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Las diez mejores películas de los Años 40.

            1. Iván el terrible, partes I y II (Ivan Groznyy/Ivan Groznyy II: Boyarsky zagovor, 1944) de Sergei M. Eisenstein.

Inigualable en términos de estilo y brillantez formal, la obra cumbre de Eisenstein pervive como una de las propuestas cinematográficas más grandiosas de la historia.

2. Perversidad (Scarlet Street, 1945) de Fritz Lang. 

Genial obra maestra de Lang, un intenso y pesadillesco ejercicio de cine negro que constituye el mayor logro de su etapa norteamericana y, en opinión de quien suscribe estas líneas, la película más compleja y conseguida de la brillante filmografía del director de origen austríaco.


            3. Ciudadano Kane (Citizen Kane, 1941) de Orson Welles.
Si bien es cierto que Ciudadano Kane no inventó nada, no lo es menos que Orson Welles supo ir más allá en la utilización de determinados recursos, lo que supuso un notable empujón al por entonces todavía joven lenguaje cinematográfico.

             4. Dies Irae (Vredens dag, 1943) de Carl Theodor Dreyer,

Una de las obras maestras absolutamente imprescindibles de Dreyer, el director más importante de la historia junto con Andrei Tarkovsky en opinión de quien escribe estas líneas. Su cine debería contemplarse en los museos.

            5. Los niños del paraíso (Les enfants du paradis, 1945) de Marcel Carné.

Les enfants du paradis cuenta con el que probablemente sea el guión de mayor calidad literaria que se haya llevado a la gran pantalla, y que fue obra del poeta y dramaturgo Jacques Prévert. Triste y romántica, la película constituye un canto al amor y al mundo del teatro, siendo la culminación del llamado realismo poético francés.

            6. Primavera tardía (Banshun, 1949) de Yasujiro Ozu.

Un hermoso ejemplo del lirismo humanista del maestro japonés. Película clave dentro de su filmografía y la más bella historia paterno-filial que nos ha legado el cine.

            7. Laura (ídem, 1944) de Otto Preminger.

Fascinante ejercicio de cine negro que se contempla de forma embelesada en cada uno de sus visionados. Un “pigmalión” resentido y el retrato de una hermosa mujer tienen buena parte de culpa, sin olvidarnos de lo que bien podría ser el sueño de un detective de necrófilas apetencias amorosas…

            8. Pasión de los fuertes (My Darling Clementine, 1946) de John Ford.

Sólo Ford podía conseguir que en el salvaje oeste se recitara a Shakespeare de forma tan poética. Huelga decir nada más.  

            9. Los mejores años de nuestra vida (The Best Years of Our Lives, 1946) de William Wyler.

Uno de los dramas más conmovedores y desencantados del cine norteamericano. Resulta triste observar cómo la sociedad olvida tan pronto a sus héroes. Excepcional.

            10. Carta de una desconocida (Letter from an Unknown Woman, 1948) de Max Ophüls.


Niguna historia de amor ha desprendido tanto patetismo y tristeza en el celuloide como esta obra maestra del gran Ophüls.

Yi Yi (ídem, 2000) de Edward Yang.

La película nos muestra el devenir diario de una familia de clase media que vive en la ciudad de Taipéi. NJ (Nianzhen Wu), el padre, trabaja en una empresa informática que está a punto de declararse en quiebra, y, después de muchos años, se encuentra con la mujer que fue su primer y verdadero amor. Su esposa, Min Min (Elaine Jin), sufre una crisis espiritual tras el estado de coma en el que cae su madre, por lo que decide irse durante una temporada a un templo. Ting Ting (Kelly Lee) es la hija adolescente que comienza a experimentar las cosas buenas y malas que conlleva el tránsito hacia la vida adulta, mientras que para su hermano Yang Yang (Jonathan Chang), de tan sólo ocho años, el día a día supone un continuo descubrimiento.  


La obra capital del cine oriental contemporáneo es este relato coral y costumbrista que encierra una hermosa sapiencia vital a la que la cinematografía de los últimos tiempos no nos tiene demasiado acostumbrados. Yi Yi no sólo supone una lección de cine, es también una lección de vida.

A través del retrato de los distintos miembros de una misma familia, Yang nos expone las experiencias, emociones y sentimientos inherentes a cada una de las etapas vitales.


