Sunset Song (ídem, 2015) de Terence Davies.

“Al final de esta gran obra, el tiempo y la tierra perduran más allá de la guerra, más allá del sufrimiento humano e, incluso, más allá de su propia existencia”.
(Terence Davies)

Se narra la historia de los Guthrie, una familia escocesa de granjeros de principios del siglo XX, desde la perspectiva de la hija mayor, Chris (Agyness Deyn).


El veterano realizador británico Terence Davies (Voces distantes, La casa de la alegría, The Deep Blue Sea), adapta en Sunset Song la novela homónima del escritor escocés Lewis Grassic Gibbon; un melodrama rural de época deliciosamente anticuado (recuerda por momentos al John Ford de ¡Qué verde era mi valle!), que resulta tan ejemplar en su construcción narrativa, dramática y formal, como rutinario en su previsible y trágico desarrollo. La película, una historia que en opinión del propio Davies “merecía ser contada”, se presentó durante el pasado Festival de Cine de San Sebastián.


Por encima de temas como la abnegación femenina, las relaciones familiares, la tradición o las duras condiciones de vida de los granjeros escoceses de principios del siglo pasado, se sitúa en Sunset Song un tema capital dentro la filmografía de Terence Davies: el del paso del tiempo y lo efímero de la existencia humana. Un paso del tiempo vinculado a la tierra (a su trabajo) y al ciclo de la vida (nacer, crecer, reproducirse y morir). Narrada en tercera persona (aunque la voz en off sea la de la protagonista), la trama del filme se estructura en dos partes, constituyendo la muerte de uno de los personajes principales el elemento que permite el tránsito de una a otra; el paso de la adolescencia a la vida adulta en la persona de Chris Guthrie. La prosa poética de Grassic Gibbon, puntea ocasionalmente las bellas imágenes compuestas por el director, otorgando lirismo y densidad temporal al relato. La minuciosidad habitual de Davies en la concepción de la puesta en escena (uno de los sellos de identidad de su cine), supone el punto más logrado de la película; sin embargo, ese afán de perfeccionismo, visible en cada uno de los planos que conforman los ciento treinta y cinco minutos del metraje, en lugar de estar al servicio de la historia, parece presidirla, lo que le resta naturalidad a un conjunto que se cuece a fuego lento, y en el que sólo desentona el innecesario flashback del final.


Con respecto al reparto, Agyness Deyn se muestra solvente en su encarnación de la heroína protagonista (todo lo contrario que el pusilánime Kevin Guthrie), aunque quien más destaca es Peter Mullan en el papel de su severo padre (su presencia coincide con el primer tramo de la película, el mejor en opinión del que suscribe estas líneas).

Sunset Song constituye una obra de corte clásico muy bien elaborada, aunque a veces se la ve demasiado prisionera de sus ataduras formales. En cualquier caso, es netamente superior a la media de estrenos semanales.


Soundtracks: A.I. Inteligencia Artificial (2001) de John Williams.

Por Antonio Miranda.


Traemos a Esculpiendo el Tiempo al incomparable genio estadounidense de la música de cine ahora que, recientemente, ha sido reconocido por el Instituto de cine americano (AFI), premio por vez primera en 44 años otorgado a alguien no director ni actor. Al margen de la calidad o clasificación de los filmes en los que ha participado (a juicio de cada uno), su obra queda registrada ya sin duda ninguna entre las obligadas dentro del Arte de todos los tiempos.

Inicio arrollador, en la partitura que tratamos, sutil, delicado y con una curiosa aplicación: el niño protagonista, bajo una gran interpretación, nos introduce de lleno en su naturaleza fílmica de máquina que el músico, con gran maestría, es capaz de atacar para devolver la humanidad al robot (que, precisamente, es lo que buscará durante toda su aventura) gracias a una colección de momentos narrativos deliciosos que culminan, de forma sorprendente, con la declaración de amor de la madre en la que Williams presenta, por vez primera, la melodía inigualable del tema principal de esta obra. Un inicio de historia sólo al alcance de un genio como él. Imaginar los quehaceres de la familia durante los primeros instantes de la película sin las notas de la partitura es, realmente, difícil. El ejemplo más claro, y que representa la forma de componer de todo este inicio, es la secuencia en la que la madre, a punto de irse con su marido, regresa junto a David, el niño robot, y le enseña el juguete del osito Teddy que su hijo, con problemas de salud, usaba a menudo. La escena, musicalmente hablando, es de una belleza plástica y calidad compositiva extraordinarias. Cómo John Williams modula y crea sensaciones distintas un segundo sí, otro también, cambiantes sin descanso y unidas todas sin grietas, resulta de un asombro particularísimo, siempre propio del ‘’Maestro’’. Secuencia, sin duda ninguna, a estudiar por cualquier compositor, seguidor o amante del cine o la música. Ejemplar y única, pese a pasar, seguramente, desapercibida.


