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El crepúsculo de los dioses (Sunset Boulevard, 1950) de Billy Wilder.


Joe Gillis (William Holden) es un mediocre guionista sin un centavo en el bolsillo, que va a parar a una vieja mansión ubicada en Sunset Boulevard en la que reside la vieja estrella del cine mudo Norma Desmond (Gloria Swanson), junto a su fiel mayordomo Max (Erich von Stroheim). Joe será contratado por la extravagante propietaria para que la ayude a pulir un guión que ella mismo ha escrito.


Espléndido y mítico filme con el que Wilder reflexiona, de manera cínica y sombría, sobre la propia industria cinematográfica de Hollywood: fábrica de sueños, pero también de historias tan sórdidas y desgarradoras como la que se nos presenta.

A caballo entre el género negro, el drama psicológico e incluso el cine de terror, se encuentra el brillante guión escrito por el propio Wilder, Charles Brackett y D.M. Marshman Jr., al que sólo cabe reprochar la inclusión de una insípida subtrama amorosa carente de fuerza (entre los personajes de Holden y Olson) que resta redondez a su conjunto. 

La película, cuya estructura está ocupada casi en su totalidad por un largo flashback (sólo la introducción y el desenlace de la misma acontecen en tiempo presente), ejemplifica a la perfección lo que debe ser una narración homodiegética (aquella en la que el sujeto que narra, es también el principal protagonista de lo narrado), con la particularidad de que aquí la voz en off corresponde a un individuo que ya ha fallecido, lo que nos recuerda al comienzo de Monsieur Verdoux (ídem, 1947) de Charles Chaplin.


Dos elementos muy destacados de la cinta son la dirección artística (impresionante resulta la decadente y tétrica mansión de Norma) y la partitura de Franz Waxman (compositor esencial en la historia del cine); aunque, sin duda, el mayor acierto de todos fue la elección de un reparto excelente y muy adecuado. No olvidemos que Gloria Swanson, al igual que su alter ego en la pantalla, había sido una actriz famosa en los tiempos del silente, para caer, como otros muchos, en el más absoluto olvido tras la llegada del cine sonoro. Estaba retirada cuando Wilder la reclamó para la filmación de Sunset Boulevard. Su performance de la desequilibrada Norma Desmond se halla, por derecho propio, entre las interpretaciones femeninas más inolvidables del Séptimo Arte. No menos acertada fue la decisión de optar por Erich von Stroheim para que encarnara a Max, abnegado mayordomo y primer marido de Norma, que como su propio intérprete, había sido uno de los directores más destacados del período mudo. Ante dos presencias tan abrumadoras, bastante hace William Holden con aguantar el tipo con su interpretación de un gigoló aprovechado.

 
¿El mejor momento del filme? Evidentemente, su final: Norma, tras asesinar a Joe, entra en un estado de profunda enajenación. Decenas de policías y periodistas acuden a su mansión. Los primeros quieren esclarecer lo sucedido; los segundos, fotografiar y filmar a la antigua diva. Los ojos de Norma parecen iluminarse al escuchar la palabra "cámaras". Ha llegado el momento; por fin puede interpretar el papel de Salomé que durante tanto tiempo había deseado. Luces, cámaras, ¡acción! Max vuelve a ocupar el rol de director, abandonado tiempo atrás. Ella se dispone a bajar las escaleras, algo que hace con una pose casi grotesca. Se detiene abajo y entona un discurso revelador: “¡Qué alegría me da estar otra vez en el estudio rodando una película! No saben cuánto les he echado de menos. No volveré a abandonarles. Porque después de Salomé haremos otra película, y después otra. Esta es mi vida, siempre lo será… no hay nada más. Sólo nosotros, las cámaras y toda esa gente maravillosa en la oscuridad”. Ya está lista para su primer plano. Se acerca a la cámara (a nosotros), su rostro refleja una escalofriante demencia. La imagen se va tornando borrosa hasta fundirse en negro. Fin.  


Él (1953) de Luis Buñuel.