 Yi Yi es alegría y dolor, nacimiento y muerte; es la fascinación de la infancia, el dubitar de la adolescencia, el ímpetu de la juventud, el desencanto de la madurez y la serenidad de la vejez. Yi Yi es, en definitiva, la propia existencia.

El filme se abre con una boda y se cierra con un funeral, lo que dota a la narración de una estructura simétrica que se ve acentuada por la celebración, hacia la mitad del metraje, de una fiesta de bienvenida a un recién nacido. Son, por tanto, tres ceremonias asociadas al ciclo vital las que articulan y equilibran el relato.

Edward Yang recoge de forma apacible y contemplativa, lo que lo emparenta con algunos maestros clásicos como Ozu y Naruse,  el sinfín de situaciones a las que nos enfrenta la vida, primando casi siempre una visión cíclica de la misma, como si todos estuviésemos destinados/condenados a compartir similares experiencias.


El director acierta al utilizar a la figura silente de la abuela, que representa la sabiduría y la calma del pasado, como recurso para que el resto de personajes exorcicen ante ella sus secretos y emociones más íntimas.

Yi Yi nos muestra fielmente la vida del hombre moderno en la gran urbe (la ciudad es un personaje más), de ahí que Yang filme a sus personajes a través de cristales que permiten ver lo que ocurre fuera, o que recurra a mostrarnos determinadas escenas mediante los reflejos de estos, haciendo un uso excepcional del fuera de campo.


La película también encierra interesantes reflexiones sobre el propio cine (no es casual que Yang Yang experimente con su cámara de fotos, con la que fotografía las nucas de los demás para mostrarles aquello de sí mismos que ellos no pueden ver), como la que se muestra en el siguiente extracto de un diálogo:

“-  La vida es una mezcla de alegría y tristeza. Las películas son como la vida. Por eso nos encantan.
  - Entonces… ¿quién necesita las películas? ¡Quédate en casa y vive la vida!
  - Vivimos tres veces más desde que el hombre inventó las películas. Significa que las películas nos dan el doble de lo que nos da la vida diaria…”

En definitiva, una verdadera obra de arte.


Saraband (ídem, 2003) de Ingmar Bergman.


Tras varias décadas sin verse, Marianne (Liv Ullmann) decide realizar una visita a su ex marido Johan (Erland Josephson), que vive en una aislada cabaña situada en medio del bosque. Cerca del lugar también habitan Henrik (Börje Ahlstedt), hijo de Johan, y su hija Karin (Julia Dufvenius).


Doloroso reencuentro otoñal con el que Bergman cierra su excepcional filmografía, exponiendo, una vez más, su descarnada y pesimista concepción de la existencia humana.

No debe entenderse Saraband como una secuela en el sentido más estricto,  sino como el retomar de unos personajes ya configurados, que se ven enriquecidos con la profundidad y los matices que otorga la experiencia de los años vividos.

Bergman vuelve a incidir en temas ya conocidos dentro de su obra, como la incapacidad de comunicación/relación del hombre con sus semejantes, la pérdida, el tormento interior o la muerte; y lo hace con una crudeza inaudita, incluso dentro de su propia obra.


Su arquitectura narrativa resulta extraordinaria por su impecable precisión y simpleza, articulándose en diez episodios precedidos por un prólogo y coronados con un epílogo, en donde los personajes se enfrentan, siempre de dos en dos, desnudando sus almas ante una cámara rigurosa en la captación de miradas, gestos y palabras.

La virulencia y aspereza de los diálogos surge por la necesidad del propio autor de exorcizar sus fantasmas interiores con una sinceridad que apabulla.

 Pero no todo es padecimiento en esta madura pieza de cámara, ya que también encontramos ternura y calidez, aunque sólo se dé en momentos muy concretos (el abrazo entre Johan y Marianne al principio o la secuencia en la que ambos deciden compartir lecho casi al final).

Los cuatro actores que protagonizan la cinta están espléndidos, sobre todo Erland Josephson; un actor imponente que ofrece una magistral interpretación a pesar de estar aquejado de un avanzado parkinson.


El quinto personaje en discordia, y al que sólo vislumbramos en fotos, es el de Anna, la fallecida esposa de Henrik a la que todos se aferran por suponer un oasis de abnegación y bondad en un mundo que resulta insoportable.