La estructura formal de todo el cuerpo de la composición sigue le línea comentada, absolutamente convirtiendo ‘’Inteligencia artificial’’ en una narración sutil de las más elegantes de la carrera del artista y, al tiempo, de las menos valoradas, seguramente debido a esta forma de planteamiento mediante conceptos para nada comerciales, siempre melódicamente complejos y con un solo tema principal, hermosísimo, puntualmente empleado y con un significado importantísimo que, al tiempo, se lo ofrece también al resto de la, muchas veces, olvidada obra de John Williams para esta producción futurista de Steven Spielberg. La parte final, comenzada desde la llegada de David a la devastada Manhattan, mantiene una ejemplar medida de situaciones, aportando una simplificada narración a momentos aparentemente importantes y fácilmente elaborables mediante fragmentos sinfónicos y llamativos. No es así y Williams contiene todo, dueño del argumento, para los instantes finales, rebosantes (mediante la ya aparición directa del tema principal) de una belleza poco alcanzable en la historia de la música de cine. El desenlace del filme (tantas veces criticado pero, sin duda, elemento fundamental en la obra, como bien podemos darnos cuenta al escuchar detalladamente su composición musical), con la melodía principal ya presente en todo momento, contiene una explosión de emociones asombrosa. Y siempre, repetimos, mediante la elegancia y la sutileza, nunca desbordada ni exagerada, de la música. Ligeras referencias (en la parte final coral) a la música que Stanley Kubrick (fundamental en la concepción del proyecto) empleó del compositor György Ligeti en su ‘’2001’’.

Concluyendo, obra no tan reconocida como debiera, llena de detalles emocionales trabajados desde la prudencia musical y con un final, igualmente cauto, con una fuerza de Romanticismo insuperable.


Una historia inmortal (Histoire immortelle, 1968) de Orson Welles.

“Es muy duro querer algo hasta el punto de no ser capaz de vivir sin ello. Si no lo consigues, es duro. Y si lo consigues, es más duro aún”.

Siglo XIX, colonia portuguesa de Macao, en China. Charles Clay (Orson Welles) es un rico comerciante americano, obsesionado con la idea de hacer realidad una antigua leyenda contada por los marineros: la de un viejo rico sin heredero, que ofreció a un marinero pobre cinco guineas de oro a cambio de pasar una noche con su joven y bella esposa.


Este mediometraje, realizado en principio para la televisión francesa, aunque finalmente terminaría estrenándose también en salas comerciales en su versión inglesa (con siete minutos más de metraje), adaptación de una obra de la escritora danesa Karen Blixen, supone uno de los trabajos menos conocidos de la filmografía de Orson Welles. Se trata de su primera película en color, algo que nadie podría intuir dada la riqueza cromática de su puesta en escena (excelente fotografía de Willy Kurant). El filme, de una atmósfera poética y onírica próxima a la ensoñación, indaga en temas como las relaciones de poder entre los hombres o la frontera que separa a la realidad de la ficción.


