Una mujer de París (A Woman of Paris: A Drama of Fate, 1923) de Charles Chaplin.

“El verdadero significado de las cosas se encuentra al tratar de decir las mismas cosas con otras palabras”.
(Charles Chaplin)

Marie St. Clair (Edna Purviance), es una joven de un pequeño pueblo francés que se marcha a París tras un doloroso malentendido con su prometido, Jean (Carl Miller). En la cosmopolita ciudad de la luz, acabará convertida en la cortesana de un hombre rico (Adolphe Menjou).


Este exquisito e incomprensiblemente olvidado melodrama, supuso, en palabras de su propio autor, el primer filme “serio” de su trayectoria cinematográfica. También fue la primera vez que Chaplin dirigió una película en la que él no actuaba, lo que explica el fracaso que obtuvo en taquilla. El público de la época no podía concebir que en una obra de Chaplin no apareciera Chaplin. 

A través de una trágica historia de amor marcada por la intolerancia parental y el fatalismo, el autor de Luces de la ciudad desnuda con admirable delicadeza las emociones y sentimientos de unos personajes constreñidos por el egoísmo de una sociedad frívola y caprichosa, cuya humanidad parece sestear frente a los placenteros cantos de sirena provenientes de los vestidos caros, las fiestas nocturnas y los restaurantes de lujo.  


La sufrida protagonista, Edna Purviance, actriz principal de casi todos los trabajos anteriores del actor y director británico, de quien fue compañera sentimental durante algunos años, se debatirá a lo largo del relato entre el idealismo pasado y la dudosa comodidad presente, representados cada uno de ellos por los personajes de Jean (el artista bohemio sin un franco en el bolsillo) y Pierre (el maduro pudiente y despreocupado) respectivamente.

El mayor hallazgo del filme, al margen de su sutil puesta en escena, es la naturalidad y contención de sus interpretaciones. Algo insólito en un período, el silente, en el que la sobregesticulación era la tónica habitual en la labor de los actores. En ese sentido podemos afirmar que Chaplin aplicó con acierto la máxima de “menos es más”, avanzando hacia un mayor realismo interpretativo.


Por todo lo apuntado, A Woman of Paris: A Drama of Fate debe ser considerada como una película clave dentro de la carrera chapliniana; una parada obligatoria que nos permitirá tener una visión más completa de la filmografía de un cineasta extraordinario.

Drácula (Dracula, 1979) de John Badham.


El conde Drácula (Frank Langella) llega a la ciudad de Londres, donde ha adquirido la vieja abadía de Carfax. Allí entabla relación con el doctor Seward (Donald Pleasence) y con su hermosa hija Lucy (Kate Nelligan), de la que queda fuertemente prendado.


A pesar de sufrir el menosprecio sistemático de buena parte de la crítica especializada, que parece no entender el romanticismo decadente que impregna todo el filme, considero que el Drácula de John Badham es un trabajo mucho más interesante de lo que hasta ahora se ha venido reconociendo. No en vano sirvió como principal fuente de inspiración para la versión que Coppola realizaría años después. 

Es importante dejar claro que la película no adapta la novela de Stoker, sino la obra teatral que, a partir de la misma, escribieron Hamilton Deane y John L. Balderston, la cual ya había sido llevada a la gran pantalla de la mano de Tod Browning en su mítico título de 1931 protagonizado por Bela Lugosi.


A mi entender, el principal error de la cinta que nos ocupa, radica en el hecho de que prescinda del tramo de la historia que transcurre en Transilvania. Esa parte omitida no sólo es la mejor y más terrorífica en el texto de Stoker; también lo era en el citado filme de Browning, que perdía mucho cuando el personaje del conde se trasladaba a la capital inglesa.

En comparación con su homónimo literario, en el guión de W. D. Richter encontramos cambios que afectan tanto al rol de determinados personajes como a las relaciones de parentesco que se establecen entre ellos. No deja de resultar curioso que Mina sea aquí la hija del mismísimo Van Helsing (Laurence Olivier).


Luego está Langella, el vampiro de porte más elegante y distinguido de la historia del cine. Su Drácula es una suerte de donjuán de las tinieblas ante el que las féminas caen rendidas en un éxtasis de borbotónica sexualidad. 