Todavía es pronto, pero con el paso del tiempo, Saraband será considerada como una de las obras más profundamente personales de su esencial autor.

Scorsese, secretos de una mente cinéfila.


Por Ricardo Pérez Quiñones
Artículo publicado en el número 183 de Junio de 2010 de la revista Versión Original. Pags. 36-41. Para ver el original consulte la misma en http://fundacionrebross.org/.


Martin Scorsese es uno de los cineastas norteamericanos más influyentes de las últimas décadas (que se lo pregunten a Tarantino o a Paul Thomas Anderson entre otros). Obras como Taxi Driver (ídem, 1976), Toro salvaje (Raging Bull, 1980) o Uno de los nuestros (Goodfellas, 1990) son ya clásicos indiscutibles del cine moderno/contemporáneo. Sin embargo, y a pesar de sus logros artísticos, su figura aparece cada día más cuestionada por un determinado sector de la crítica, que lo considera acabado o en bajo estado de forma. Si bien es cierto que sus últimos trabajos distaban mucho de ser satisfactorios y alimentaban la voz de sus detractores, resulta poco menos que atrevido ningunear a un director de la talla del neoyorquino, al que se le ha colgado la etiqueta  del “ya no es lo que era” que me temo le acompañará durante el resto de su filmografía.
Es en este contexto de escepticismo generalizado sobre lo que Scorsese puede ofrecer todavía cuando nos llega Shutter Island (ídem, 2010), soberbia y ambigua reflexión acerca de la fragilidad de la mente y lo fácil que resulta la manipulación de la misma, una sombría exposición de secretos no siempre revelados, que atañen tanto a la psiquis del protagonista como a lo que se hace tras los muros de una institución psiquiátrica.
La acción se sitúa en 1954; los agentes judiciales Teddy Daniels (Leonardo DiCaprio) y Chuck Aule (Mark Ruffalo) se dirigen a Shutter Island, donde se ubica el hospital psiquiátrico Ashecliffe, centro penitenciario para criminales perturbados, con el objetivo de investigar la desaparición de una peligrosa asesina.


Scorsese retoma el camino del thriller psicológico que había iniciado con El cabo del miedo (Cape Fear, 1991) ofreciendo aquí una obra de mayor empaque y complejidad que la citada, dando rienda suelta a toda su sapiencia cinéfila con un número casi incontable de homenajes y referencias a otras cintas.
Todos estos guiños hacia otras películas, a los que nos referiremos después, no impiden vislumbrar unas raíces literarias claramente góticas que ya se encontraban en el texto original de Dennis Lehane, y que Scorsese ha sabido plasmar magistralmente en la pantalla. En este sentido se ha señalado la influencia de Poe, pero Shutter Island  es, ante todo, deudora de las atmósferas de Ann Radcliffe y de los giros en la trama de Henry James. Precisamente las teorías y experimentaciones literarias de este último acerca del punto de vista, en las que la interpretación del texto depende del lector que lo lea, resultan esenciales para comprender en toda su dimensión la película, cuya ambigüedad parecen haber pasado por alto muchos críticos y aficionados, que en actitud pasiva se han contentado con la supuesta explicación final, obviando otras lecturas igualmente válidas, y por tanto, simplificando aquello que Scorsese pretendía conseguir.


