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El rostro ajeno (Tanin no kao, 1966) de Hiroshi Teshigahara.


Okuyama (Tatsuya Nakadai) es un hombre cuyo rostro queda totalmente desfigurado tras sufrir un accidente. Un psiquiatra le hará partícipe de un experimento al colocarle una máscara que parece completamente humana con las facciones de un desconocido.


Escalofriante thriller existencialista que supone la tercera colaboración entre Teshigahara y el escritor y guionista Kôbô Abe, que vuelve a adaptar para la gran pantalla una de sus novelas.

Con claras influencias literarias de obras como El hombre invisible de H.G. Wells, El extraño caso del Dr. Jeckyll y Mr. Hyde de Robert Louis Stevenson y La metamorfosis de Franz Kafka, con las que comparte el planteamiento de determinados dilemas morales derivados de una transformación física, Tanin no kao reflexiona sobre cuestiones tales como el carácter deleble de la identidad o la importancia de las máscaras sociales en un mundo contemporáneo aquejado de un grave problema de incomunicación; temas que emparentan al filme con la obra maestra de Bergman Persona (ídem, 1966).


De indiscutible sentido metafórico, el relato de Teshigahara indaga magistralmente en la atracción que siente el ser humano hacia la idea de desprenderse del yo para convertirse en un otro que le permita desinhibirse y satisfacer sus deseos más recónditos. Pero también alude a la naturaleza superficial de una sociedad que otorga más importancia a lo que parecemos que a lo que verdaderamente somos. Es ese marco de hipocresía y mascaradas el que determina desde nuestra forma de vestir hasta nuestro comportamiento, reduciendo al mínimo el componente propiamente personal de una identidad fácilmente borrable.

El personaje de Okuyama entiende que para ser debe parecer, de ahí la necesidad que tiene de un rostro que le permita contactar de nuevo con un mundo del que se mantiene aislado (ha dejado de trabajar y su mujer lo rechaza). No obstante, aferrarse a un parecer anónimo con el que alcanza unas cotas de libertad nunca soñadas repercutirá negativamente en la esencia de su ser, que acabará por trastocarse y desaparecer. Como ha desaparecido el de otros tantos individuos en una sociedad que aniquila el yo en beneficio de una colectividad homogénea e impersonal, tal y como muestra Teshigahara en la pavorosa e impresionante secuencia final.


La película posee una turbadora belleza, especialmente en las secuencias que se desarrollan en la consulta del doctor, que coquetean sin pudor con el surrealismo.

Son reseñables las interpretaciones de Tatsuya Nakadai y Machiko Kyô, así como la desasosegante partitura de Tôru Takemitsu.

En definitiva, no duden en visionar esta fascinante y singular película. Quizá les incomode, pero les hará pensar.

XXIV Aniversario de la muerte de Tarkovsky.

El 29 de Diciembre de 1986, el cineasta ruso Andrei Tarkovsky fallecía a la edad de 54 años tras padecer un cáncer de pulmón. Su muerte supuso una pérdida irreparable para el mundo del cine en particular, y del arte en general. Su periplo vital finalizó mucho antes de que pudiera plasmar algunos de los diversos proyectos que tenía en mente. Uno de ellos era la realización de una película sobre San Antonio Abad. Desde Esculpiendo el tiempo queremos homenajear su figura haciendo recordatorio de esta triste efeméride dando cita a un párrafo extraído de los diarios del director, en donde se alude a una hermosa escena que debía aparecer en el citado proyecto:

“San Antonio habla con una mujer según la costumbre de los viejos monjes ortodoxos. Con un río de por medio. Desde la orilla en la que se encuentra, la mujer comienza a hablar a gritos; su voz reverbera en el agua. Le pide a San Antonio que le dé un hijo. Éste aclara que no es posible, que ella hace esa petición por estar sujeta a una necesidad. La mujer expresa la idea de llenar el mundo de hombres buenos, de hijos de santos. San Antonio se ríe; trata de observar el rostro de la mujer, pero está muy lejos. Esta escena puede formar parte de un sueño del protagonista. El santo piensa en el amor. Amanece. San Antonio llora”.










































Dios bendiga su alma.