Francisco Galván de Montemayor (Arturo de Córdova) es un hombre adinerado que durante una ceremonia religiosa en la iglesia, conoce a una joven (Delia Garcés) de la que queda prendado. Al seguirla, descubre que se trata de la prometida de un viejo amigo suyo. Tras invitar a ambos a una fiesta que celebra en su mansión, acabará conquistándola y casándose con ella; iniciándose así una tormentosa relación matrimonial presidida por los celos.


Este brillantísimo filme mexicano del genio de Calanda supone el más lúcido y absorbente tratado que sobre el demonio de los celos ha legado el cine; y bajo el criterio de quien suscribe estas líneas, probablemente se trate de uno de sus tres mejores trabajos. Los otros dos serían Nazarín (1959) y Viridiana (1961).

Es una adaptación (Buñuel y Luis Alcoriza, al alimón, se encargaron de elaborar el guión) de la novela homónima de la escritora española Mercedes Pinto. Hitchcock profesaba una gran admiración hacia esta película, de ahí que no dudase en homenajearla (yo iría más allá, al considerarla un antecedente) en su excepcional Vértigo (De entre los muertos) (Vertigo, 1958).

El relato ahonda en las consecuencias destructivas que se derivan de los celos patológicos provocados por la obsesión amorosa y sexual. El enfermo (el personaje de Francisco) se autodestruye y destruye, descendiendo y arrastrando consigo a su pareja a un infierno terrenal habitado por la desconfianza, la exaltación y la paranoia.


La obra se inicia con una magistral secuencia en la que se fusionan dos de las obsesiones más habituales del director: la religión y la sexualidad. Es Jueves Santo y en la iglesia se conmemora la ceremonia del Lavatorio. El sacerdote lava los pies de unos niños, acción que realiza con cierta expresión placentera (evidente connotación pedófila), sobre todo al culminarla con un beso. Francisco Galván, haciendo honor a su condición de ricachón del municipio, es el encargado de llenar de agua el cuenco con el que se efectúa el acto. Mientras contempla atentamente lo que acontece, Francisco desvía su mirada hacia un banco contiguo, observando los pies de los fieles allí sentados, hasta que fija su atención en los de una mujer. Sus ojos (la cámara) la recorren de abajo arriba, deteniéndose en su angelical rostro. Ella se percata de lo que sucede. Tres primeros planos de Francisco son suficientes para indicarnos que la desea. La obsesión ha comenzado.

Además de la citada secuencia, a lo largo del filme encontramos otras muy destacadas: la que transcurre en lo alto de un campanario, y que sin duda debió inspirar a Hitchcock para su Vértigo; la esquizofrénica escena que se desarrolla en el interior de la iglesia casi al final, la cual pone de manifiesto el estado de locura en el que ha entrado Francisco; y, por su puesto, la desoladora imagen que cierra la película. Todas ellas constituyen algunos de los momentos más logrados del cine de su autor.


La conseguida puesta en escena, el ritmo y la tensión que Buñuel imprime a la narración, la gran fotografía en blanco y negro de Gabriel Figueroa y las soberbias composiciones del dúo protagonista, son otros de los elementos que hacen de Él, una película absolutamente imprescindible.

Clásicos del western: Juntos hasta la muerte (Colorado Territory, 1949) de Raoul Walsh.


Tras ser liberado de prisión por un viejo amigo, Wes McQueen (Joel McCrea) se ve obligado a dar un último golpe tras el que desea retirarse y dejar atrás su pasado delictivo. Durante la preparación del mismo, conocerá a dos mujeres: la mestiza e impulsiva Colorado (Virginia Mayo), y Julie Ann (Dorothy Malone), la hermosa hija de un honrado granjero (Henry Hull) que le recuerda a su antiguo amor.

 
Colorado Territory, además de constituir una de las indiscutibles obras maestras de su autor, es uno de los mejores westerns de la historia del cine. Walsh ya había llevado con anterioridad a la pantalla la novela policíaca de W.R. Burnett High Sierra en la extraordinaria El último refugio (High Sierra, 1941), trasladando ahora este fatalista relato noir a la más pura imaginería westerniana.

