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El árbol de la vida (The Tree of Life, 2011) de Terrence Malick.

  
“¿Dónde estabas cuando cimenté la tierra?
Dilo, si tanto sabes y entiendes.
¿Sabes quién fijó sus medidas, o quién la midió a cordel?
¿Dónde se asientan sus bases?
¿Quién puso su piedra angular entre el vocerío de los luceros del alba y las aclamaciones de los Hijos de Dios?”.  Libro de Job 38: 4-7

Años 50. El filme narra la historia de la familia O´Brien, centrándose en Jack (Hunter McCracken/Sean Penn), el mayor de los tres hijos, quien se muestra desconcertado ante las distintas formas que tienen de ver el mundo su padre (Brad Pitt) y su madre (Jessica Chastain).

 
Terrence Malick ha escrito con su última obra, The Tree of Life, una de las páginas más gloriosas e inspiradas del cine contemporáneo. Habría que remontarse a películas como Sombras de antepasados olvidados (Tini zabutykh predkiv, 1964), de Sergei Paradjanov, o El espejo (Zerkalo, 1975), de Andrei Tarkovsky, para encontrar tales niveles de sublimación derivados de la unión entre poesía e imágenes.

Como todos los cineastas verdaderamente grandes (Malick lo es), el autor de El nuevo mundo ha alcanzado la cumbre de su arte a través de la depuración extrema de cada una de sus constantes narrativas, estilísticas y temáticas. El resultado es este apoteósico, trascendental y subyugante triunfo cinematográfico. Un filme en el que, desde una posición creacionista y abiertamente religiosa, Malick reflexiona acerca de los orígenes del universo, la evolución y el sentido de la propia vida o el más allá.

Para los que todo lo ven y juzgan desde la perspectiva de la narrativa convencional clásica, Malick descuida este aspecto en su último trabajo. Parece ser que no han visto, o comprendido, sus anteriores películas, ya que aún no se han percatado de que el director tejano siempre utiliza la narración elíptica. ¿Se imaginan a un crítico de arte despotricando contra el Guernica de Picasso por no atenerse a los principios espaciales de la perspectiva lineal renacentista? Pues más o menos es la misma estupidez (con perdón).



Pérdida, dolor y culpa.

La cinta se inicia con lo que debemos considerar una especie de prólogo introductorio a la historia. En él se nos presenta a la familia O´Brien mediante la alternancia de tres tiempos diferentes: pasado, pasado menos lejano y presente. El director transita de uno a otro sin previo aviso, lo que en un principio puede confundir al espectador. En realidad, los tres tiempos se funden en la memoria del protagonista: un ser atormentado y acuciado por sentimientos como la pérdida, el dolor y la culpa. La causa de tales sentimientos es la muerte de su hermano durante la adolescencia. Como veremos más adelante, toda la película estará encaminada hacia la comprensión y aceptación de esa muerte mediante un proceso de autoconocimiento espiritual.



Dios crea el universo.

Tras el prólogo asistimos a una sucesión de bellísimas e hipnóticas imágenes (las cuales embargaron de emoción y conmovieron a quien escribe estas líneas) sobre la creación del universo, la aparición y desarrollo de nuestro planeta, los orígenes de la vida en el fondo marino y los primeros pobladores de la tierra. Su inclusión no es gratuita ni arbitraria, como algunos han afirmado, sino esencial para comprender un relato que pretende recorrer toda la existencia, desde el principio hasta el final; desde Dios hasta Dios.







Retrato de la infancia, pérdida de la inocencia y búsqueda de Dios.