Cisne negro (Black Swan, 2010) de Darren Aronofsky.


Nina (Natalie Portman) es una joven bailarina que se exige mucho con el objetivo de alcanzar la perfección. La compañía a la que pertenece va a representar la obra de Tchaikovsky El lago de los cisnes, y su director artístico (Vincent Cassel) la elige para hacer de Odette, la reina de los cisnes. Su alegría inicial irá tornándose en preocupación, ya que su físico comienza a experimentar extraños cambios.


Aronofsky filma brillantemente el reverso oscuro de Las zapatillas rojas (The Red Shoes, 1948) en una película que debe más a Hoffmann que a Andersen, y que se convierte en el más turbador y febril estudio sobre la paranoia llevado al cine desde algunos trabajos de Roman Polanski como Repulsión (Repulsion, 1965) o El quimérico inquilino (Le locataire, 1976).

Para una mejor comprensión de la cinta, es preciso recordar el argumento original del ballet, debido a los paralelismos que se establecen entre éste y el desarrollo de la trama:

La Princesa Odette se encuentra recogiendo flores junto al lago y de pronto aparece un brujo llamado Von Rotbarth que la transforma en cisne.


Mientras tanto, en un castillo se preparan las festividades para celebrar el inicio de la temporada de caza. La Reina presenta a su hijo, el Príncipe Sigfrido, y anuncia que prepara un baile para festejar sus veintiún años. Además, espera que en la fiesta el joven elija a su novia. De forma imprevista, un grupo de cisnes blancos aparece, robando a la Reina una ballesta que poseía, por lo que el príncipe decide perseguirlos y llega hasta un lago. Allí descubre con asombro que un cisne se le acerca y se transforma en una bella joven que le cuenta que es la Princesa Odette, y que ha sido embrujada por el brujo Von Rothbart en un hechizo que sólo el amor puede romper. Sigfrido se enamora de ella y le jura amor eterno.


Al regresar a la fiesta que se celebra en el castillo, aparecen dos personas que no habían sido invitadas; el brujo Rothbart y su hija Odile, que llegan disfrazados. Sigfrido queda asombrado por el parecido de Odile con su princesa cisne, confundiéndola con ella y anunciando que es su elegida. Rothbart, al conseguir lo que buscaba, se descubre y muestra a Odette a lo lejos, lo que hace que el príncipe tome conciencia de su error y corra hacia el lago. Allí implora perdón a su amada, que está triste por lo acontecido en el castillo, y ambos se arrojan a las aguas en una muestra de amor quedando liberados del maleficio.


Según se cuenta, desde entonces sus espíritus se pueden contemplar sobre el lago unidos por siempre”.


La película se abre con una hermosa secuencia onírica en la que Nina aparece representando el prólogo de la obra citada; el que se corresponde con el episodio del encantamiento que la convierte en cisne blanco, y que en realidad supone el comienzo de su progresiva transformación en su opuesto, el negro. Se trata de una hábil metáfora en la que el papel que correspondía a Rothbart en el relato original, es asumido por la enfermiza obsesión que se inicia en la mente de la protagonista. Es su afán de perfeccionismo extremo el que actuará como "brujo" que la conduce a una metamorfosis de personalidad que su atormentada psique asumirá como si también fuese física.


El carácter de Nina es frágil e ingenuo, lo que le permite asumir a la perfección el rol de pureza del cisne blanco. Sin embargo, la reina de los cisnes también debe interpretar el rol contrario, el del cisne negro, para el que se necesitan una serie de atributos (perfidia, sensualidad o malicia) que la naturaleza de Nina no posee, y sí en cambio la de su compañera Lily/Odile (Mila Kunis). De ahí que se obsesione con ella y su ofuscación le lleve a adentrarse de forma inconsciente en las profundidades de su lado más oscuro. Todo ello no hay que dejar de verlo como una reflexión acerca de la doble naturaleza humana, y de la lucha que se establece dentro de la misma entre el bien y el mal; entre la luz y las sombras.