Existen en Histoire immortelle, filmada a caballo entre París y el municipio madrileño de Chinchón, dos dimensiones o capas dramáticas (la real y la ficticia) que se entremezclan por obra y gracia del señor Clay, sucedáneo de otros personajes wellesianos como el Charles Foster Kane de Ciudadano Kane o el Gregory Arkadin de Mister Arkadin. Clay, obsesionado con los “hechos”, quiere convertir en hecho (o realidad) una antigua leyenda contada por los marineros de medio mundo. Para ello, él mismo asumirá el papel de uno de los personajes de la historia, el del viejo rico sin herederos que pretende que un marinero desconocido pase una noche con su joven esposa para dejarla embarazada. Clay, como no podría ser de otra forma, se adjudica para sí el rol central de la trama; el de demiurgo que hace y deshace a su antojo el destino de los demás. Es su único modo de aliviar una existencia vacía y solitaria, ajena por iniciativa al amor y a la amistad. Los otros dos personajes de la leyenda, los de la mujer del viejo y el marinero pobre, serán encarnados por Virginie (Jeanne Moreau) y Paul (Norman Eshley), siendo este último un marinero de verdad al que Clay recoge en una calle adyacente al puerto. El personaje que sirve de nexo de unión entre las dos historias (real y ficticia), es el de Elishama Levinsky (Roger Coggio), el triste contable judío del señor Clay.


Se pueden apreciar a lo largo de Una historia inmortal, algunas de las constantes formales que caracterizaron al cine del autor de Sed de mal, como el uso de la profundidad de campo, la utilización repetida de planos picados y contrapicados, las angulaciones de la cámara o los primeros y primerísimos primeros planos del rostro de los personajes (véase la bellísima y atemporal secuencia de cama entre Virginie y Paul en el aposento de Clay).

Por último, además de mencionar que toda la película está envuelta por las notas del compositor francés Erik Satie, destacar la interpretación de ese enorme (en todos los sentidos) actor que era Orson Welles. Resulta imposible olvidar al decadente señor Clay sentado en su poltrona cual primitivo tirano, bastón en mano.


La edición de A Contracorriente Films

Luces al atardecer (Laitakaupungin valot, 2006) de Aki Kaurismäki.

“Nuestro gran tormento en la vida proviene de que estamos solos y todos nuestros actos y esfuerzos tienden a huir de esa soledad”.
(Guy de Maupassant)

Helsinki. Koistinen (Janne Hyytiäinen) es un solitario guardia de seguridad nocturno que cree encontrar el amor en Mirja (Maria Järvenhelmi), una mujer a la que conoce en una cafetería.


El gran realizador finlandés Aki Kaurismäki (Orimattila, 1957), uno de los pocos cineastas actuales que han conseguido crear un universo fílmico propio, cierra su llamada “trilogía de los perdedores”, de la que también forman parte Nubes pasajeras (Kauas pilvet karkaavat, 1996) y Un hombre sin pasado (Mies vailla menneisyyttä, 2002), con Luces al atardecer, pequeña gema cinematográfica cuyo título parece homenajear a la obra maestra de Charles Chaplin Luces de la ciudad (City Lights, 1931). El filme, de hierática y depurada puesta en escena, trata temas como la soledad, la resignación vital o, en última instancia, la esperanza.


Lo primero que sorprende de Luces al atardecer, es la estructura de su trama, muy habitual dentro del cine negro estadounidense. En ella, un pardillo corriente se deja engatusar por los cantos de sirena procedentes de una mujer fría (fatal) que lo conduce a la absoluta ruina emocional y material. Pero esto no es una película de Robert Siodmak o Robert Aldrich, sino una de Kaurismäki, quien logra llevar el argumento a su personalísimo terreno. Hay matones y embustes, sí, pero no caben ni los disparos ni la venganza. Ni siquiera hay lugar para el trágico final que suele coronar a ese tipo de obras. Aquí todo es estoica resignación y, en menor medida, también esperanza (la que representa para el protagonista el personaje de la abnegada Aila). Por muchos palos que le den al personaje de Koistinen (Kaurismäki lo equipara simbólicamente y de manera sutil a la figura de un perro fiel, como el que aparece un par de veces a lo largo de la película), por muy calamitosas que sean sus circunstancias, éste siempre consigue mirar hacia delante, hacia el (negro) futuro. Esta es la principal moraleja del filme, que no deja de ser una suerte de cuento urbano moderno.