Volvemos de nuevo al seno de la familia O´Brien con el nacimiento de su primer hijo Jack. Ya al principio del filme, la voz en off de la madre había anunciado: “Hay dos caminos que puedes seguir en la vida: el de la naturaleza y el de la gracia. Debes decidir cuál de ellos vas a elegir”. A esta dicotomía debe enfrentarse el pequeño Jack desde que da sus primeros pasos en el jardín de la casa familiar. Su padre ejemplifica el primero de los caminos: el severo y práctico, el rígido y autoritario; mientras que su madre encarna al segundo: el amoroso y tierno, el dulce y protector. En esta parte de la película, la central y de mayor duración, Malick da muestras de su extraordinaria sensibilidad poética a la hora de filmar, consiguiendo el que quizá sea el más sabio y hermoso retrato que sobre la infancia nos ha ofrecido el cine. Junto a Jack y sus dos hermanos aprendemos a caminar, a articular las primeras palabras, a percibir el mundo con sus cosas buenas y malas, a amar, a odiar y, sobre todo, a emprender la búsqueda de la verdad (de Dios en realidad, de ahí esos planos panorámicos hacia arriba y los constantes contrapicados que pretenden encontrar respuestas en lo alto). Una verdad que el director ubica en el segundo de los caminos, en el que quizá sea el menos útil en esta vida, pero que no por ello deja de ser el más importante.



Visión del paraíso y aceptación de la voluntad divina.

Pero no sólo basta con encontrar a Dios, sino que también hay que aceptar su voluntad. A través de los recuerdos y la introspección, de la reflexión y la memoria, Jack la acepta, alcanzando así la paz interior. Malick plasma su estado con una minimalista visión del paraíso cristiano. El camino no ha finalizado, el camino no ha hecho sino comenzar…




Noches blancas (Le notti bianche, 1957) de Luchino Visconti.


Durante un paseo nocturno por las calles de una ciudad, Mario (Marcello Mastroianni), humilde oficinista que vive en una pensión, se topa con una joven que parece apesadumbrada (Maria Schell). Al acercarse a ella para darle ánimos, se inicia una relación especial entre ambos, por lo que deciden citarse a la noche siguiente en el mismo sitio.


Deliciosa adaptación por parte de Visconti de la novela corta que Fiódor Dostoievski publicó en 1848. Si en el original literario la acción se desarrollaba en San Petersburgo a lo largo de cuatro noches y una mañana, el filme la traslada a una pequeña ciudad italiana, reduciendo el número de noches a tres y prescindiendo de la mañana del día posterior.

La película se rodó de manera íntegra en estudios, lo que constituye una prueba evidente de que Visconti se encontraba cada vez más lejos (y más que se iría alejando) de los principios neorrealistas que había defendido en los comienzos de su carrera. Este hecho permitió a la estupenda fotografía en blanco y negro de Giuseppe Rotunno, conferirle a la cinta una atmósfera de evocadora y melancólica ensoñación. 


El gran Marcello Mastroianni y la dulce Maria Schell, fueron los encargados de interpretar (magníficamente por cierto) a los dos personajes principales de un relato que gravita en torno a temas como la soledad, la necesidad de amar y ser amados o el carácter efímero de la felicidad. También es digna de mención, la presencia en el reparto del mítico actor francés Jean Marais, que da vida al misterioso inquilino de quien Natalia se enamora locamente, y del que espera su regreso, cada día, en el mismo lugar.

Como no podía ser de otro modo, la dirección de Visconti resulta exquisita, destacando la sutilidad con la que, en determinados momentos del metraje, fusiona el pasado con el presente mediante el uso de los mismos espacios. Su trabajo fue merecidamente premiado en el Festival Internacional de Cine de Venecia con la otorgación del León de Plata.


El filme, que asimismo cuenta con una hermosa partitura de Nino Rota, está lleno de escenas para el recuerdo: el primer encuentro entre Mario y Natalia, la divertida y emotiva secuencia del baile y, sobre todo, su último tramo; tan bello y triste que uno no puede expresar con palabras las emociones que se sienten al contemplarlo.


La vía láctea (La voie lactée, 1969) de Luis Buñuel.


Pierre (Paul Frankeur) y Jean (Laurent Terzieff), son dos peregrinos franceses que se dirigen a la ciudad de Santiago de Compostela. Durante el trayecto se topan con todo tipo de personajes, muchos de ellos anacrónicos, que les pondrán en contacto con las diferentes herejías surgidas a lo largo de la historia del cristianismo.