A continuación haremos alusión a algunos de los filmes que probablemente hayan inspirado a Scorsese durante la filmación de la presente obra, que es, dentro de su trayectoria, la que mejor refleja su amor al cine.
 En primer lugar citaremos dos producciones del mismo año, como son La isla de las almas perdidas (Island of Lost Souls, 1932) de Erle C. Kenton y El malvado Zaroff (The Most Dangerous Game, 1932) de Ernest B. Schoedsack e Irving Pichel.  Ambas joyas contextualizan su desarrollo en una remota isla donde se llevan a cabo prácticas “poco civilizadas”, algo que coincide con Shutter Island si entendemos que en el psiquiátrico Ashecliffe se experimenta con los pacientes. Pero las coincidencias van más allá de la mera similitud en el contexto geográfico, ya que el plano inicial de la cinta de Scorsese, en el que un barco emerge de entre la niebla, es idéntico al que inicia la película de Erle C. Kenton. Además, el “mad doctor” que en ésta interpretaba Charles Laughton encuentra aquí a su alter ego en el personaje de Ben Kingsley, y si en La isla de las almas perdidas las vivisecciones de animales se llevaban a cabo en la llamada “casa del dolor”, en Shutter Island las operaciones cerebrales se realizan en el faro de la isla. Por otro lado, los acantilados escarpados son muy parecidos a los que rodeaban a la isla de El malvado Zaroff, por no hablar de la existencia en Shutter Island de edificios de otra época, como es el caso de la mansión en donde viven los doctores y el pabellón C destinado a los pacientes más peligrosos, construcciones que datan de la Guerra de Secesión, y que nos traen a la mente la fortaleza construida por los portugueses siglos atrás que servía de residencia al Conde Zaroff.
Resulta evidente que Scorsese también conoce y homenajea a ciertas películas que la RKO alumbró durante los años cuarenta. Se ha comentado al respecto la influencia de Retorno al pasado (Out of the past, 1947) de Jacques Tourneur, pero la misma resulta meramente anecdótica en comparación con los filmes que Val Lewton produjo y Mark Robson dirigió dentro de la mítica productora, como La isla de la muerte (Isle of the Dead, 1945), donde un grupo de individuos quedaba aislado en una pequeña isla griega y la locura se apoderaba del personaje al que daba vida Boris Karloff, o Bedlam, Hospital psiquiátrico (Bedlam, 1946), película en la que el propio Karloff dirigía de forma siniestra el famoso manicomio de St. Mary´s of Bethlehem en el siglo XVIII londinense.


Shutter Island también es deudora de la ambigüedad de las mejores películas de Roman Polanski como La semilla del diablo (Rosemary´s baby, 1968) o El quimérico inquilino (The Tenant, 1976), de algunas secuencias de El resplandor (The shining, 1980) de Stanley Kubrick e incluso de la obra kafkiana El proceso (The Trial, 1962) de Orson Welles.
No obstante, la máxima influencia la encontramos en Hitchcock y en dos de sus películas, como son Recuerda (Spellbound, 1945) y, sobre todo, Vértigo (De entre los muertos) (Vertigo, 1958). En la primera de ellas ya encontrábamos a un individuo que se creaba una falsa identidad de forma inconsciente debido a su complejo de culpa consecuencia de un trauma infantil. Con Vértigo, por su parte, Shutter Island comparte a un protagonista al que un acto de servicio (policial en un caso, militar en el otro) ha traumatizado y que se obsesiona de forma enfermiza con una rubia de belleza gélida que lo conduce a la destrucción; amén de guiños puramente visuales, como la subida de una escalera de caracol o un beso/abrazo entre amantes filmado con un giro de 360º de la cámara.
En cualquier caso, las influencias de Scorsese en esta película no se limitan al cine norteamericano, o sino véanse algunos puntos de conexión con El gabinete del doctor Caligari (Das Kabinett des Dr. Caligari, 1920) de Robert Wiene y con La hora del lobo (Vargtimmen, 1967) de Ingmar Bergman ¿O es que alguien cree que la presencia en el reparto de Max von Sydow es casual?


A pesar de lo comentado, Shutter Island se integra a la perfección en el universo fílmico del director neoyorquino, ese universo en el que gravitan personajes enajenados que ocupan, voluntariamente o no, una posición marginal respecto a la sociedad.
Sería injusto terminar el comentario sin hacer alusión al poder y la fuerza que emanan de algunas imágenes del filme, como aquella secuencia onírica en la que el recuerdo de la guapa Michelle Williams se esfuma, convertido en cenizas,  de entre los brazos de un dolido Dicaprio mientras suena la triste y conmovedora On The Nature Of Daylight de Max Richter.
En definitiva; bienvenidos a Shutter Island, bienvenidos a los secretos de la mente, bienvenidos a los secretos del cine.





Primavera tardía (Banshun, 1949) de Yasujiro Ozu.


Noriko (Setsuko Hara) sigue viviendo con su padre viudo (Chishu Ryu) a pesar de que ya se encuentra en edad de contraer matrimonio. Sin embargo, la idea de separarse de su progenitor le embarga de una profunda tristeza.


En la historia del cine japonés destacan por méritos propios los nombres de cuatro directores: Yasujiro Ozu, Kenji Mizoguchi, Akira Kurosawa y el injustamente olvidado Mikio Naruse. El primero de ellos es, probablemente, el más importante; no sólo por ser el más trascendental y poético, sino porque también consiguió crear un lenguaje cinematográfico único e intransferible.

