Soundtracks: El espíritu de la colmena (1973) de Luis de Pablo.

Por Antonio Miranda.


No hay duda del camino que toma la partitura para ‘’El espíritu de la colmena’’, significado que desciframos interpretando adecuadamente la escena en la que Teresa permanece ‘’dormida’’, echada en la cama, mientras (sin verse en pantalla) su marido Fernando llega a la habitación y se oye el sonido del tren a lo lejos. La simbología es absoluta en una secuencia sencilla y humilde. Así hemos de tomar el sentido de la música en esta obra, tan aparentemente inocente e infantil con ese sonido blanco y tierno de la flauta y unas estructuras nada complejas. La escuchamos de forma, aunque no continuada, sí muy presente en una historia pura y rural en la que dos elementos principales van a proyectar su influencia en la composición, para así entender su función: la infancia y los instantes místicos (breves pero directos) en pantalla.


La obra de cámara que Luis de Pablo (prolífico compositor español de música contemporánea) fabrica para la obra de Víctor Erice (no podría ser de otra manera, reflejo de una poesía visual paciente e intelectual, característica del director y poco usual en el cine español) mantiene al espectador entre las dos cualidades más compactas y representativas de la historia: la inocencia y el misterio (filosófico, no lo olvidemos). La primera: marcada por los vientos y la guitarra; la segunda: mediante las modulaciones inteligentes que el músico presenta en la mayoría de sus temas, lo cual nos lleva a percibir algo extraño al tiempo que suena una melodía nítida y dulce. Su presencia, constante, se limita a funcionar como pequeña introducción a las secuencias que se van sucediendo, en la mayoría de los casos sin tomar parte directa en ellas pero sí consiguiendo una orientación partiendo de su escucha.

Durante la segunda parte de la historia, donde ya vamos desgranando la simbología y evolución del argumento, el compositor gira ligeramente sus matices hacia una vertiente enigmática mayor (la espiritual, incluso), ya no basada en las pequeñas modulaciones dentro de temas melódicos sino fabricando completos fragmentos de minimalismo misterioso. Hábil acción del artista que, usando la música como elemento de unión, junta la parte primera, melódica y tierna, con la segunda, más inquietante, y toma como referente el mundo infantil. Un gran trabajo, silencioso en el conjunto de la obra, pero con gran valor.


La historia concluye con el desenlace de una evolución musical y de la historia que confluye absolutamente en la figura de la niña Ana. Su inquietud, su rebeldía (comedida, tranquila y pura) han llevado a de Pablo a transformar sus notas como si de un truco mágico se tratase. No es así, la progresión que ha seguido ha sido estudiada y aplicada con sencillez. Ya al inicio de la película, cuando las dos hermanas visitan por primera vez juntas el pozo de agua y el establo abandonado, el músico plantea la primera pista a su trabajo: propone (versionada) la canción tradicional infantil ‘’Vamos a contar mentiras’’, primero (cuando las niñas van juntas) a un ritmo alegre y desenfadado y más tarde (cuando Ana regresa sola) con una pausa a medio tiempo que es la primera muestra del carácter reservado y enigmático de la orientación (basada en Ana) que va a sucederse durante el argumento.

Luis de Pablo.

En definitiva, un trabajo notable de Luis de Pablo para un filme extraordinario, manteniéndose en un minimalismo progresivo al que llega en un segundo plano durante la película, pero con gran importancia sin duda a la hora de su interpretación.



Qué difícil es ser un dios (Trudno byt bogom, 2013) de Aleksey German.

“La civilización no suprimió la barbarie; la perfeccionó e hizo más cruel y bárbara”.
(Voltaire)

Un grupo de científicos ha sido enviado al planeta Arkanar, donde la civilización local, también humana, se encuentra anclada en una especie de Edad Media. El investigador don Rumata (Leonid Yarmolnik), es tomado allí por el hijo ilegítimo de un dios pagano.


Radical, extrema obra de arte cinematográfico que adapta de manera libre la novela de ciencia-ficción de Arkadi y Boris Strugatski Qué difícil es ser Dios (Trudno byt bogom, 1964). El realizador ruso Aleksey German, fallecido en febrero de 2013, tardó más de una década en poder sacar adelante este monumental proyecto que ya quiso dirigir a finales de los años sesenta, y que finalmente sólo vería la luz tras su muerte, gracias al empeño de su mujer y coguionista, Svetlana Karmalita, y al de su hijo, el también cineasta Aleksey German Jr.