Luis Buñuel, el ateo más profundamente religioso de la historia del cine, se había consolidado en Francia con trabajos como Diario de una camarera o Belle de jour. Ahora, con el apoyo del productor Serge Silberman y al alimón con Jean-Claude Carrière (su coguionista habitual durante la etapa francesa), le tocaba afrontar una obra mucho más personal: La voie lactée. 

Bajo su apariencia de comedia surrealista, La vía láctea esconde una honda, documentada y crítica reflexión acerca de algunos de los misterios más importantes de la fe católica (la Transubstanciación, la doble naturaleza de Cristo, el libre albedrío, la Trinidad, la Inmaculada concepción, la virginidad de María, los milagros marianos…); constituyendo un lúcido canto a la tolerancia religiosa.


Jesús, María, el obispo Prisciliano o el marqués de Sade son algunos de los personajes que aparecen en un relato que se salta las reglas del tiempo y el espacio, y que bebe tanto de Cervantes como de la obra de Jan Potocki El manuscrito encontrado en Zaragoza.

El viaje de los dos peregrinos, no deja de ser una mera excusa argumental para que el genio de Calanda dé rienda suelta a su desbordante imaginería. Consiguiendo alumbrar algunas de las escenas más controvertidas y sugerentes de toda su obra: Jesucristo dispuesto a afeitarse la barba, el niño con estigmas, el cura que ha escapado de un manicomio, el fusilamiento de un Papa, la monja a la que crucifican en el interior de una iglesia… Buñuel en estado puro.


En estos tiempos de anticlericalismo (antirreligión en realidad) radical y hueco, resulta interesante prestar atención a la mirada sumamente crítica e intelectual, de un ¿creyente? que siempre antepuso su espíritu rebelde e irreverente a los dictámenes del dogma.

Concierto macabro (Hangover Square, 1945) de John Brahm.


Londres, principios del siglo XX. George Harvey Bone (Laird Cregar), es un joven compositor que sufre episodios periódicos de pérdida de memoria durante los cuales no recuerda lo que ha sucedido. Temiendo haber tenido algo que ver con el reciente asesinato de un anticuario, George decide consultar al psiquiatra Allan Middleton (George Sanders), que trabaja para Scotland Yard.


Más que interesante thriller psicológico del director alemán John Brahm, auténtico especialista en la realización de filmes de terror y misterio caracterizados por sus refinadas y conseguidas atmósferas expresionistas.

Hangover Square es, probablemente, su mejor película junto con la anterior Jack el destripador (The Lodger, 1944), en la que adaptaba la misma obra de Marie Belloc que Hitchcock había llevado a la gran pantalla durante el período mudo en El enemigo de las rubias (The Lodger, 1927). Brahm contó nuevamente con la interpretación del malogrado Laird Cregar, quien moriría poco después del rodaje como consecuencia de la estricta dieta que siguió para encarnar al personaje principal. Una verdadera lástima, ya que el actor parecía encaminado a convertirse en uno de los grandes iconos del cine de horror de su época.


Cregar interpreta magníficamente a un estresado compositor que, cual increíble Hulk, pierde el control de su voluntad al enfrentarse a situaciones que le producen enfado. Es en esos instantes de ira contenida cuando, al escuchar algún ruido estruendoso, da rienda suelta a sus instintos e impulsos más violentos.  El actor aparece muy bien secundado por otros intérpretes que también encontraron un destino trágico en sus vidas: Linda Darnell y George Sanders. La guapa actriz, a la que muchos recordarán por ser la Chihuahua de Pasión de los fuertes de John Ford, encarna a una cantante de tabernas baratas que se aprovecha del talento de George para obtener éxito; lo que, naturalmente, acabará pagando con su vida. Sabiendo que la actriz murió a causa de las graves quemaduras que se produjo en un incendio, resulta ciertamente escalofriante ver cómo acaba aquí su personaje. Por otro lado, por todos es conocido que el gran George Sanders puso punto y final a su existencia suicidándose con una sobredosis de barbitúricos en un hotel de Barcelona. Este cúmulo de fatales casualidades, hace que muchos consideren maldita a esta cinta.

La pericia de Brahm en la dirección, se hace palpable en secuencias como la inicial; en la que un plano grúa se eleva por encima de una calle hasta adentrarse en una vivienda y acabar siendo el punto de vista subjetivo del asesino, o la del concierto final, que destaca por la movilidad y ampulosidad con la que la cámara es utilizada.