 A Ozu se le suele considerar tradicionalmente como el director más japonés de todos, algo que no deja de ser curioso si tenemos en cuenta que su cine no se parece al de ningún otro director nipón. Mizoguchi señalaba que él intentaba hacer realistas historias extraordinarias, mientras que Ozu convertía lo cotidiano en extraordinario, algo que a su juicio era mucho más complicado.

Ozu, gran admirador del cine occidental, se formó en el período mudo, y a partir de entonces fue depurando su estilo, liberándolo de artificios y elementos innecesarios.


 Su cámara se sitúa casi siempre a pocos centímetros del suelo, lo que le obligó desde el principio a construir techos en los decorados, ya que estos resultaban visibles, acentuándose además una puesta en escena en profundidad remarcada por los propios decorados. Esa cámara suele ser poco móvil; en este sentido Ozu evolucionará hasta tal punto que en algunas de sus últimas películas no habrá ni un solo movimiento de la misma. El montaje resulta fundamental en su obra, todo lo contrario que en la de Mizoguchi, en la que sus famosos planos-secuencia reducirán la importancia del mismo. De ahí que Donald Richie señalara que Ozu es el director del montaje, mientras que Mizoguchi sería el del no montaje.

Ozu también renuncia a los fundidos de cualquier tipo, sustituyéndolos por sus míticos planos de transición, que sirven o bien para dotar de contextualización a la siguiente escena, o bien para resaltar la importancia de naturalezas muertas como muebles o jarrones. Es importante señalar que en sus películas los decorados siempre tienen cuatro paredes (en lugar de las tres que solían utilizarse en el Hollywood clásico), de modo que la cámara puede situarse en cualquier lado de la estancia. A todo ello hay que sumar que nos encontramos ante uno de los mayores maestros en la composición planos, a los que dota de un lirismo sublime.

 Cuenta, por tanto, con un lenguaje propio que lejos de ser simple como se podría pensar a primera vista, resulta tremendamente complejo.


La cinta que ahora nos ocupa; Banshun, es una de sus mejores obras, título clave que influye prácticamente en casi todas las películas que hizo posteriormente. En ella nos encontramos con algunos de los temas esenciales de su filmografía, como la relación entre las distintas generaciones, el paso del tiempo o la soledad. El magnífico guión fue escrito conjuntamente por el propio Ozu y su gran amigo Kôgo Noda a partir de una historia de Kazuo Hirotsu.

Decir que el filme resulta conmovedor es quedarse corto. Pocas veces, o quizás nunca, se ha visto en el cine una relación más bella entre padre e hija, interpretados magistralmente por la musa de Ozu y su actor fetiche.


Como secuencias inolvidables, destacan el último viaje que realizan juntos a la ciudad de Kyoto; el momento en el que Noriko se viste de novia y mira de forma tímida a su amado padre, al que agradece lo hecho por ella, y por supuesto, la escena final. Secuencia en la que el padre, ya solo en su casa, pela una pieza de fruta mientras se le caen las lágrimas. La tristeza que desprende es tan grande, que el espectador se ve obligado a acompañar al gran Chishu Ryu en su amargo llanto.
       

El cerebro de Frankenstein (Frankenstein Must Be Destroyed, 1969) de Terence Fisher.

El Barón Frankenstein (Peter Cushing) y el Doctor Brandt (George Prauda), llevan años investigando la posibilidad de trasplantar el cerebro humano. Tras ser investigados por las autoridades, el Barón es expulsado del país, mientras que su colega se vuelve loco y es encerrado en una institución mental.

Un tiempo después, Frankenstein regresará para conseguir del ya demente Brandt el secreto que completará sus experimentos.


Penúltima entrega de la saga que Fisher realizó para la Hammer sobre el mito creado por  Mary Shelley tras La maldición de Frankenstein (The Curse of Frankenstein, 1957), La venganza de Frankenstein (The Revenge of Frankenstein, 1958) y Frankenstein creó a la mujer (Frankenstein Created Woman, 1967). Más tarde llegaría la menos lograda, que no fallida, de la serie: Frankenstein y el monstruo del infierno (Frankenstein and the Monster from Hell, 1974).

