 1992, a esta composición absoluta, un dramatismo romántico que necesita ser escudriñado y estudiado y disfrutar de él.

Wojciech Kilar.

‘’Mi vida, en el mejor de los casos, es miseria’’. Un inicio ligeramente caótico y poco creíble al espectador es rescatado por esta gran sentencia del Conde, el gran prólogo literario y la música del compositor, que anuncia ya, desde el albor y con su magnífica marcha trágica, la figura apoteósica del protagonista. Estos comienzos titubeantes de la película quedan enmarcados por dicho prólogo y la escena de la fiesta de la alta sociedad a la que pertenece la novia deseada por el Conde. Ambos momentos son tratados por Kilar de forma brillante, el primero dejando claro lo que pretende y hasta dónde llega con la partitura y el segundo, sutil, ensoñador y lírico. Me detendré brevemente en él (es fácil percibir los matices y querencias del compositor en el resto de la película ya que resultan tan poderosos y directos que esto les hace visibles rápidamente); magnífico, toque maestro, una genialidad pensada dentro del lirismo y el barroco del filme y cuya mayor estampa artística y filosófica, personalmente, encuentro en esta escena (la de la fiesta). Manejada por el artista y su música, queriendo el director filmar esas imágenes al tiempo que dijera: ‘’vedlas, he ahí el farsante mundo real, poneos a su nivel y sed mortales, pero no conseguiréis nada haciéndolo; escuchad la música y sólo pensad en el verdadero mundo al que ella os lleva’’.  Ese mundo es el que Kilar refleja componiendo una música nada acorde con la imagen de esos minutos, una escena genialmente configurada por director y compositor en la que la música no refleja, en absoluto, lo que se ve, y sí lo que hay más allá: Drácula (cuyo semblante devastador aparece al final de la escena). Drácula no es un ser, ni un rostro ni un misterio; la composición para esta parte del metraje alcanzará el éxtasis incluyéndola de forma casi imposible, a ritmo distinto que el resto de notas, cuando Lucy, amiga de la novia deseada por el Conde, es vampirizada; Kilar empasta magistralmente la música creando tres bloques que suenan al tiempo y describen distintas cosas: la orquesta y los coros (idea filosófica del amor y la muerte), las trompas, con golpes secos y fuertes, trepidantes (Drácula) y la melodía usada en la escena de la fiesta (a ritmo desigual y reflejando cómo la idea de vida, aparecida en aquella fiesta,  es ahora conducida hasta la idea de muerte).


Drácula lo es, es muerte, delirio, romanticismo clásico y una concepción mortal de la vida. Kilar lo concibe memorablemente, golpeando y haciéndolo sin tapujos ni adornos extra-musicales que difuminen su poder como dador de muerte a través de la música. Es excepcional: a la media hora de metraje y tras describir y narrar como nadie la escena de las vampiresas tentando al huésped, Wojciech Kilar deja concebida la partitura y marca su eterna presencia en la música de cine con solamente tres escenas principales: el prólogo, la escena de la fiesta y esta última nombrada. Asombroso. Y aún estaba por llegar la romántica composición de los encuentros entre la novia y el Conde en los que llega a rozar los tranquilos ambientes herrmanianos, únicos en la música del séptimo arte (con este tema de amor se ejemplifica la sobresaliente capacidad narrativa del músico polaco; la escena en la que novia y Conde recuerdan y empiezan a desearse, incluso acariciarse, es inmediatamente seguida por el intento de huida del castillo del prometido de aquella. Ambas escenas son enlazadas hábilmente por el mismo tema musical, sin interrupciones, que se inicia en la primera y concluye en la segunda).


El último tercio de la película mantiene el ritmo narrativo de la obra pero, ante todo, basado en imágenes y argumento. La música va desapareciendo hasta llegar al fragmento más pobre de la composición: la persecución y llegada al castillo. Kilar describe de forma poco elaborada estos momentos y baja el umbral maestro de toda su obra de manera sorprendente.

En conclusión, un Requiem moderno como composición musical. Aquí tenemos un ejemplo, a mi entender, concebido para el arte del cine de manera inigualable e incrementado como obra absoluta, aislada y maestra escuchada fuera de la pantalla y asociando su idea como reflejo del carácter monstruoso, mortífero y romántico de Drácula.


   

Dallas Buyers Club (ídem, 2013) de Jean-Marc Vallée.