Punto destacadísimo del filme, es la excelente e inquietante partitura del casi siempre genial Bernard Herrmann en su etapa prehitchcockiana.

Armonías de Werckmeister (Werckmeister harmóniák, 2000) de Béla Tarr.


La tranquila y monótona vida de una pequeña ciudad de provincias, se ve alterada con la llegada de una compañía ambulante que pretende exhibir a la ballena más grande del mundo. Al frente del espectáculo se encuentra un misterioso personaje al que llaman “el Príncipe”. Tal acontecimiento es acogido con recelo por parte de casi todos, a excepción del joven János (Lars Rudolph), quien se siente fascinado por lo que ve.


Este extraordinario y hermosísimo filme, fábula existencial a la par que alegoría política, es uno de los mayores regalos que el cine nos ha brindado en las últimas décadas. Su manifiesto carácter atemporal, aunque la acción pueda ubicarse en la Hungría de finales de los ochenta, le otorga una lectura universal que, sin duda, lo engrandece. Con él el autor húngaro logró cotas de sobriedad y depuración sólo al alcance de los más grandes.

La escritura cinematográfica de Tarr, al igual que la de Tarkovsky, se basa en el alargamiento del tempo a través del uso constante del plano secuencia. En su cine no hay prisas, se cuece a fuego lento, de ahí que pueda resultar tedioso para el público acostumbrado a cintas de ritmo videoclipero. Su cámara se desplaza con serena lentitud. Y aunque casi siempre está en movimiento, no es raro verla detenerse para ofrecernos planos fijos de varios minutos de duración. Posee un conocimiento absoluto del espacio fílmico, como demuestra en la planificación y ejecución de planos secuencia prodigiosos. Su obra, además, se ve enriquecida por un contenido simbólico y filosófico verdaderamente admirable. 


Werckmeister harmóniák es una película tan enigmática y misteriosa que puede dar lugar a muchas interpretaciones; aunque, probablemente, todas ellas no hagan otra cosa que simplificar lo que se nos muestra en sus incomparables imágenes. Lo que resulta evidente es que Tarr nos presenta a una comunidad atemorizada y miedosa, una masa que reacciona de manera violenta ante la posibilidad de que se modifique su statu quo. ¿Metáfora sobre la llegada del capitalismo? ¿Reflexión acerca de los orígenes del autoritarismo? ¿Histeria colectiva ante el cambio de milenio? Que cada uno saque sus propias conclusiones.

Personalmente, considero que el director solicita una vuelta a los orígenes o, como clamaba el Domenico de Nostalghia en la Plaza del Campidoglio de Roma, un retorno al punto de partida. Sólo así se comprenden el discurso del musicólogo en torno las teorías de Werckmeister y la presencia de esa gigantesca ballena antediluviana que nos retrotrae a tiempos de mayor pureza vital.

Qué complejo es rescatar una sola secuencia de entre tantas y tan magistrales: el mágico prólogo y el bellísimo epílogo, la llegada a la ciudad de la compañía en medio de la noche, el primer encuentro entre el protagonista y el cetáceo embalsamado, el asalto al hospital… Elijan, elijan si es que pueden.


Contribuyen a redondear esta insondable obra de arte, la insuperable fotografía en blanco y negro de Gábor Medvigy y la preciosa e inspirada partitura de Mihály Víg.


Senderos de gloria (Paths of Glory, 1957) de Stanley Kubrick.


Francia, Primera Guerra Mundial. Instado por el general Boulard (Adolphe Menjou) y ambicionando su propio reconocimiento personal, el general Mireau (George Macready) ordena al regimiento dirigido por el coronel Dax (Kirk Douglas), tomar una pequeña colina que está en posesión de los alemanes. La misión, de connotaciones suicidas, resulta fracasada, lo que obliga a los combatientes a batirse en retirada. Enojado por lo ocurrido, Mireau decide formar un consejo de guerra para que se juzgue a algunos de los soldados. Dax, reconocido abogado criminalista en el ámbito civil, será el encargado de defenderlos.