Se trata de uno de los filmes más complejos y logrados de Fisher, donde éste da muestras de su sapiencia cinematográfica creando una obra prácticamente perfecta que se aleja del terror de choque para adentrarse en ramas más profundas y metafísicas.


La cinta se inicia con una brillante secuencia en la que se nos muestra una decapitación mediante un plano subjetivo. Se nos oculta la identidad del asesino, del que sólo advertimos sus pies y la hoz que lleva en su mano.

Otras secuencias en las que el suspense alcanza cotas altísimas, y que serían dignas del mejor Hitchcock, son la del registro policial de la pensión donde se hospeda Frankenstein y la de la rotura de la tubería en el jardín, que provoca que salga a la luz parte de un cadáver que con anterioridad había sido cuidadosamente enterrado. Pero sin duda, la secuencia cumbre, ya no sólo de la película, sino de toda la filmografía fisheriana, es aquella en la que el trasplantado, magistralmente interpretado por Freddie Jones, visita a su esposa en la oscuridad de la noche mientras ésta duerme, sabedor de que con ese cuerpo nunca será reconocido por la mujer a la que ama. Es difícil tratar de describir la profunda tristeza y el patetismo que emanan de la misma.


Dentro del reparto, además del mencionado Jones, destaca el trabajo de Cushing, que se muestra más cínico y malvado que nunca.

A resaltar también, la brillante labor de dos artistas made in Hammer como Arthur Grant y su excelente fotografía, y el compositor James Bernard, que escribe una de las partituras más notables de su loable carrera.

En definitiva, Frankenstein Must Be Destroyed es una obra maestra del género fantástico que merece ser revisitada y degustada una y otra vez.

No es país para viejos (No Country for Old Men, 2007) de Joel y Ethan Coen.


Lewelyn Moss (Josh Brolin) es un tipo corriente que estando de caza se topa con los resultados de una masacre derivada de una fallida transacción de droga. Cerca del lugar halla un maletín con dos millones de dólares, cantidad que se dispone a conservar. Tras los pasos de Lewelyn encontramos a un asesino psicópata contratado para recuperar el dinero llamado Anton Chigurh (Javier Bardem), y al envejecido sheriff Ed Bell (Tommy Lee Jones), que trata de resolver el asunto criminal.


La historia del cine nos demuestra que hay películas que acaban convirtiéndose en clásicos por su calidad, mientras que otras lo hacen porque sus temáticas se adecuan o reflejan algunos elementos clave del contexto en el que surgen. La cinta que ahora nos ocupa, la adaptación que los hermanos Coen han llevado a cabo de la obra de Cormac McCarthy, probablemente alcanzará ese status por ambas razones.

El valor de estos hermanos de Minnesota no se basa en su capacidad para crear cosas nuevas u originales, sino en su sorprendente lucidez a la hora de reinterpretar géneros ya desgastados. Es lo que ocurre con No Country for Old Men, un aparente psicothriller que por su iconografía (el desierto tejano, caballos, sombreros, el sheriff, el villano, el botín…) se asemeja a un western de relectura posmoderna.


Los Coen demuestran en ésta, su mejor película, que han alcanzado la madurez en la utilización del lenguaje cinematográfico. No necesitan golpes de efecto, ni clímax, ni música. Les basta con su milimétrica planificación de la puesta en escena. 

La película debe ser entendida como una fábula moral en la que se establece la tradicional lucha entre el bien y el mal. El mal se personifica en el personaje de Chigurh, y el bien en la figura del sheriff Bell.

Hay un claro desequilibrio en esa lucha, ya que mientras el mal se pasea a sus anchas, el bien se muestra desencantado, incapaz de comprender la naturaleza destructiva de su enemigo.


La violencia gratuita de la sociedad contemporánea terminará por retirar al bien de la lucha. Sólo el azar (una moneda lanzada al aire) puede frenar, en parte, el poder de un mal que se muestra insaciable.

Algunos le han criticado al filme un final abierto que no ofrece respuestas. Sin embargo, resulta perfecto. Pues esa incertidumbre es la misma que prevalece en nuestra sociedad, una sociedad en la que sólo la incertidumbre se muestra como certeza.
 

El regreso del vampiro (The return of the vampire, 1944) de Lew Landers.

Armand Tesla (Bela Lugosi) es un científico rumano del S.XVIII que tras escribir un tratado sobre vampirismo acabará convirtiéndose en un monstruo sediento de sangre. 