El filme, como si de una tragedia griega se tratase, reflexiona acerca de la inexorable fuerza del destino, que permanece inalterable pese a los intentos del hombre por librarse de él. Al igual que ocurre en otras películas del director, Juntos hasta la muerte también incide en el encuentro de almas marginales incapaces de escapar de un pasado que pesa demasiado, y que se ven abocadas a su inevitable unión en un mundo en el que no encuentran acomodo. Lo que sucede entre los personajes de McQueen y Colorado (espléndidamente interpretados por McCrea y Mayo respectivamente), es lo mismo que ocurría entre Humphrey Bogart e Ida Lupino en El último refugio, o entre James Cagney y Gladys George en Los violentos años veinte (The Roaring Twenties, 1939); Walsh vuelve a regalarnos otra inolvidable elegía sobre perdedores.

 
La economía y el pulso narrativos, los vigorosos encuadres (en este caso del árido paisaje de Colorado) y las magníficas secuencias de acción, son, como en cualquier otra obra del cineasta, la nota constante de esta magistral cinta que culmina con uno de los finales más poderosos y emotivos de toda la filmografía walshiana: aquel en el que los dos protagonistas, tiroteados junto a un poblado indio abandonado, se agarran de la mano mientras se consume su último aliento.


No se pierdan esta memorable película, una de las más logradas de uno de los más grandes autores del cine clásico norteamericano.

Las novias de Drácula (The Brides of Dracula, 1960) de Terence Fisher.


Marianne Danielle (Yvonne Monlaur) es una joven maestra parisina, que se dirige a una residencia de señoritas ubicada en pleno corazón de Transilvania, donde ha sido contratada. En su viaje se topa con la baronesa Meinster (Martita Hunt), que la invita a pasar la noche en su viejo castillo. Durante la velada, Marianne descubre que el hijo de la baronesa, el barón Meinster (David Peel), se encuentra encadenado con grilletes en una estancia recóndita. Conmovida por lo que el cautivo le cuenta, la chica decide liberarlo, sin saber que ha soltado a un ser monstruoso.


The Brides of Dracula no sólo es uno de los mejores filmes del gran Terence Fisher, sino que, a mi parecer, supone también el más brillante y complejo acercamiento de la Hammer al mito de los vampiros.

El proyecto surgió tras el éxito comercial obtenido por la magistral Drácula (Horror of Dracula, 1958), con el objetivo de seguir mostrando al mundo las malvadas andanzas del vampiro más famoso de la historia; sin embargo, Christopher Lee se negó de forma tajante a interpretar nuevamente al conde transilvano, por lo que, y a pesar de lo que indica el título (suponemos que se preservó para captar la atención del público), Drácula no aparece en ningún momento, aunque se hace una breve referencia a él en el prólogo: “Transilvania, tierra de umbríos bosques, pavorosas montañas y lagos negros e insondables, seguía siendo el hogar de la magia y las fuerzas malignas mientras el siglo XIX llegaba a su fin. El conde Drácula, monarca de todos los vampiros, estaba muerto, pero sus discípulos vivían para difundir el culto y corromper el mundo”. Quien sí vuelve a asumir el rol de la anterior película es Peter Cushing, que interpreta nuevamente al Dr. Van Helsing, demostrando, una vez más, su enorme categoría actoral.


El guión pasó por las manos de Jimmy Sangster, Peter Bryan, Edward Percy y el productor Anthony Hinds hasta dar con su forma definitiva. Terence Fisher, uno de los más importantes cineastas británicos aunque se le infravalore por desarrollar casi toda su obra dentro del género fantástico, fue el encargado de convertirlo en una película sobresaliente.

 La cinta cuenta con un primer tercio de metraje que resulta primoroso por su habilidad narrativa, elegancia y precisión en la puesta en escena, sabia captación de atmósferas góticas, introducción de elementos de suspense y presentación de atractivos caracteres. Todo un ejemplo del talento de su director.

La lucha entre el bien y el mal, tan habitual en la obra fisheriana, incide aquí en su concepción más cristiana; haciendo un inteligente uso de la iconografía religiosa que culmina en el imaginativo final: la sombra de las aspas de un molino que, bajo la luz de la luna, adquiere forma de cruz para destruir al vampiro. 