Otros elementos de la película que merecen ser destacados son su diseño de producción, la plomiza fotografía de Gilbert Taylor, la partitura de John Williams (de las mejores de su carrera) y alguna que otra secuencia de concepción más que notable (la muerte de Drácula colgado entre las velas de un barco mientras la luz del sol descompone su diabólica carne).

A reivindicar.

La carretera (The Road, 2009) de John Hillcoat.


“Cuando todos hayamos desaparecido entonces al menos no quedará nadie aquí salvo la muerte y sus días también estarán contados. En medio de la carretera sin nada que hacer y a nadie a quien hacérselo. Dirá la muerte: ¿Adónde se han ido todos?”
 (La carretera, de Cormac McCarthy)

Un misterioso cataclismo ha arrasado el planeta. En ese contexto, un padre (Viggo Mortensen) y su pequeño hijo (Kodi Smit-McPhee) se desplazan hacia el sur siguiendo la carretera para alcanzar la costa.


Aceptable traslación a la gran pantalla de la novela homónima del escritor estadounidense Cormac McCarthy, una de las obras maestras de la literatura contemporánea por la que su autor obtuvo el Premio Pulitzer en 2007.

Se trata de una road movie que enaltece el amor paterno-filial en un entorno de absoluta desolación en el que cada día es más gris que el anterior y las noches son más oscuras y profundas que las tinieblas.  En medio de ese caos envuelto en cenizas y poblado por bandas de caníbales, la supervivencia se convierte en el único objetivo posible.


El guión de Joe Penhall edulcora algunos aspectos del crudo texto de McCarthy (la relación entre el protagonista y su esposa, interpretada por Charlize Theron) y omite los muchos “tiempos muertos” que en la novela resultaban esenciales para enfatizar el clima de soledad y reiteración vital en el que viven sus personajes, optando por una mayor acumulación de hechos con la que se pretende dotar de ritmo a la película.

Se agradece la serena narración de Hillcoat. Por otro lado, la atmósfera está parcialmente conseguida, aunque dista mucho de transmitir la angustia y desazón apocalíptica que desprende la sobria y detallada prosa de la obra literaria. En cualquier caso, el trabajo de fotografía de  Javier Aguirresarobe es digno de subrayar.

Lo mejor del filme es el reparto. Viggo Mortensen está espléndido en su rol de esforzado progenitor, recibiendo excelentes réplicas por parte del joven Kodi Smit-McPhee.


Pese a que digan que una imagen vale más que mil palabras, no es así en este caso. No si las palabras las ha escrito un genio de la envergadura de Cormac McCarthy.

La regla del juego (La règle du jeu, 1939) de Jean Renoir.


Francia, 1939. El marqués de la Cheyniest (Marcel Dalio) y su esposa Christine (Nora Gregor), invitan a un grupo de amigos a su Château para la celebración de una cacería. Entre los invitados se encuentran Octave (Jean Renoir), confidente de Christine, André Jurieux (Roland Toutain), afamado aviador enamorado de ésta, y Geneviève (Mila Parély), amante del señor marqués.


La règle du jeu se estrenó en Francia en julio de 1939. En septiembre de ese mismo año Hitler iniciaba la invasión de Polonia dando comienzo la Segunda Guerra Mundial. El mundo jamás volvería a ser el mismo, algo que Renoir parecía intuir cuando decidió realizar esta película.

Si La regla del juego se ha convertido en uno de los filmes más aclamados de la historia del séptimo arte, no es sólo debido a sus indiscutibles virtudes cinematográficas, sino también a su condición de documento histórico único de una época esencial en el devenir del continente europeo.


Su brillante retrato de las frivolidades y juegos de apariencias de la alta sociedad francesa, completamente despreocupada frente a la imparable ascensión del ogro nazi, sigue siendo una parada obligatoria en el recorrido vital de cualquier cinéfilo. No obstante, Renoir no sólo carga contra la aristocratie; su crítica se hace igualmente extensible al pueblo llano, representado aquí por unos criados que comparten los mismos vicios y manías que sus señores. Todos viven un caos de relaciones y sentimientos.