Tesla causará estragos en el Londres de 1918, aunque será destruido por el Dr. Walter Saunders (Gilbert Emery) y por Lady Jane Ainsley (Frieda Inescort).

Sin embargo, años más tarde, tras un bombardeo de los nazis durante la Segunda Guerra Mundial, el ataúd de Tesla saldrá a la luz, cebándose en su regreso con la ya envejecida Dra. Ainsley y con la sensual Nicki (Nina Foch), nieta del Dr. Saunders.


Interesante título del subgénero de vampiros, supone la última gran interpretación de Lugosi y es pionero por ser de los primeros en mostrar de forma explícita las cicatrices que los “chupasangre” dejan en el cuello de sus víctimas.

Aunque su valía cinematográfica se aleja mucho de los títulos maestros sobre “chupópteros”, se trata de un filme estimable, altamente recomendable para los amantes de estas fascinantes criaturas y deudor en muchos aspectos del Drácula de Tod Browning.


Debido al éxito que tenían por entonces las películas sobre hombres lobo tras The wolfman de  George Waggner, el guionista Griffin Jay decidió incluir un licántropo en la trama, surgiendo así el personaje de Andreas Obry (Matt Willis), esbirro simpático que ayuda a Tesla a llevar a cabo sus planes.

A pesar de tratarse de una película barata, su atmósfera de misterio está bastante lograda, de modo que la noche, la niebla y los cementerios nos embriagan de lo sobrenatural.

Son destacables la fotografía (con momentos de un expresionismo muy eficaz) de L. William O´Connell y John Stumar, así como la música de Mario Castelnuovo-Tedesco.


También resultan interesantes las imágenes de archivo que se utilizan sobre un bombardeo alemán, dotando al filme de un realismo contextual poco frecuente en este tipo de producciones.


Pero sin duda, lo mejor de todo es la presencia hipnótica de un Bela Lugosi que ya por entonces tenía graves problemas con las drogas. Siempre será un placer contemplar en pantalla a este magnético icono del cine de terror.

Iván el terrible, I y II parte (Ivan Groznyy I/ Ivan Groznyy II: Boyarsky zagovor, 1944) de Sergei M. Eisenstein.


En la primera película se narra parte del reinado de Iván IV (S.XVI), apodado “el terrible” (Nicolai Tcherkassov), primer gobernante que asumió el título de zar y luchó por la unificación de Rusia frente a los intereses de los boyardos y la iglesia ortodoxa.

La segunda parte (La conjura de los boyardos) se centra fundamentalmente en las conspiraciones que llevan a cabo los enemigos de Iván para derrocarle, provocando así la ira del zar, que desde entonces hará honor a su apelativo.


Inicialmente el proyecto incluía la filmación de una tercera parte; sin embargo, la prematura muerte del director no lo permitió.

Mientras que por la primera parte Eisenstein recibió multitud de premios y halagos en su país, la segunda fue bastante mal recibida. Las autoridades criticaron su escasa veracidad histórica, y el propio Stallin vio en el segundo Iván una especie de reflejo de sí mismo. Es preciso señalar, que el Iván de la segunda parte es un hombre atormentado de espíritu shakespearino, una especie de Hamlet que nada tiene que ver con un soberano absoluto y seguro. Por todo ello fue censurada y no pudo verse en la URSS hasta 1958.

Nos encontramos ante una obra grandiosa, que en términos de estilo visual y logros formales resulta insuperable. La sublime y milimétrica puesta en escena permite a Eisenstein mostrar su portentosa capacidad expresionista, sólo comparable a la de Orson Welles.


La cámara apenas se mueve (en la primera parte sólo hay seis movimientos en más de hora y media), y la acción fluye a través de un genial uso del montaje. Eisenstein vuelve a demostrar por qué se le considera el mejor montador de la historia del cine.

El filme está lleno de planos antológicos, destacando el uso de primeros y primerísimos planos donde las miradas juegan un papel esencial. Uno de los más recordados es aquel en el que se combina un primer plano del perfil de Iván mirando hacia abajo con un fondo en el que se observa una hilera de personas que avanzan sobre un paisaje nevado.

Las interpretaciones pueden parecer exageradas y teatrales, sobre todo la de Nicolai Tcherkassov, algo que se debe a la influencia del teatro chino y del kabuki japonés. Y es que todo en el filme está sublimemente estilizado.