La colorista fotografía de Jack Asher, de una riqueza cromática extraordinaria, y la inquietante partitura de Malcolm Williamson, elevan la película hasta una categoría cercana a la obra maestra.

El hundimiento de la casa Usher (La chute de la maison Usher, 1928) de Jean Epstein.


“Durante todo un día de otoño, triste, oscuro, silencioso, cuando las nubes se cernían bajas y pesadas en el cielo, crucé solo, a caballo, una región singularmente lúgubre del país; y, al fin, al acercarse las sombras de la noche, me encontré a la vista de la melancólica casa Usher…”.

Un hombre (Charles Lamy) viaja hasta la antigua mansión Usher, ubicada en un paraje inhóspito, para visitar a su viejo amigo Roderick (Jean Debucourt), que vive junto a su esposa Madeleine (Marguerite Gance). La joven parece haberse debilitado desde que su esposo comenzó a retratarla.

 
Este filme vanguardista del director y teórico francés de origen polaco Jean Epstein, probablemente sea la mejor adaptación al cine de los textos de Edgar Allan Poe. Se trata de una traslación libre del original literario, sazonada con elementos de otros relatos del genio de Boston como El retrato oval, Berenice o Ligeia.

La chute de la maison Usher es una obra de inusitada poética visual, con la que Epstein plasma a la perfección el fascinante y turbador universo poeniano. A través de la exploración de la puesta en escena expresionista y de las teorías soviéticas sobre el montaje, el realizador consigue una película de singularidad todavía vigente; caracterizada por una concepción del tempo cinematográfico basada en el uso del ralentí.

 Con respecto a la utilización de este recurso, todavía embrionario por entonces, el cineasta hacía una interesante y reveladora reflexión: “Descuidé voluntariamente durante La chute de la maison Usher todos los efectos plásticos que podía permitir lo ultra-cinematográfico. No busqué –si me atrevo a expresarme tan pretenciosamente- nada más que el ultra-drama. En ningún momento de la película el espectador podrá reconocer: esto es ralentí. Pero pienso que, como yo en la primera proyección, se sorprenderá de una dramaturgia tan minuciosa. Pues es a la dramaturgia, el alma misma de la película, a quien interesa este procedimiento. Henos aquí, tan sutilmente como en literatura, cerca de recuperar los tiempos perdidos.


No conozco nada más absolutamente emotivo que un rostro librándose, al ralentí, de una expresión. Toda una preparación primero, una lenta fiebre que no se sabe si hay que comparar a una incubación mórbida, a una madurez progresiva o, más groseramente, a un embarazo. Por fin todo ese esfuerzo desborda, rompe la rigidez de un músculo. Un contagio de movimientos anima el rostro. El ala de las cejas y la punta de la barbilla laten a la vez. Y cuando los labios se separan por fin para indicar el grito, hemos asistido a toda su larga y magnífica aurora. Tal poder de separación del súper-ojo mecánico y óptico hace aparecer claramente la relatividad del tiempo. ¡Es pues verdad que los segundos duran horas! El drama se sitúa fuera del tiempo común. Una nueva perspectiva, puramente psicológica, se obtiene”. 

Además de la cámara lenta, Epstein también se vale de primerísimos planos, planos detalle, superposiciones de imágenes y puestas en escena en profundidad, para construir ese mundo deformado y en constante movimiento y tensión que asola la psique del personaje principal.

La cinta posee imágenes de un poderío visual arrebatador; como la secuencia del entierro de Madeleine o su posterior “resurrección” en medio de una tormentosa noche.


Buñuel fue el ayudante de dirección de Epstein, e incluso colaboró en la redacción del guión; sin embargo, ciertas discrepancias entre ambos hicieron que la convivencia resultara imposible.

El hundimiento de la casa Usher no es una película redonda debido a imperfecciones a nivel narrativo y de interpretación; no obstante, su visionado se torna imprescindible para los amantes del período silente. Una auténtica joya a redescubrir.

Los ojos sin rostro (Les yeux sans visage, 1960) de Georges Franju.