Desde una perspectiva puramente formal, la obra que nos ocupa se caracteriza por una elegante y depurada puesta en escena que hace un magistral uso de la profundidad de campo. De hecho, debe ser considerada como una de las principales artífices de este recurso que Orson Welles extremaría dos años después en Ciudadano Kane.


Entre las muchas secuencias a recordar, me quedo, como no podía ser de otra manera, con la de la cacería. Renoir, que dota a toda la película de un ritmo perfecto, la filma de un modo admirable, anticipando con ella la matanza que se iba a producir en Europa en tiempos venideros.

El extraño viaje (1964) de Fernando Fernán Gómez.


La monótona vida de un pequeño pueblo de provincias, se ve alterada cada sábado con la llegada desde la capital de un conjunto musical que ameniza las veladas con sus conciertos. Al margen de lo que acontece se encuentra la extraña familia Vidal, compuesta por tres hermanos: la autoritaria y severa Ignacia (Tota Alba), la aprensiva Paquita (Rafaela Aparicio) y el retraído Venancio (Jesús Franco). Una noche de tormenta, los dos últimos, ambos de naturaleza miedosa, creen descubrir que su hermana esconde a alguien en su cuarto.


A partir de una idea de Luis García Berlanga inspirada en el llamado “crimen de Mazarrón”, Fernando Fernán Gómez, autor irregular pero poseedor de una incuestionable lucidez, consiguió alumbrar uno de los mejores y más singulares filmes de la historia del cine español.

La película, fascinante en su estrambótica mezcla de comedia negra, suspense, drama, costumbrismo y crítica social, ponía de manifiesto las taras y contradicciones de la reprimida España franquista, incapaz de tomar verdadera conciencia de su agonizante y rancio estado de desarrollo moral.


El extraño viaje presenta dos tramas paralelas que terminan por confluir de manera sorprendente en el genial flashback final que aporta luz sobre ambas. Por un lado está la divertida, a la par que macabra (algunas de las escenas que transcurren en el interior de la lúgubre casona son propias de una cinta de terror), historia de los Vidal; esos tres solterones de ascendencia endogámica que apenas mantienen relación con sus convecinos debido a su estricto celo aristocrático. Por el otro, el infructuoso romance entre Fernando (Carlos Larrañaga), seductor vocalista de la banda musical, y Beatriz (Lina Canalejas), joven mercera que sueña con casarse. En medio no debemos olvidarnos de la Angelines (Sara Lezana) y de sus  sensuales contoneos de cadera que tienen alborotado a medio pueblo. Especialmente a las marujas y a los viejos verdes tan característicos de nuestra geografía.


Fernán Gómez dirige con maestría y encomiable pulso narrativo, la fotografía en blanco y negro de José F. Aguayo, colaborador de Buñuel en Viridiana y Tristana, resulta extraordinaria en su plasmación de ambientes nocturnos y mórbidos, y todos los actores realizan un trabajo espléndido en esta imperdible obra maestra de la cinematografía patria.

Te querré siempre (Viaggio in Italia, 1954) de Roberto Rossellini.


Un distanciado matrimonio inglés (George Sanders e Ingrid Bergman) viaja hasta Nápoles con el objetivo de vender una villa recientemente heredada. Lo que en principio se prevé como una estancia corta destinada a los negocios, acabará por convertirse en la última oportunidad de revitalizar una relación que parece agotada.


Roberto Rossellini se anticipó varios años al nacimiento de la nouvelle vague con esta interesante, aunque sobrevalorada película que Jacques Rivette, Jean-Luc Godard y compañía, terminarían por elevar a la categoría de paradigma de la modernidad cinematográfica. En realidad se trata de un filme muy sencillo, y hasta formalmente descuidado, que se ve favorecido por el inteligente uso que hace del contexto geográfico en el que se ubica. Ingrid Bergman, por entonces esposa del director, y George Sanders son los encargados de conferir lustre interpretativo a esta modesta producción.