Esta imponente, cruda y antibelicista obra maestra, supuso la definitiva consolidación del todavía joven (aún no había cumplido los treinta años) Stanley Kubrick como uno de los directores más destacados del panorama cinematográfico estadounidense de la época. Más de medio siglo después del momento de su estreno, podemos afirmar sin temor a equivocarnos, que se trata de uno de los mejores trabajos del cineasta neoyorquino.

El guión que el propio Kubrick, Calder Willingham y Jim Thompson adaptaron de la novela de Humphrey Cobb, arremete duramente contra la hipocresía e ineptitud de la clase dirigente militar y su jerárquico estamento, además de profundizar en temas como la muerte, la mezquindad humana o la escasa relevancia que se otorga al idealismo y a la compasión en tiempos de guerra.


El filme se estructura en tres partes perfectamente acotadas: en la primera de ellas se produce la presentación de los personajes (qué diferencia entre el modo de vida de los oficiales y el de los soldados) y la acción militar (el intento de toma del “hormiguero”) de la que se deriva todo lo que ocurre después. La segunda se centra en el consejo de guerra en el que los acusados son juzgados y, finalmente, declarados culpables. Mientras que en la tercera y última, asistimos a la tensa espera de los condenados y a su posterior ejecución.

Como en todas las obras en blanco y negro del autor de 2001, la influencia de Orson Welles se hace evidente, sobre todo en el uso del gran angular y la profundidad de campo en determinadas escenas. Impresionantes resultan los portentosos travellings hacia delante y hacia atrás que nos conducen a través del fango y la muerte de las trincheras, así como los travellings laterales de seguimiento en el realista campo de batalla. Toda la película se muestra prodigiosa en su concepción de la puesta en escena y en la composición de cada plano.


Enorme interpretación del muchas veces infravalorado Kirk Douglas, que unos años después, como productor y actor principal de Espartaco, echaría mano de Kubrick tras la espantada de Anthony Mann.

Paths of Glory es, en definitiva, un magistral ejemplo del mejor cine (anti)bélico. Infinitamente superior a la irregular, pretenciosa y algo decepcionante La chaqueta metálica.

Los sobornados (The Big Heat, 1953) de Fritz Lang.


Tras el inesperado suicidio de un policía, Dave Bannion (Glenn Ford), sargento del departamento de homicidios, es el encargado de esclarecer el asunto. Sus pesquisas le conducen a descubrir un grave caso de corrupción policial que pondrá en peligro su vida y la de su familia.


Soberbio thriller policíaco que constituye uno de los títulos mayores de Lang durante su etapa norteamericana. Podríamos llenar decenas de líneas enumerando las películas posteriores que han resultado influidas, de un modo u otro, por esta contundente obra maestra.

El autor de Perversidad, maestro indiscutible del género negro, se adentra en las putrefactas entrañas de un estamento policial viciado y sumiso que se olvida del cumplimiento de la ley cuando por encima se sitúan los intereses económicos y políticos que rigen cualquier gran urbe. En realidad se trata de una crítica a un sistema en donde el qué se antepone al cómo, y en el que la apariencia dorada ciega por completo al oscuro fondo.


El filme, de una violencia verbal y física poco común para su época, se inicia con el primer plano del revólver con el que el policía corrupto está a punto de volarse los sesos. Antes de hacerlo ha dejado escrita una detallada carta en la que desvela los turbios asuntos en los que él y el resto de matones, algunos de importante renombre y reconocidos cargos, andan metidos. Su mujer (Jeanette Nolan) es la primera en encontrarla, lo que aprovecha para comenzar a chantajear al señor Lagana (Alexander Scourby), antiguo gángster con aspiraciones políticas y verdadero “jefe” de la ciudad, y a sus secuaces, entre los que se encuentra el impulsivo y violento Vince Stone (Lee Marvin). En estas llega el sargento Bannion (enorme interpretación de Ford), un tipo honrado y de gran carácter, y lo que parecía un simple caso de suicidio, acaba destapándose como una trama de corrupción sin precedentes.