Ciudad de París. El Doctor Génessier (Pierre Brasseur) es un prestigioso cirujano que, con la ayuda de su secretaria Louise (Alida Valli), está secuestrando a una serie de chicas jóvenes con el objetivo de trasplantar sus caras al deforme rostro de su hija Christiane (Edith Scob), destrozado tras sufrir un grave accidente de tráfico del que él se siente culpable. 

 

Extraordinario y singular ejercicio de terror y misterio que constituye la mayor aportación al género de la cinematografía francesa. Les yeux sans visage combina de manera prodigiosa el horror y el lirismo en un trágico relato enmarcado por una embriagadora atmósfera gótica.

La película es una adaptación de una novela barata de Jean Redon. El propio Redon, junto con Claude Sautet, Pierre Boileau y Thomas Narcejac (conocidos estos dos últimos por ser los autores de Les diaboliques y D´entre les morts, obras que serían llevadas al cine por Henri-Georges Clouzot y Alfred Hitchcock en Las diabólicas [1955] y Vértigo [1958] respectivamente) escribieron el guión sobre el que se cimentaría la exquisita plástica de Franju.

Su iconografía (mansión ubicada en paraje inhóspito, cementerios, nocturnidad, habitáculos recónditos, bosques, escaleras que conducen a espacios secretos…) y temática (obsesión, locura, deformación, asesinato, encierro…) convierten al filme en heredero de la más pura tradición gótica.


A pesar de tratarse de una cinta bastante desconocida para el público en general, ha ejercido una influencia más que notable en directores tan dispares como Jesús Franco (Gritos en la noche [1962] y Los depredadores de la noche [Les prédateurs de la nuit, 1988] son dos remakes inconfesos), John Woo (Cara a cara [Face/Off, 1997]) o John Carpenter, que en su día comentó que se había inspirado en la máscara que aquí porta el personaje de Christiane a la hora de diseñar la que lucía el psicópata Michael Myers en La noche de Halloween (Halloween, 1978).

Además de por su admirable concepción visual, a la que sin duda contribuye la magistral fotografía en blanco y negro de Eugen Schüfftan, Los ojos sin rostro también destaca por la riqueza de matices que hallamos en sus personajes. Para empezar, el doctor Génessier no es el típico mad doctor al que nos tiene acostumbrados el cine fantástico; no hay megalomanía alguna en su ambigua figura, y sí, en cambio, mucho sufrimiento por fracasar una y otra vez en su desesperado intento por devolver a su hija la belleza que él mismo, a causa de un accidente, le arrebató. Pierre Brasseur, uno de los grandes actores del cine francés, lo interpreta de manera espléndida. Por otra parte, su fidelísima secretaria Louise, le presta ayuda a modo de agradecimiento por un hecho del pasado (al parecer el cirujano reconstruyó su rostro) y debido al amor que siente por él. No obstante, si hay un personaje fascinante e inolvidable en el filme, ese no es otro que el de la trágica Christiane; ninfa de aspecto tan delicado como terrible, que vive encerrada y aislada del mundo hasta que pueda recuperar su rostro. Con excepción de un primer plano intencionadamente desenfocado, pero que no por ello resulta menos escalofriante, siempre la vemos ataviada con su inmóvil e inexpresiva careta blanca. El poético y turbador final de la película, la encumbra como uno de los caracteres femeninos más profundamente conmovedores y enigmáticos de la historia del séptimo arte.

   
Les yeux sans visage es mucho más que una cinta de terror al uso, elevándose como una de las obras maestras imprescindibles del cine francés de todos los tiempos.

La jungla de asfalto (The Asphalt Jungle, 1950) de John Huston.


El Dr. Riedenschneider (Sam Jaffe), que acaba de abandonar la prisión, ha planificado el robo de unas joyas muy valiosas. En su plan colaboran, entre otros, un atracador de poca monta (Sterling Hayden), un prestigioso abogado (Louis Calherm), un inmigrante italiano (Anthony Caruso) y el dueño de un restaurante de mala muerte (James Whitmore). 


Imponente thriller policíaco que supone uno de los más conseguidos e influyentes trabajos de John Huston. Cualquier película posterior cuyo argumento gravite en torno a un robo, desde Atraco perfecto (The Killing, 1956) de Stanley Kubrick hasta Heat (ídem, 1995) de Michael Mann, ha bebido de un modo u otro de este loable y medido ejercicio fílmico.