Aunque la película está rodada en blanco y negro, con una magnífica fotografía de Andrei Moskvin y Eduard Tissé, los últimos minutos son en color, ya que Eisenstein utilizó unos rollos de película virgen Agfa que los rusos habían confiscado en Alemania durante la guerra. No se trata de un color de texturas naturales, sino que predominan los tonos rojos fuertes (la fiesta del zar) y los amarillentos (el asesinato del zar impostor en la catedral). Sin duda, una muestra de las experimentaciones que Eisenstein podía haber llevado a cabo con el color en futuros trabajos.


            Otro elemento a destacar en esta magna obra es la extraordinaria partitura de Sergei Prokofiev.

Se trata, en conclusión, de una pieza de arte cinematográfico con mayúsculas.

Las diez mejores películas de los Años 70.

1.  Stalker (ídem, 1979) de Andrei Tarkovsky.

  Hermosa y profundamente misteriosa parábola sobre la falta de fe en el mundo con la que el genio ruso alcanzaba la plena madurez de su lenguaje. Es una de las más fascinantes y densas películas de la historia del cine. Una obra de cuya complejidad y belleza sólo podía ser responsable el gran Andrei Tarkovsky. Debería existir una Zona, y debería existir un Stalker que nos condujese a ella...

2.  Gritos y susurros (Viskningar och rop, 1972) de Ingmar Bergman.

  Obra maestra cruda y angustiosa en la que Bergman reflexiona acerca de la influencia que la muerte ejerce en el mundo de los vivos. Una de las cumbres plásticas del maestro sueco.

3.  El Rey Lear (Korol Lir, 1971) de Grigori Kozintsev.
  
   Nadie ha captado el espíritu de Shakespeare con mayor lucidez en sus películas que el cineasta soviético Grigori Kozintsev. Su inspirada adaptación de El Rey Lear resulta tan imprescindible como su homónimo literario. Una obra redonda de principio a fin.

4.  Barry Lyndon (ídem, 1975) de Stanley Kubrick.

  El afán de perfeccionismo de Kubrick alcanza en esta película su máxima expresión; una milimétrica y precisa reconstrucción del siglo XVIII que supone su filme más conseguido.

5.  El espejo (Zerkalo, 1975) de Andrei Tarkovsky.

  Un mundo de sueños y recuerdos filtrado a través de la irrepetible visión poética del mayor artista del siglo XX ¿Alguien da más?

6.  El espíritu de la colmena (1973) de Víctor Erice.

Hablar o escribir acerca de El espíritu de la colmena, uno de los filmes más bellos que jamás se han realizado, supone enturbiar esa pureza que uno sólo puede aprehender a través de la contemplación de cada uno de sus extraordinarios fotogramas. Y es que pocas son las películas que destilan la poesía y la magia de la presente, indiscutible obra mayor de nuestra cinematografía.

7. Tristana (1970) de Luis Buñuel.

Probablemente no se haya sido del todo justo con la que es, en opinión de quien suscribe estas líneas, una de las tres o cuatro mejores películas de toda su filmografía. Vista a día de hoy, Tristana se mantiene como una obra excepcional y profundamente personal (esa añeja Toledo que nos muestran sus imborrables imágenes no difiere mucho de aquella que Buñuel frecuentó junto a Dalí y Lorca en sus años de juventud), una cumbre ineludible en la trayectoria del autor de Un perro andaluz.

8.  El quimérico inquilino (Le locataire, 1976) de Roman Polanski.

El quimérico inquilino no sólo me parece el mejor filme de Polanski, sino que también lo considero el más turbador, escalofriante y aterrador ensayo que sobre la paranoia y el descenso al infierno de la locura, ha legado el cine.

9.  Dersu Uzala (El cazador) (Dersu Uzala, 1975) de Akira Kurosawa.

  La historia de amistad más hermosa que nos ha legado el cine. Una película sabia y triste. Un canto a la naturaleza y a la comunión de ésta con el hombre. Obra maestra.


10.  Muerte en Venecia (Morte a Venezia, 1971) de Luchino Visconti.

  El artista y su obsesión enfermiza por alcanzar la belleza en este exquisito e inolvidable drama de Visconti, que se inspira claramente en la figura de Gustav Mahler.