Lang, que en ningún momento abandona su impronta expresionista, acierta otorgando al relato un fuerte componente emotivo derivado de la adoración que Bannion profesa hacia su esposa y su pequeña hija, enriqueciendo así la carga dramática de lo expuesto. También es reseñable la ambigüedad moral que caracteriza a buena parte de los personajes que aparecen, entre los que destaca la atractiva Debby (Gloria Grahame), novia de Vince. Su evolución y acción final, acabarán convirtiéndola en la auténtica figura trágica de la película. 


El falso happy ending de la obra, en el que Bannion, tras regresar a su departamento, es avisado de que un nuevo homicidio se ha cometido, es un claro reflejo del pesimismo humanista siempre inherente a la filmografía de uno de los más grandes cineastas de la historia.

Los veinte mejores directores de la historia.


1. Andrei Tarkovsky (1932-1986).

Tarkovsky me parece, a todos los niveles, el cineasta más importante de la historia del séptimo arte. Su inigualable poética visual envuelve algunos de los filmes más bellos y profundos que jamás se hayan realizado. De su obra se desprende ese insondable misterio que ha acompañado al hombre desde el principio de los tiempos en su búsqueda de la verdad.



2. Carl Theodor Dreyer (1889-1968).

La hondura metafísica que alcanzan los filmes del maestro danés, escapan a cualquier tipo de análisis racional. Nadie como él ha plasmado en el cine los temores y bondades del alma humana.



3. Yasujiro Ozu (1903-1963).

El mayor de los cineastas japoneses, es también el más sabio de todos los hombres que alguna vez se han colocado detrás de una cámara. Su trascendental obra,  embargada de serena y contemplativa poesía, constituye uno de los más elevados tesoros de este arte.


 
4. Ingmar Bergman (1918-2007).

El cineasta sueco es al cine, lo que Kierkegaard a la filosofía y Dostoievsky a la literatura: la más pura esencia del existencialismo humano. A través de sus películas, hemos reflexionado acerca de las angustias vitales que atormentan a un hombre que parece abandonado por Dios.



5. Luis Buñuel (1900-1983).

El cineasta que de forma más lúcida ha trasladado a la gran pantalla los postulados surrealistas de André Breton, es también uno de los mayores maestros del realismo social. Heredero tanto de la prosa cervantina como de la galdosiana,  Buñuel es, además, uno de los directores que de manera más profunda ha ahondado en los misterios y contradicciones de la fe católica.



6. Akira Kurosawa (1910-1998).

El más occidental de los maestros nipones, es el responsable de una de las filmografías más extraordinarias de la historia del cine. Influido por los westerns de Ford, el emperador, a su vez, dejó su impronta en innumerables y diversos cineastas: Tarkovsky, Bergman, Leone, Vlácil, Peckinpah, Kitano, Tarantino…



7. Alfred Hitchcock (1899-1980).

Del director inglés siempre me ha fascinado su capacidad para satisfacer tanto al gran público como a los críticos y cinéfilos más exigentes. Sus aportaciones al desarrollo del lenguaje cinematográfico son incuestionables, así como su genialidad a la hora de concebir y ejecutar soluciones narrativas de puesta en escena. Además, ¿alguien me puede decir el nombre de algún director que tenga un mayor número de obras maestras?



8. Max Ophüls (1902-1957).

No existe un cineasta más elegante y exquisito que el infravalorado Max Ophüls, autor de cabecera de Stanley Kubrick. Alcanzó la perfección en muchos de sus filmes, basándose en un trabajo de cámara sin igual y en un gusto inaudito por el detalle. Siempre le gustó experimentar con la estructura narrativa de sus películas, logrando, en este sentido, obras muy adelantadas a su tiempo.



9. Friedrich Wilhelm Murnau (1888-1931).

Probablemente nos encontremos ante el director más importante del período silente. Contribuyó de manera decisiva a la evolución del lenguaje de un arte todavía muy joven. Sus obras son una imponente muestra de la plástica y la lírica cinematográficas.