En los delirios paranoicos de Nina, Lily aparecerá como una suerte de Doppelgänger (doble malvado) que, a modo de personaje mefistofélico, le inducirá a acometer situaciones que estimulen su yo tenebroso. Su visión de la Lily real es, por otra parte, la de una amenaza que intenta conseguir su puesto seduciendo al director/Príncipe, tal y como sucedía con Odile y Sigfrido.

Aronofsky administra de forma sabia la incursión de elementos inquietantes a lo largo del metraje hasta desembocar en un tramo final enloquecedor y angustioso, que si bien es cierto que puede pecar de ser algo efectista, no deja de ser la consecuencia lógica del proceso de alienación que se viene perfilando a lo largo de todo el filme.


El magnífico guión de John McLaughlin y Mark Heyman, aunque fundamentalmente gravita en torno a la psicosis paranoide de la protagonista, también hace referencia a temas inherentes al mundo de la danza profesional como la rivalidad entre compañeras, la fugacidad del éxito (véase el personaje de Winona Ryder) o la insatisfacción que produce el fin precipitado de una carrera prometedora (la madre de Nina).

La inspirada performance de Natalie Portman resulta absolutamente extraordinaria, apareciendo muy bien secundada por unos excelentes Vincent Cassel, Barbara Hershey y Mila Kunis.

Visualmente impecable, la película se ve ensalzada por el talento en la dirección de un Aronofsky que dota al conjunto de un ritmo adecuado, fijando la atención de los espectadores desde el primer minuto. También es destacable el trabajo de fotografía de Matthew Libatique, plagado de unos claroscuros que reflejan el estado emocional de la bailarina.

En definitiva, con Black Swan el director neoyorquino vuelve a demostrar que es el autor más interesante que ha dado el cine estadounidense en los últimos años. No se la pierdan.


El valle de las abejas (Údolí vcel, 1968) de Frantisek Vlácil.


Región báltica de Prusia, Plena Edad Media. Ondrej (Petr Cepek) es un joven amante de las abejas, al que le es presentada la nueva esposa de su padre, el señor de Vlkov (Zdenek Kryzánek), una chica que tiene prácticamente su edad y a la que regala un cesto lleno de pétalos que debajo esconde murciélagos. Tal acción hará que su progenitor cargue violentamente contra él, estando a punto de arrebatarle la vida. Arrepentido por su crueldad, el señor de Vlkov prometerá ante la imagen de una virgen consagrar la vida de su hijo a Dios si finalmente no fallece. Es por ello que Ondrej acabará entrando en la orden de los Caballeros de la Cruz, en la que un cruzado llamado Armin (Jan Kacer) se ocupará de su educación.


Es una lástima que un director del talento visual del checo Frantisek Vlácil sea prácticamente un desconocido, ya no sólo para el gran público en general, algo que es normal, sino incluso dentro del ámbito cinéfilo. Por eso es justo reivindicar su figura haciendo alusión a El valle de las abejas, su gran obra maestra junto con la impresionante Marketa Lazarová (ídem, 1967), que también se ubicaba en el medievo.

Se trata de un drama espiritual de enorme belleza, que recoge influencias estéticas que van desde el Eisenstein de Alexander Nevsky hasta el Bergman de El séptimo sello o El manantial de la doncella, pasando por el Kurosawa de Los siete samuráis y el Tarkovsky de Andrei Rublev.


Su sobria puesta en escena resulta muy adecuada a la hora de captar la atmósfera de misterio y recogimiento de una época de tinieblas y angustia existencial, enmarcada por una austera arquitectura románica y por la rigidez de unas tallas y relieves cuyas grotescas y antinatulares formas representan a una religión amparada en el temor.