En el filme que nos ocupa, de casi tres horas de metraje, German recurre a un futuro que en realidad es pasado para hablarnos del presente. Su representación del caos moral y material (traducido también a un intencionado caos narrativo) no encuentra parangón en la historia del cine. A través de una apabullante escenografía, que por su carácter grotesco, detallado y acumulativo remite a los cuadros de El Bosco y Brueghel el Viejo, el autor de Control en los caminos introduce al espectador en una atmósfera bárbara, claustrofóbica, embarrada y pestilente por la que pululan sin rumbo fijo personajes de aspecto repugnante que no paran de escupir, moquear, balbucear sin sentido, hurgarse la nariz, tirarse pedos y emitir todo tipo de fluidos corporales. El objetivo no es otro que mostrar la condición más baja del ser humano. Un carnaval dantesco propio de un estercolero que en manos de German adquiere la dimensión de arte mayúsculo gracias a una minuciosa puesta en escena definida por su horror al vacío (hórror vacui). Cada plano está repleto de elementos que llenan el encuadre (de los techos cuelgan armaduras, embutidos, lanzas, espadas, escudos, perros ahorcados…), con personajes que se cruzan en el camino de la cámara yendo de aquí para allá. Asimismo es frecuente verlos dirigirse al objetivo o colocando directamente sus manos delante de él. El director utiliza largos planos secuencia, ejecutados cámara en mano, para recorrer junto a don Rumata, “el observador”, las ruinas del castillo Tocnik, en la República Checa.


Qué difícil es ser un dios, como el material literario original, tiene una lectura política evidente, de crítica hacia el autoritarismo político y hacia la censura del pensamiento intelectual (en Arkanar se persigue y ejecuta a los sabios). También sociológica: la civilización de Arkanar se encuentra estancada en el Medievo. O lo que es lo mismo, en el estadio del feudalismo donde, según la ideología marxista, existe una diferenciación social esencial entre hombres libres y siervos. Por ese estadio deben pasar todas las civilizaciones en su evolución hacia la etapa socialista (la de la URSS de la época de los Strugatski). En ese sentido, don Rumata y los demás estudiosos terrícolas enviados al planeta, esperan un primer paso (que no se da) hacia el Renacimiento. Por último, hay en la película una interesante lectura teológico-filosófica, a la que precisamente alude el título, y que está relacionada con la doctrina del libre albedrío. Don Rumata es un “dios” que tiene prohibido intervenir en la evolución de Arkanar, que, por tanto, queda en manos de la voluntad (he aquí el libre albedrío) de sus habitantes.

En conclusión: una obra áspera, difícil, única e irrepetible que, a buen seguro, irá ganando adeptos con el paso del tiempo, y generará no poca controversia entre la comunidad cinéfila.



Los diez mejores directores alemanes.


1. Max Ophüls (1902-1957).



2. Friedrich Wilhelm Murnau (1888-1931).



3. Werner Herzog (1942-    ).



4. Rainer Werner Fassbinder (1945-1982).



5. Ernst Lubitsch (1892-1947).



6. Wim Wenders (1945-    ).



7. Leni Riefenstahl (1902-2003).



8. Edgar Reitz (1932-    ).



9. Douglas Sirk (1900-1987).



10. William Dieterle (1893-1972).

Una nueva amiga (Une nouvelle amie, 2014) de François Ozon.

“Siempre habíais sido lo más caro a mi corazón, mi posesión y mi obsesión; por eso tuvisteis que morir prematuramente”.
(Friedrich Nietzsche)

Afectada por la muerte de su mejor amiga, Claire (Anais Demoustier) decide hacer una visita a David (Romain Duris), el marido de ésta, que vive junto con la pequeña Lucie, su hija. Es entonces cuando Claire descubre la afición de David por travestirse.


Desde Rainer Werner Fassbinder, no recuerdo una reflexión tan compleja, original y atrevida sobre la identidad sexual (y emocional) del individuo como esta deliciosa extravagancia del cineasta galo François Ozon (Dans la maison, 2012). Lamentablemente, por lo que leo y escucho, no todos han sabido apreciarla como merece.

Une nouvelle amie se inicia con una sucesión de planos detalle de un cadáver que está siendo maquillado y vestido en el interior de un ataúd. Se trata del cuerpo sin vida de Laura (Isild Le Besco), la amiga de siempre de Claire, la protagonista, que ha muerto joven a consecuencia de una grave enfermedad. Como se irá viendo con el paso de los minutos, la decisión por parte del realizador de empezar así no es en absoluto arbitraria, puesto que los actos de maquillarse y vestirse jugarán un papel muy importante en el desarrollo de la trama. Estos diez primeros minutos de metraje, acompañados por la delicada partitura de Phillippe Rombi, son de una condensación y economía narrativas en verdad admirable. Mientras Claire lee su discurso de despedida hacia Laura en la iglesia, Ozon inserta un flashback (no será el único durante la película) en el que se nos muestra la estrecha relación que han mantenido ambas a lo largo de la vida, desde que se conocieron de niñas en la escuela, hasta que contrajeron matrimonio con sus respectivas parejas. En general, todo el filme está exquisitamente escrito (el guión es obra del propio Ozon a partir de un relato corto de la escritora británica Ruth Rendell), rodado e interpretado, destacando el magnífico trabajo de Romain Duris en su doble rol de David/Virginia.