10. Fritz Lang (1890-1976).

Precursor y maestro del cine negro, el realizador austríaco también se adentró con éxito en otros géneros como el de aventuras, la ciencia ficción o el western. Con una trayectoria apasionante tanto en el mudo como en el sonoro, tanto en Alemania como en Estados Unidos, Lang mostró el lado más fatalista y pesimista de la naturaleza humana.



11. John Ford (1894-1973).

Quizá el más importante de los directores estadounidenses. Cultivó como ningún otro el que, para mí, es el mayor de los géneros cinematográficos: el western. No obstante, reducir la obra de Ford a un solo género, es simplificar los logros de un cineasta mayúsculo que hizo comedias, filmes bélicos, históricos y de aventuras.



12. Terrence Malick (1943-     ).

Uno de los mayores poetas y filósofos del séptimo arte. La obra de Malick, más que la de ningún otro director, debe ser valorada en su conjunto, puesto que supone una progresiva y continua depuración de unos postulados estéticos, narrativos y conceptuales que ya se encontraban en su ópera prima, Malas tierras. Por suerte para nosotros, la evolución de su lenguaje (único por cierto) aún no ha culminado; será entonces, y sólo entonces, cuando podamos colocar al director tejano en el lugar que realmente merece dentro de la historia.



13. Béla Tarr (1955-    ).

El cineasta húngaro es uno de los más sublimes formalistas de la historia del séptimo arte. Heredero de la puesta en escena basada en la sucesión de largos planos secuencia, propia de autores como Dreyer o Tarkovsky, Tarr ha sabido crear un universo propio, plagado de simbolismo, en el que extrema algunas de las propuestas formales de sus antecesores



14. Orson Welles (1915-1985).

L´enfant terrible que revolucionó el mundo del cine con su excepcional Ciudadano Kane. ¿Qué nos hubiera deparado la obra de Welles de haber contado con el apoyo que los productores siempre le negaron? Da rabia sólo de pensarlo… En cualquier caso, el bueno de Orson ha sido, es y siempre será uno de los más grandes creadores cinematográficos.



15. Serguéi Mijáilovich Eisenstein (1898-1948).

Vistos a día de hoy, algunos trabajos de Eisenstein, al igual que los de Griffith, pueden parecer piezas arqueológicas de museo; sin embargo, poseen una importancia capital en la evolución del lenguaje cinematográfico. El cineasta soviético era, indiscutiblemente, un genio. A él le debemos que el montaje no se estancara como simple recurso para ensamblar secuencias.



16. Kenji Mizoguchi (1898-1956).

Qué bellas y elegantes resultan las películas del director japonés, uno de los grandes maestros del plano secuencia. Sus profundos melodramas, donde habitan geishas, samuráis, prostitutas y hasta fantasmas, son tan excelsos que sólo un cinéfilo pecador puede prescindir de ellos.



17. Charles Chaplin (1889-1977).

Tal vez los filmes de Chaplin no sean los mejores técnicamente hablando, pero hay tanta humanidad y belleza en ellos, que no tengo ninguna duda de que se seguirán viendo y disfrutando dentro de un par de siglos.



18. Víctor Erice (1940-    ).

Pese a la escasez de su obra, el cineasta español, de una sensibilidad y una capacidad poética insólitas, supo crear un universo propio e intransferible difícilmente comparable con ninguna otra cosa que se haya hecho jamás en el cine.



19. David Lynch (1946-      ).

El controvertido cineasta de Montana es el único autor que, bajo mi punto de vista, puede ser etiquetado (si es que se puede hacer tal cosa) como posmoderno. Ha abierto caminos nuevos a partir de influencias viejas. En su obra, marcadamente pictórica, conviven expresionismo, surrealismo, cubismo, simbolismo y clasicismo. Al igual que ocurre con Malick, creo que todavía es pronto para valorar sus logros en su justa medida; no obstante, ahí están.



20. Stanley Kubrick (1928-1999).

Perfeccionista y egocéntrico como pocos, el director neoyorquino siempre mostró una habilidad pasmosa para acometer empresas en cualquier tipo de género. Adelantado a su tiempo en muchas de sus obras, sus pretensiones megalómanas también le jugaron malas pasadas en algunos de sus trabajos. Un grande en cualquier caso.