La eterna lucha entre la carne y el espíritu atormenta a unos personajes extraviados en el intento de conjugar creencias con apetencias, e incapaces de resolver el choque que se produce entre unas y otras. Ni la vida de renuncia y sometimiento ni la que supone el goce de los placeres mundanos, ofrecen respuestas a la necesidad de saber de quien desconoce de donde viene y es incapaz de vislumbrar a donde va. Ondrej optará por abandonar la orden y dirigirse hacia su antiguo hogar, donde desposará a la viuda de su padre. Algo que no pueden admitir los principios dogmáticos de su mentor, que lo perseguirá para hacerlo regresar.


Cristianismo frente a paganismo, oraciones hacia imágenes sagradas frente a ruegos supersticiosos contra hombres lobo y serpientes, represión frente a libertad… así es Údolí vcel; mística y evocadora, áspera y hermosa, una verdadera obra de arte.

La mujer de la arena (Suna no onna, 1964) de Hiroshi Teshigahara.


Un profesor aficionado a la entomología (Eiji Okada) que recorre el desierto en busca de nuevas especies, acabará hospedándose en una cabaña semienterrada en la arena, iniciando una extraña relación con la misteriosa mujer que la habita (Kyôko Kishida) al quedar prisionero del lugar.


Telúrica y fascinante pesadilla que nos brinda, a modo de metáfora, una angustiosa reflexión acerca del aislamiento y el vacío existencial al que está abocado el hombre contemporáneo.

La película adapta una novela de Kôbô Abe, autor conocido por ser una suerte de Kafka a la japonesa, encargándose él mismo de la elaboración del guión.

Magistralmente fotografiado por Hiroshi Segawa, el filme destaca por poseer una desconcertante belleza que conforma una fantasía onírica por momentos cercana al surrealismo, y que está abierta a múltiples interpretaciones.


Puede ser vista como sátira de la vida en pareja, como profunda meditación sobre la negación que sufre el individualismo en una sociedad en la que los intereses de la comunidad se imponen sobre las aspiraciones personales de cada uno, como retrato extremo de la soledad o como simple relato de supervivencia. En cualquier caso, y se vea como se vea, el poderío subyugante de sus imágenes es incuestionable, al igual que su influencia en determinados trabajos de Ingmar Bergman como son las excepcionales Persona (ídem, 1966) y La hora del lobo (Vargtimmen, 1967).

El trabajo de dirección de Teshigahara, que fue nominado al Oscar, resulta excelente. Combinando los planos generales de las dunas, ante las que la presencia humana se torna insignificante, con multitud de planos detalle de insectos y de la piel impregnada de arena y sudor de los personajes.


La experimental banda sonora de Tôru Takemitsu contribuye a reforzar el carácter turbador y desasosegante de una historia que se hace verosímil gracias a la convincente interpretación de sus dos protagonistas, que nos ofrecen un choque de caracteres en verdad destacable.

Suna no onna es una sugerente obra que visualmente nos fascina e intelectualmente nos reconcome. Su visionado no deja indiferente.

Martillo para las brujas (Kladivo na carodejnice, 1970) de Otakar Vávra.


Checoslovaquia, siglo XVII. Una pequeña localidad se ve azotada por un durísimo procedimiento inquisitorial encabezado por el juez Boblig (Vladimír Smeral), conocido por aplicar métodos crueles a la hora conseguir las confesiones de los acusados, y al que se opondrá el presbítero Lautner (Elo Romancik). Decenas de individuos de la comunidad se verán implicados en un proceso del que nadie parece estar a salvo.


Excelente filme checoslovaco que denuncia los abusos que durante siglos cometió la institución inquisitorial en pos de la supresión de la herejía.

Un hecho en principio insignificante, como es el robo de una hostia en medio de la Eucaristía por parte de una anciana menesterosa, dará lugar a una arbitraria y cruenta caza de brujas presidida por atrocidades y mentiras que conducirá a la muerte a inocentes que preferirán el calor de las llamas a las torturas a las que son sometidos.

La película, que adapta una novela de Václav Kaplický, toma como referencia a dos obras esenciales del cine danés como son La brujería a través de los tiempos (Häxan) (Háxan, 1922), de Benjamin Christensen, y Dies irae (Vredens dag, 1943), de Carl Theodor Dreyer.