“A veces en la vida hay que saber luchar no sólo sin miedo, sino también sin esperanza”.
(Alessandro Pertini)

1985. Tras ser diagnosticado de sida, Ron Woodroof (Matthew McConaughey), un rudo vaquero texano, comienza a tomar AZT, el primer medicamento aprobado por la FDA (Administración de alimentos y medicamentos) para combatir la enfermedad. Al descubrir sus efectos perjudiciales, Ron decide buscar alternativas, lo que lo lleva a crear, con la ayuda de Rayon (Jared Leto), un travesti también infectado por el VIH, el “Club de compradores de Dallas”, desde donde suministra, de manera ilegal, otros medicamentos más efectivos no reconocidos por la FDA.  


Dallas Buyers Club, que se inspira en acontecimientos y personajes reales, no es un filme agradable de ver; de hecho, no se lo recomendaría a nadie. No es de ese tipo de películas de las que uno habla con sus amigos o compañeros de trabajo el día después de verla. Debe ser el espectador, por iniciativa propia, quien, en función de sus intereses e inquietudes, decida si dedica, o no, dos horas de su tiempo a esta historia sobre enfermos de sida que sólo quieren mejorar su calidad de vida, independientemente de lo poco o mucho que les quede por vivir.


Quizá parezca ya algo lejano, pero no hace tanto tiempo que esta maldita enfermedad causaba pavor entre la población mundial debido al desconocimiento que se tenía de la misma. “Es una enfermedad de maricones”, decían algunos. “Sólo la contraes si eres marica o yonqui”, afirmaban otros. Sin embargo, la cruda realidad demostraba que, día a día, la enfermedad se extendía sobre cualquier estrato de la sociedad. Daba igual que fueses hombre o mujer, homosexual o heterosexual, blanco o negro, rico o pobre, drogadicto o no drogadicto. El sida continuaba (y continúa, aunque en menor medida) propagándose por todos los rincones del planeta. Dallas Buyers Club refleja muy bien ese momento de incertidumbre social que siguió a los primeros casos famosos de la enfermedad, como el del actor Rock Hudson, que hizo público que la padecía el 30 de julio de 1985. Nuestro protagonista, Ron Woodroof, se muestra escéptico cuando se la diagnostican: ¿cómo voy a tener yo sida si soy un machote texano aficionado a los rodeos? ¡Eso es imposible! Más tarde, cuando busca información, se da cuenta de que, debido a sus nada saludables hábitos de vida (putero, alcohólico y drogadicto), se encontraba dentro del grupo de riesgo. ¡Mierda! A partir de ahí comienza su lucha por alargar y mejorar su existencia (en principio sólo le dan treinta días de vida), lo que lo terminará enfrentando con el estado y los intereses de las grandes farmacéuticas, a las que les preocupa más el negocio que la salud de sus pacientes. Se agradece que la cinta nunca caiga en el melodrama fácil, aunque se echa en falta una mayor profundización en los temas que aborda. Su desarrollo peca de esquemático y, hasta cierto punto, previsible. No obstante, el director sabe dotar al conjunto de un buen ritmo narrativo. Lo mejor, sin duda, son las interpretaciones de McConaughey y Leto (da grima sólo verlos), por las que obtuvieron el Óscar en las categorías de Mejor actor principal y Mejor actor de reparto respectivamente.


Una película estimable, pequeña y honesta. No pasará a la historia; pero, al menos, te hace reflexionar. Y eso, con el nivel del cine actual, ya es un punto importante a su favor.


Las diez mejores películas de los años treinta (lista revisada).*


M, el vampiro de Düsseldorf (M, 1931), de Fritz Lang.



Capricho imperial (The Scarlet Empress, 1934), de Josef von Sternberg.



Alexánder Nevsky (Aleksandr Nevskiy, 1938), de Sergei M. Eisenstein.



Historia del último crisantemo (Zangiku monogatari, 1939), de Kenji Mizoguchi.



Los violentos años veinte (The Roaring Twenties, 1939), de Raoul Walsh.



Luces de la ciudad (City Lights, 1931), de Charles Chaplin.



L´Atalante (ídem, 1934), de Jean Vigo.



Dejad paso al mañana (Make Way for Tomorrow, 1937), de Leo McCarey.



La reina Cristina de Suecia (Queen Christina, 1933), de Rouben Mamoulian.



La novia de Frankenstein (Bride of Frankenstein, 1935), de James Whale.

*Los títulos que integran la lista aparecen en orden aleatorio.