El propio Huston y Ben Maddow escribieron el guión de la cinta a partir de una excelente novela de W.R. Burnett; consiguiendo un admirable estudio de caracteres que incide en las motivaciones, obsesiones y debilidades de cada uno de ellos.

 Su sobria y expresionista puesta en escena, magistralmente captada por la fotografía en blanco y negro de Harold Rosson, sirve como sombrío escenario de un relato plagado de violencia, corrupción, fatalismo y sueños rotos.


El director vuelve a adentrarse en ese universo de perdedores en el que tan bien se movía, para ofrecernos una visión pesimista y sin concesiones de la putrefacción delictuosa que subyace bajo cualquier gran asentamiento urbano. ¿El resultado? Una incontestable obra maestra.

Reivindicamos, una vez más, la categoría actoral de Sterling Hayden, que realiza aquí una soberbia interpretación de un rudo y orgulloso delincuente; uno de esos tipos nobles a los que la mala suerte en la vida ha conducido hasta el irredimible mundo del crimen. Su composición aparece espléndidamente secundada por el resto del reparto, que incluye uno de los primeros papeles de la eternamente sensual Marilyn Monroe.


The Asphalt Jungle es un clásico imprescindible que no debe faltar en ninguna filmoteca, una pieza clave en la historia del género negro. Huston nunca hizo nada mejor.

El quinteto de la muerte (The Ladykillers, 1955) de Alexander MacKendrick.


La señora Wilberforce (Katie Johnson) es una venerable anciana que alquila dos de las habitaciones de su casa al profesor Marcus (Alec Guinness) y a cuatro compañeros suyos (Herbert Lom, Peter Sellers, Cecil Parker y Danny Green), quienes se hacen pasar por un quinteto musical de cuerda, cuando en realidad son unos ladrones. 


Deliciosa y encantadora comedia negra impecablemente facturada en los Estudios Ealing de la mano del interesante Alexander MacKendrick (El hombre vestido de blanco, Chantaje en Broadway, Viento en las velas…). En ella encontramos las habituales constantes que definieron a las producciones salidas de los míticos estudios: argumentos ingeniosos, fina ironía, diálogos chispeantes, humor negro, personajes pintorescos y situaciones absurdas. En el año 2004 fue objeto de un mediocre y olvidable remake a cargo de los hermanos Coen.

El magnífico arranque del filme, en el que el profesor Marcus llega a la casa de la anciana envuelto en una inquietante atmósfera de amenaza, es un claro homenaje a la obra silente de Hitchcock El enemigo de las rubias (The Lodger, 1927). Guinness vuelve a demostrar el porqué de su consideración como el actor de las mil caras de los estudios, al componer de manera brillante al poco agraciado líder de la banda. Él y cada uno del resto de miembros de la misma, constituyen una caricatura de un tipo determinado de villano: el “cerebrito”, el matón, el idiota, el bruto cabeza de chorlito y el advenedizo. Frente a ellos, una ingenua y algo chiflada viejecita a la que le gusta charlar con sus loros y tomar el té junto a sus compañeras de generación. Parece un combate desigual, ¿verdad? Pues se equivocan, o no tanto…


MacKendrick mantiene el pulso narrativo de la historia de manera espléndida a lo largo de todo el metraje, consiguiendo una película muy entretenida que se sigue con sumo agrado; y en la que no faltan secuencias de excelente planificación y ejecución, como la del atraco al furgón, por citar el ejemplo más evidente. Es una lástima que en su tramo final se incida en situaciones demasiado reiterativas que acaban por restarle gracia a lo que se pretende mostrar.

Además de la interpretación de Guinness, son también muy destacables las de Herbert Lom y Katie Johnson, esta última como la senil e inintencionada heroína. Otro punto a favor de la cinta, es la colorida fotografía de Otto Heller.


Seguro que The Ladykillers consigue arrancarles más de una carcajada durante su visionado, algo que parece fundamental para nuestras vidas en estos tiempos de crisis e incertidumbre social que nos ha tocado vivir.