Su sobria puesta en escena remite tanto a la referida cinta de Dreyer como al Bergman de los sesenta, captando adecuadamente la atmósfera de miedo y superstición medieval que aún se mantenía en algunas zonas de la Europa moderna gracias a la magnífica fotografía en blanco y negro de Josef Illík.

Siendo una producción salida de un país por entonces comunista, resulta inevitable establecer una comparación entre lo que ocurre en el filme con lo que fueron las purgas estalinistas, que tenían como objetivo la represión de los enemigos del régimen. No obstante, más allá de evidentes y resobadas lecturas políticas, lo que sigue haciendo interesante a la película es su mordaz carga crítica contra determinados sectores de la jerarquía eclesiástica y política, a los que muestra más interesados en su bienestar que en ser consecuentes con sus principios.


Es reseñable también la interpretación de Elo Romancik, cuyo bondadoso y culto personaje tendrá que hacer frente a la bajeza moral y humana de un enemigo despreciable que tiene todas las de ganar.

Las diez mejores películas de los Años 20.


      1.  Amanecer (Sunrise, 1927) de F.W. Murnau.

Obra de arte con mayúsculas; la cumbre de un cineasta capaz de conseguir imágenes de una fantasía y un lirismo inigualables. Supone la culminación del período silente, aunque sus logros fueron eclipsados en parte por la mediocre, aunque sonora, El cantor de Jazz (The Jazz Singer, 1927).


2.  La pasión de Juana de Arco (La Passion de Jeanne d'Arc, 1928) de Carl Theodor Dreyer.

Sus impresionantes imágenes desnudan un alma para llegar a la nuestra. Un filme que demuestra que el cine puede trascender la barrera de los sentidos para posarse sobre cotas más elevadas y profundas de nuestro espíritu.


          3.  El gabinete del doctor Caligari (Das Kabinett des Dr. Caligari, 1920) de Robert Wiene.

Probablemente nos encontremos ante la película más influyente de la historia del cine junto con El nacimiento de una nación (The Birth of a Nation, 1915) de D.W. Griffith. La sombra de sus desvaríos visuales y trampas narrativas sigue planeando sobre la cinematografía actual.


            4.  Nosferatu (Nosferatu, eine Symphonie des Grauens, 1922) de F.W. Murnau.

Murnau mezcla el expresionismo con el naturalismo documentalista logrando imágenes de un arrebatador poderío que remiten al romanticismo decimonónico. Friedrich y Munch son dos claros referentes pictóricos de esta obra maestra.


            5.  El acorazado Potemkin (Bronenosets Potyomkin, 1925) de Sergei M. Eisenstein.

La famosa secuencia de las escaleras de Odessa sigue siendo una de las cimas del séptimo arte y plasma magistralmente las teorías eisensteinianas sobre cómo la acción y el montaje devienen en movimiento.


            6.  La quimera del oro (The Gold Rush, 1925) de Charles Chaplin.

Obra esencial de su autor, cargada de humor y humanismo. En su momento Chaplin llegó a decir que sería recordado por esta película. Evidentemente se equivocó, ya que no sólo lo recordamos por esta, sino también por otras muchas.


            7.  La carreta fantasma (Körkarlen, 1921) de Victor Sjöström.

Según cuenta la leyenda, el último pecador que muere en el año tiene que hacerse cargo durante el siguiente de conducir la carreta que recoge las almas de los muertos. Impresionante fantasmagoría de Sjöström de evidente lectura moral en la que destaca el extraordinario uso de las sobreimpresiones.


            8.  Fausto (Faust, 1926) de F.W. Murnau.

Una portentosa imaginiería puesta al servicio de la célebre historia del pensador que vendió su alma al diablo a cambio de la juventud en uno de los mejores trabajos de su autor. Sencillamente fascinante.