El autor de Le Havre, tan sencillo y a la vez tan complejo en su propuesta formal como en su día lo fueron Robert Bresson, Yasujiro Ozu o Jean-Pierre Melville (sus principales referentes cinematográficos junto al citado Chaplin), vuelve a regalarnos una maravillosa obra repleta de cuidados planos (sean generales, primeros planos, planos detalle, de conjunto o de situación, casi siempre fijos), miradas perdidas y largos silencios, y envuelta por las notas de la música de Giacomo Puccini y los melancólicos tangos de Carlos Gardel. 

Puro Kaurismäki.


El pequeño Quinquin (P'tit Quinquin, 2014) de Bruno Dumont.

“La creencia en algún tipo de maldad sobrenatural no es necesaria. Los hombres por sí solos ya son capaces de cualquier maldad”.
(Joseph Conrad)

La apacible rutina de una pequeña localidad costera de la región francesa de Boulonnais, se ve alterada cuando la policía encuentra una vaca muerta en un búnker, y en el interior de ésta, los restos de una mujer descuartizada. El comandante Van der Weyden (Bernard Pruvost) y su ayudante, el teniente Carpentier (Philippe Jore), se encargan del caso.


En un momento en el que las fronteras entre el cine y la televisión se hacen cada vez menos perceptibles (las series de los grandes canales poseen presupuesto y ambición cinematográfica, mientras que las películas de éxito terminan convertidas en seriales), el realizador francés Bruno Dumont potencia la fusión de ambos medios con P´tit Quinquin, miniserie de cuatro episodios de unos cincuenta minutos de duración aproximada cada uno, que, pese a ser concebida inicialmente para su estreno en el canal de televisión Arte, también se estrenó en salas comerciales dada su buena acogida por parte de público y crítica. De hecho, la revista Cahiers du Cinéma la consideró la mejor producción audiovisual del año 2014.


El pequeño Quinquin, al igual que buena parte de la filmografía previa del autor de L´humanité (1999), reflexiona en torno al concepto del mal como algo que escapa a la naturaleza racional del ser humano. El mal y los actos de pura maldad (como los macabros asesinatos llevados a cabo a lo largo de los cuatro capítulos de la serie) se revelan incomprensibles, ajenos a la razón. En tanto que inasible, el mal no puede ser abordado desde la lógica (resultaría ilógico), por lo que Dumont opta por una perspectiva cercana al absurdismo. Esa filosofía del absurdo (no olvidemos que Dumont tiene formación filosófica), es reflejada a la perfección por los rostros idiotizados y las elucubraciones sobre el caso del dúo de investigadores que conforman Van der Weyden (innumerables los tics faciales de este comandante de la gendarmería con nombre de pintor flamenco) y su ayudante Carpentier. La película (o la serie), la cual ha sido comparada con más o menos fundamentos con series del tipo Twin Peaks o True Detective, mezcla de modo pintoresco el humor absurdo con el thriller detectivesco en un marco rural en el que uno esperaría encontrarse con cualquier cosa excepto con un cuerpo descuartizado en el interior de una vaca muerta. No hay lugar que el mal no alcance, parece decirnos Dumont, menos grave que de costumbre pero igualmente pesimista en su discurso.


La trama consta de dos líneas narrativas paralelas y casi siempre confluyentes. Por un lado está la línea de investigación que encabezan los dos policías, progresivamente atónitos ante la sucesión de crímenes en la zona; y por el otro, la de las correrías del pequeño Quinquin (Alane Delhaye) y su grupo de traviesos amigos. El director ofrece un retrato grotesco y divertido de la comunidad en la que se desarrolla la acción, así como de sus modos de vida, a la vez que introduce temas varios como el engaño, el rencor o la dificultad para integrarse de determinados miembros (el niño negro musulmán que termina radicalizándose). Es una lástima que los personajes, incluidos los protagonistas, carezcan de dimensión alguna más allá de su trazo caricaturesco.

Emulando a su admirado Robert Bresson, con quien también comparte cierta sobriedad formal, tempo pausado y el gusto por la utilización de piezas de música clásica (aquí Bach), Dumont elige a un grupo de actores no profesionales entre los que destaca un brillante Bernard Pruvost en su encarnación del comandante Van der Weyden.

Extraño, fascinante y nada convencional microcosmos el que hallamos en El pequeño Quinquin y sus casi tres horas y media de notable metraje. No lamentarán adentrarse en él.


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