Como ocurría en Rebeca (Rebecca, 1940), de Alfred Hitchcock, o Laura (ídem, 1944), de Otto Preminger; o incluso Vértigo (Vertigo, 1958), también de Hitchcock (la rubia y la pelirroja), la ausencia permanentemente presente de un personaje condiciona el comportamiento del resto. Aquí, el dolor por la pérdida de Laura, convertido en obsesión, provoca en los dos protagonistas la irrupción de sus deseos más profundos, hasta ese momento velados, reprimidos: el travestismo en el caso de David, y la homosexualidad en el caso de Claire. Ambos han compartido el mismo objeto de deseo: Laura. Es por esa razón que el primero intenta transformarse en ella (utiliza sus vestidos y se pone una peluca rubia similar al cabello que lucía la fallecida); y la segunda, poseerla a través del primero.

Duelo, sorpresa, incredulidad, acercamiento, comprensión, amistad, deseo, temor, ¿amor? Así podrían definirse los distintos estadios por los que atraviesa la relación entre Claire y Virginia (que no David). Ozon, que vuelve a dar muestras de sus dotes como narrador y de una elegante sencillez en la puesta en escena, enfatiza durante toda la película la dualidad identitaria de sus personajes a través del uso metafórico de los espejos (muy abundantes), el vestuario y el maquillaje.


Un trabajo notable, en definitiva. Equilibrado en su mezcla de drama y humor, complejo, audaz y sumamente entretenido.



Corn Island (Simindis kundzuli, 2014) de George Ovashvili.

“La naturaleza nos da las dotes sin pedir nada a cambio, pero nos las quita sin pedir permiso”.
(Proverbio árabe)

Un viejo campesino (Ilyas Salman) y su nieta (Mariam Buturishvili) se instalan en un pequeño islote en medio del río Inguri (al oeste de Georgia) para cultivarlo de maíz durante los meses de verano.


Algunos directores actuales parecen haber olvidado el sentido originario del cine, menospreciando el poder narrativo de la imagen (cultivado por el hombre desde el Paleolítico) en beneficio del uso de la palabra. Hoy en día son muchos los que confunden a un buen dialoguista con un buen cineasta, cuando, en realidad, una cosa no es sinónimo de la otra. El realizador georgiano George Ovashvili, demuestra con Simindis kundzuli, su segundo y extraordinario largometraje, que, afortunadamente, no todos han olvidado las lecciones legadas por maestros como Aleksandr Dovzhenko o Serguéi Paradjánov. Aquí es la imagen, de una fuerza ancestral, cuasi mítica, la que sirve para articular un portentoso ejercicio minimalista que, como un cuadro del pomerano Caspar David Friedrich, enfrenta al ser humano con la naturaleza.


Con el conflicto georgiano-abjasio como telón de fondo (hasta que deja de ser un simple telón), lo que recuerda a Mandarinas (Mandariinid, 2013), de Zaza Urushadze, otra coproducción georgiana de reciente estreno en nuestro país, el filme que nos ocupa se atiene a las unidades de lugar y acción aristotélicas: un único espacio (la isla) y una única acción principal (el curso entero de la cosecha de maíz). Ovashvili nos muestra de un modo sobrio y realista, el quehacer diario de un abuelo y su nieta; su esfuerzo por sacar adelante una cosecha de la que depende su supervivencia durante los crudos meses de otoño e invierno. El director apenas utiliza unas cuantas líneas de diálogo, optando por una narración puramente visual que descansa sobre los gestos de los personajes y los movimientos y sonidos de la naturaleza. A través de un magistral uso de la elipsis no marcada, Ovashvili omite todo lo que acontece a los protagonistas cuando estos no se encuentran en la isla. Los vemos llegar al alba y marcharse al atardecer a bordo de una barca, pero no sabemos nada de ellos más allá de las reducidas dimensiones del islote. El paisaje de la isla se va modificando a lo largo del relato (el hombre transforma al medio para garantizar su subsistencia), del mismo modo que lo hace el personaje de la niña, quien, casi sin percibirlo, va transitando en su camino hacia la edad adulta. Como vemos, el curso de la naturaleza y el de la propia vida van de la mano.