            9.  Metrópolis (Metropolis, 1927) de Fritz Lang.

Filme de visionaria concepción visual cuya iconografía sigue siendo una de las más recordadas del período mudo. Imprescindible.


            10.  El fantasma de la ópera (The Phantom of the Opera, 1925) de Rupert Julian.

La de Rupert Julian sigue siendo la más brillante adaptación de la novela homónima de Gaston Leroux. La tragedia, el romanticismo y el terror se dan la mano en esta grandiosa película que cuenta con una de las caracterizaciones más inolvidables de la historia del cine a cargo del incomparable Lon Chaney.

Madame de... (ídem, 1953) de Max Ophüls.

París, 1900. Madame Louise (Danielle Darrieux) es una condesa frívola y coqueta cuya vacua existencia transcurre entre fiestas de la alta sociedad, joyas deslumbrantes y abrigos de pieles. Su vida cambiará tras conocer a un diplomático italiano llamado Donati (Vittorio de Sica).


El historiador y crítico norteamericano Andrew Sarris, calificó a Madame de… como la película más perfecta jamás realizada; y probablemente no le faltaba razón, puesto que si hay una palabra que pueda definir esta obra maestra de Max Ophüls, esa palabra es perfección. Guión, dirección, interpretaciones, decorados, vestuario, fotografía, música… Todo es perfecto en este extraordinario filme, que se basa en una novela de Louise de Vilmorin.  


La película se abre con la que es, a juicio de quien suscribe estas líneas, la mejor presentación de un personaje femenino de la historia del cine: un plano secuencia que se inicia con el primer plano de un joyero en el que destacan unos pendientes que, como veremos con posterioridad, serán de importancia capital en el desarrollo de la trama. La cámara de Ophüls recorre el tocador y el armario de la protagonista, a la que escuchamos hablar consigo misma mientras su mano escudriña joyas y visones con el objetivo de elegir alguno de esos objetos para venderlo y saldar así unas deudas que tiene. Sólo al final del mismo, y mediante el reflejo de un espejo, advertimos el bello rostro de Danielle Darrieux. No se nos ha dicho nada acerca de ella, al menos explícitamente. Pero su forma de hablar, el contenido de lo que dice, así como lo que Ophüls nos muestra con su cámara, nos sirven para definir completamente su personalidad. Cine en estado puro.


Que finalmente elija los pendientes que le regaló su marido (el general André, interpretado por Charles Boyer) tras la boda, no deja de ser una prueba elocuente del momento en el que se encuentra su relación. Esos pendientes, además de simbolizar la superficialidad de la alta aristocracia por la forma en la que van y vienen a lo largo de la película, sirven también como reflejo del estado emocional de la protagonista. A la que no le importa deshacerse de ellos al principio, por ser un regalo de su cónyuge, al que evidentemente no ama, pero que acabará aferrándose a los mismos cuando el que se los regale sea su amante.

Si durante los primeros minutos del filme parecemos asistir a una cinta relativamente ligera por su tono, las situaciones y emociones que siguen, acabarán  por desembocar en una tragedia romántica cargada de fatalismo.

 Un ejemplo de ese tránsito, así como de la evolución que experimenta el personaje principal, son las dos secuencias en las que entra en la iglesia, y que Ophüls filma de forma muy similar, precisamente para enfatizar sus diferencias. En la primera de ellas, Louise pide a la imagen de una virgen que el joyero acepte los pendientes que le va a llevar; mientras que en la segunda, ya casi al final, le implorará entre lágrimas por la vida de Donati, que va a batirse en duelo con su marido. En esta última aparece ataviada casi de luto, y el hecho de que el director filme su plegaria de frente, indica mayor sinceridad que en la ocasión precedente, cuando era filmada de perfil.


Otra secuencia memorable, es el muchas veces citado encadenado de valses con el que el cineasta alemán nos muestra el enamoramiento progresivo que experimentan Louise y Donati. Simplemente magistral.

Madame de… es, en definitiva, uno de los ejemplos más logrados del cine de Ophüls, un director esencial que sigue sin estar lo suficientemente valorado.