”Una vez te pregunté:
¿cuánto dura el mañana? Y me respondiste: La eternidad y un día”.
Un
escritor enfermo (Bruno Ganz) al que le queda poco tiempo de vida, conoce por
casualidad a un pequeño refugiado albano (Achileas Skevis) con quien establece
una bonita relación de amistad.
No
hay mayor misterio en la vida que el de la muerte. Enfrentarse con ella es un
acto que todos debemos emprender tarde o temprano. Ella nos arrebatará lo que
un día fuimos y nos impedirá ser lo que ya nunca seremos. Nada condiciona tanto
al ser humano como precipitarse hacia su propio final. Es curioso que sea con
su llegada cuando más sintamos la vida. Mirarla a la cara supone también
mirarnos a nosotros mismos. Saber lo que nunca haremos nos invita a reflexionar
sobre lo que hemos hecho. En esa tesitura se halla Alexandre, protagonista de Mia aioniotita kai mia mera, una de las
mejores películas de Theo Angelopoulos. Ganadora de la Palma de Oro de Cannes
en 1998.
Resulta
difícil encontrar a un director cuya escritura se asemeje tanto a las teorías
de espacio y tiempo de Henri Bergson como Theo Angelopoulos. En el autor de Paisaje en la niebla, al igual que en el
filósofo francés, la concepción del tiempo es unitaria. El pasado forma parte
del presente, y el ayer es tan real como el ahora. Con un simple movimiento de
cámara, el cineasta griego es capaz de
pasar de un siglo a otro con naturalidad, sin que ello parezca abrupto. Sus
transiciones temporales son sublimes y sutiles. En ese sentido, el filme que
nos ocupa quizá sea el que mejor ilustra lo expuesto. Hay una secuencia en la
que Alexandre escucha a su hija leer una carta escrita tiempo atrás por Anna (Isabelle
Renauld), su difunta esposa. Mientras lo hace sale a tomar el aire a la
terraza del edificio. De repente, ya no está en el piso de su hija, sino en la
casa junto a la playa donde se crió. El presente se ha convertido en pasado. Él
continúa siendo viejo, pero todo a su alrededor ha rejuvenecido. Las palabras
de su esposa han pasado del papel a su propia voz. Alexandre conversa con ella.
La finalización de la lectura de la carta por parte de su hija, pone fin al
recuerdo vivido. Alexandre vuelve al presente. Lo mismo ocurre en otras
ocasiones: el pasado penetra en el presente sin aviso.
Algo
similar sucede con la historia del poeta comprador de palabras que Alexandre va
narrando al niño albano durante la película: “Érase una vez un poeta en el siglo pasado. Un gran poeta. Era griego,
pero creció y vivió en Italia. Un día, supo que los griegos, entonces bajo el
yugo otomano, habían tomado las armas para reconquistar su libertad. Entonces
sintió despertarse en él su país perdido, sus años de infancia en la isla, el
rostro de su madre que siempre vivió allí. Ya no pudo descansar, caminaba,
deliraba. Cada noche, veía a su madre en sueños con su vestido blanco de novia
que le llamaba…”. En La eternidad y
un día el pasado no sólo se rememora; se hace realidad. Por ello no
sorprende ver al poeta, ataviado según la moda del siglo XIX, subir al mismo
autobús que el protagonista y su pequeño acompañante han tomado previamente. Alexandre
incluso se dirige a él; quiere encontrar las palabras que le faltan para
completar su obra inacabada. Aquellas que el mismo poeta compraba entre la
gente pobre para escribir sus versos en una lengua tristemente olvidada. Esa es su última
misión antes de partir hacia la otra orilla.
El
actor suizo Bruno Ganz ofrece una de las grandes interpretaciones de su carrera.
Junto a él destaca la ingenuidad de Achileas Skevis, uno de esos ángeles sin
hogar a los que la barbarie bélica ha obligado a emigrar a edad temprana. Los
dos conforman una de las parejas más singulares y entrañables de la historia
del cine europeo.
La
hermosa música de Eleni Karaindrou envuelve la sucesión de largos planos
secuencia que definen cualquier trabajo del cineasta griego. Una vez más, Angelopoulos
sienta cátedra con su medida puesta en escena.
Concluyo
señalando que la acción de la película se desarrolla en un solo día. El resto,
como ustedes pueden imaginar, es eternidad…