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El malvado Zaroff (The Most Dangerous Game, 1932) de Ernest B. Schoedsack e Irving Pichel.


Robert Rainsford (Joel McCrea), cazador profesional, es el único superviviente de un naufragio que lo arrastra hasta la orilla de una desconocida isla. Allí, en su fortaleza, reside el conde Zaroff (Leslie Banks), un estrafalario millonario obsesionado con cazar a seres humanos.


Una de las joyas de la mítica productora RKO, a caballo entre el género de terror y el de aventuras, resulta clave por presentar a un “monstruo” enteramente humano en un tiempo en el que estaban de moda los seres sobrenaturales tras el éxito del Drácula y el Frankenstein de la Universal.

Se trata de una película bastante influyente, cuya sombra se ha venido proyectando sobre todas aquellas producciones que han trabajado sobre la premisa paradójica del cazador cazado. Hace unos años el cineasta David Fincher le rindió homenaje cinéfilo en su interesante Zodiac, lo que permitió a una nueva generación de aficionados descubrir este magnífico clásico.


El actor británico Leslie Banks, al que muchos recordarán por ser uno de los protagonistas de la versión británica de El hombre que sabía demasiado de Alfred Hitchcock, configura aquí a uno de los villanos más fascinantes de la historia del cine: el elegante, sarcástico y psicopático conde Zaroff. Un personaje deudor en muchos aspectos del Drácula de Tod Browning (véase, entre otras cosas, la presentación de ambos mientras bajan una escalera para recibir a sus huéspedes), aunque de mayor calado psicológico.

El guión de James Ashomre Creelman adapta una historia de Richard Connell y contiene algunos diálogos brillantes acerca de la dicotomía entre salvajismo y civilización que afecta al ser humano.


El filme, de ritmo absolutamente impecable, se beneficia de un excelente diseño de producción, destacando el lujoso, a la vez que lúgubre, interior de la fortaleza de Zaroff y la reconstrucción de unos escenarios de densa jungla que serían utilizados poco después en la filmación de King Kong, producción en la que también repetiría, y por la que se haría famosa, la rubia Fay Wray.

La gran fotografía de Henry Gerrard, que remite al cine expresionista, y la sobresaliente partitura de Max Steiner completan un conjunto realmente estimulante.

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