La película cuenta con una bellísima dirección de fotografía a cargo de Elemér Ragályi, lentos desplazamientos de cámara con abundancia de travellings laterales a ras del suelo (y del agua), y una gran agudeza en la captación de los sonidos de la naturaleza que remite al cine de Andrei Tarkovsky.

Sin duda, una obra mayor dentro del panorama europeo reciente. Cine con mayúsculas.


Los diez mejores directores británicos.


1. Alfred Hitchcock (1899-1980).



2. Charles Chaplin (1889-1977).



3. Terence Fisher (1904-1980).



4. Mike Leigh (1943-     ).



5. David Lean (1908-1991).



6. James Whale (1889-1957).



7. Michael Powell/Emeric Pressburger (1905-1990/1902-1988).



8. Carol Reed (1906-1976).



9. Terence Davies (1945-     ).



10. Ridley Scott (1937-     ).

Ghost Dog, el camino del samurái (Ghost Dog: The Way of the Samurai, 1999) de Jim Jarmusch.

“Si se debiera resumir en pocas palabras la condición del samurái, yo diría que en primer lugar es devoción en cuerpo y alma a un amo”.
(Yamamoto Tsunetomo)

Ghost Dog (Forest Whitaker) es un solitario asesino a sueldo que sigue estrictamente el código de honor de los antiguos samuráis.


A caballo entre El silencio de un hombre (Le samouraï, 1967), de Jean-Pierre Melville, A quemarropa (Point Black, 1967), de John Boorman, y las cintas de yakuzas dirigidas por Seijun Suzuki en los años sesenta, se sitúa esta brillante, irónica, racial y, a ratos, poética reformulación del cine negro o de gánsteres que supone uno de los mayores logros de la filmografía del gran Jim Jarmusch; realizador cada día más reivindicable dada su regularidad, independencia creativa y habilidad para romper las reglas de casi cualquier género con el objeto de montarlas después a la luz de su personal mirada.


La película arranca con una sucesión de planos aéreos de la ciudad de Nueva Jersey sobre los que se introducen en rojo los títulos de crédito iniciales. En realidad, esos planos constituyen el punto de vista subjetivo de una paloma que sobrevuela la ciudad. El animal se posa sobre un palomar situado en la azotea de un edificio. Un travelling hacia delante acerca la cámara a la ventana de un pequeño chamizo. Un fundido encadenado (recurso de montaje habitual durante este filme) nos introduce en su interior, donde Ghost Dog, el protagonista, lee un ejemplar del Hagakure, obra del samurái Yamamoto Tsunetomo en la que se establecen de forma episódica las reglas del bushido o “camino del guerrero”. Diversos extractos de la misma se irán intercalando a lo largo de la cinta, siempre en relación con lo que acontece en la trama. “El camino del samurái está en la muerte. Es necesario meditar cada día sobre la muerte inevitable. Cada día con el cuerpo y la mente en paz se debe pensar en ser despedazado por flechas, rifles, lanzas y espadas. En ser arrastrado por rugientes olas, en ser fulminado por un rayo, aplastado hasta la muerte por un terremoto; en caer desde un acantilado de 10.000 metros, en morir por enfermedad o al cometer seppuku al morir tu maestro. Y cada día, sin excepción, uno debe considerarse muerto. Esta es la esencia del camino del samurái”. A continuación, y en plena noche, Ghost Dog sale de su guarida cual fantasma para cumplir con la misión que le han encargado: debe acabar con la vida del tipo que se está beneficiando a la hija del mafioso Ray Vargo (Henry Silva). Sin embargo, algo sale mal, lo que convierte a Ghost Dog en el objetivo de quienes lo contrataron. Como se puede apreciar, el inicio de la cinta recuerda bastante al de la obra de Melville mencionada con anterioridad. Pero Ghost Dog va mucho más allá de sus referencias, tanto cinéfilas como literarias (las alusiones a Tsunetomo, a Ryunosuke Akutagawa y a Mary Shelley), erigiéndose como etérea reflexión en torno a la soledad, la incomunicación, la fidelidad y el honor.


Genial interpretación de Forest Whitaker (quizá el mejor actor negro de la historia), quien apenas necesita hablar para transmitir esa mezcla de profunda amargura y serenidad que define a un personaje con el que resulta difícil no empatizar.

Concluyendo: casi una obra maestra. O sin el casi.


Los diez mejores directores estadounidenses.


1. John Ford (1894-1973).



2. Terrence Malick (1943-     ).



3. Orson Welles (1915-1985).



4. Stanley Kubrick (1928-1999).



5. David Lynch (1946-     ).



6. Howard Hawks (1896-1977).



7. Francis Ford Coppola (1939-     ).



8. Raoul Walsh (1887-1980).



9. D.W. Griffith (1875-1948).



10. Joseph L. Mankiewicz (1909-1993).

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