Las mejores intenciones (Den goda viljan, 1992) de Bille August (con guión de Ingmar Bergman).


Suecia, 1909. Henrik Bergman (Samuel Fröler) es un joven estudiante de Teología que se enamora de Anna Akerblom (Pernilla August), hija de una rica familia burguesa. Las diferencias de clase y mentalidad, pondrán a prueba esta difícil relación. 


El mejor Bergman sin Bergman. Así podríamos definir a Den goda viljan, filme que se alzó con la Palma de Oro en el Festival de Cannes de 1992. El director sueco, que se había retirado de la dirección tras el rodaje de Fanny y Alexander (Fanny och Alexander, 1982), escribió un admirable guión inspirándose en la vida de sus padres. Tanto miedo y dolor le suscitaba la idea de filmar esta hermosa y convulsa historia de amor, que decidió dejarlo en manos del realizador danés Bille August, quien ya había saboreado las mieles del éxito en Cannes con su película Pelle el conquistador (Pelle erobreren, 1987).

La acción se desarrolla a lo largo de nueve años (1909-1918), los que transcurren desde el inicio del noviazgo entre Henrik y Anna hasta el momento previo al nacimiento de su segundo hijo, que no sería otro que el propio Bergman. Se trata, por tanto, de una cinta de evidentes connotaciones autobiográficas en la que las señas de identidad del maestro sueco, incluidas sus habituales inquietudes existenciales, se mantienen de forma intacta. August se limita a filmar con respeto un guión muy personal de autoría ajena, sabedor de que es un mero vehículo para la plasmación de un universo que no es el suyo. Por todo lo mencionado, y se diga lo que se diga, Las mejores intenciones debe ser considerada como una pieza más de la filmografía del autor sueco. Y no una pieza cualquiera.  


La sinceridad, el realismo y la crudeza con la que Bergman suele trasladar a la pantalla los sinsabores de la vida en pareja, convierten en una simple pantomima cualquier intento de hacer algo similar por parte de otros directores. Aquí encontramos una nueva muestra de esas idas y venidas emocionales por las que transita una relación de dos seres que se aman; pero que son capaces de herirse provocándose cicatrices de tal hendidura, que ni siquiera el inexorable paso del tiempo puede curar. 

El filme se abre con una secuencia que, a modo de prólogo, define a la perfección la fuerte personalidad que posee Henrik. En la misma, su abuelo, con el que intuimos que no mantiene contacto alguno desde hace mucho tiempo, le pide que vaya a visitar a su abuela, quien en el lecho de muerte ha solicitado como última voluntad ver a su nieto para pedirle perdón por haberle dejado vivir en la miseria junto a su madre. A pesar de los ruegos del anciano, que incluso intenta sobornarle, Henrik se mantiene fiel a sus convicciones. No sólo no acepta la propuesta, sino que incluso manifiesta su odio hacia la persona que está a punto de morir, instando a su mensajero a que se lo haga saber. A partir de ahí la película se estructura en dos partes claramente diferenciadas: en la primera de ellas asistimos a las dificultades que la pareja tiene que afrontar para que su relación sea aceptada. Un trágico suceso, la muerte del venerable Johan Akerblom (Max von Sydow), da lugar al inicio de la segunda (más conseguida en mi opinión), en la que Henrik, ya ordenado sacerdote, es destinado a una pequeña localidad del norte del país, siendo acompañado por Anna, con la que se casa. Esta estructura del relato en dos partes divididas por una muerte que se produce hacia la mitad del metraje, es muy parecida a la que presentaba Fanny y Alexander. En ambas obras, Bergman vincula la vida religiosa a una existencia gris y de absoluta renuncia. Nada que ver con el calor familiar y el carácter más vitalista que encontramos en las respectivas primeras partes de las dos cintas. 


Tanto Samuel Fröler como, sobre todo, Pernilla August, cuya interpretación fue premiada en Cannes, realizan un trabajo excelente. La preciosa fotografía de Jörgen Persson y la comedida partitura de Stefan Nilsson, son otros puntos a destacar en esta magnífica película. Imprescindible para los amantes del cine del autor de El séptimo sello.