Como decía, a mi entender, el principal hallazgo de la obra radica en la utilización del entorno como elemento externo que condiciona el interior de los personajes. Es el contacto con un ambiente opuesto al rutinario y marcado por un pasado histórico que permanece presente (las ruinas de Pompeya, el museo de arte romano, las catacumbas, el Vesubio…), lo que despierta tanto en Alex como en Katherine una serie de sentimientos pertenecientes a su propio pasado personal (celos, rencor y amor) que ya creían por siempre perdidos. Sin duda, esos paseos de los protagonistas por los principales rincones turísticos de Nápoles, la isla de Capri o la antigua ciudad de Pompeya, benefician al conjunto otorgándole cierta atmósfera evocadora.


Más allá de lo expuesto, la cinta no sobrepasa el típico drama de pareja en crisis que acaba reconciliándose. Rossellini lo adereza con las dosis de neorrealismo características de su cine.

Mención aparte merece la excelente labor desempeñada por los dos actores principales, capaces de engrandecer sólo con su talento un trabajo que sin ellos distaría mucho de ser lo que es.

Sonrisas de una noche de verano (Sommarnattens leende, 1955) de Ingmar Bergman.


Suecia, principios del siglo XX. El abogado Fredrik Egerman (Gunnar Björnstrand) está casado con Anne (Ulla Jacobsson), una virginal joven a la que le cuesta asumir su rol de esposa. Junto con ellos vive Henrik (Björn Bjelfvenstam), fruto de un matrimonio anterior y reprimido estudiante de teología que pretende convertirse en pastor. De vez en cuando, Egerman visita a su antigua amante Desiree (Eva Dahlbeck), una conocida actriz de teatro que ahora mantiene relaciones con el conde Malcolm (Jarl Kulle), cuya mujer, Charlotte (Margit Carlqvist), es amiga de la inocente Anne. Todos ellos serán invitados a pasar un fin de semana en la mansión rural de la madre de Desiree. 


De las comedias rodadas por el maestro sueco, Sonrisas de una noche de verano me parece, sin ningún género de duda, la mejor de todas. Inspirándose en la estructura y situaciones de algunas obras de Shakespeare como El sueño de una noche de verano o Mucho ruido por nada, el filme disecciona en tono de farsa y con punzante ironía, los sabores y sinsabores de las relaciones de pareja sin ocultar un trasfondo ciertamente amargo.

El inteligente guión, lúcido cúmulo de enredos amorosos, conspiraciones femeninas y envenenados dardos verbales, sirve a Bergman para seguir reflexionando acerca de sus habituales preocupaciones existenciales; aunque en este caso lo haga a través de la sonrisa. 


La película cuenta con una elegante y, en ocasiones, ensoñadora puesta en escena que remite al realismo poético de Marcel Carné. Resulta imposible olvidar la  embriagadora y larga velada que transcurre en la finca de mamá Armfeldt, entre los gestos de lagos cristalinos y sonrientes horizontes, que parecen invocar al dios de la carne en su insaciable apetito de pasión y desatada concupiscencia.

Todo el reparto raya a un nivel excelente, como no podía ser de otro modo tratándose de un trabajo del autor de Fresas salvajes; destacando las composiciones de Eva Dahlbeck y del siempre brillante Gunnar Björnstrand.


Como curiosidad final, señalar que Woody Allen, gran admirador del cineasta nórdico, realizó en 1982 una especie de remake titulado La comedia sexual de una noche de verano.

Pickpocket (ídem, 1959) de Robert Bresson.


"El Hombre extraordinario tiene derecho, no oficialmente, sino por sí mismo a autorizar a su conciencia a franquear ciertos obstáculos, en el caso de exigirlo así la realidad de su idea, que en ocasiones puede ser útil a todo el género humano". (Crimen y castigo de Dostoievski)

Michel (Martin LaSalle) es un joven parisino sin empleo, que malvive en un cuartucho y acaba convirtiéndose en un avezado carterista. Concibe el robo como un medio de expresión de su superioridad intelectual y moral frente a la sociedad.


Por más vueltas que le dé a la filmografía de Robert Bresson, Pickpocket siempre aparece ante mí como el más conseguido de sus trabajos, sólo por detrás de la inmensa obra maestra Un condenado a muerte se ha escapado. De abrumadora sobriedad y sencillez, la película supone una especie de adaptación libre de Crimen y castigo de Dostoievski, al centrarse en la angustia y desazón que invade a su personaje principal; una suerte de Raskólnikov a la francesa, especializado en el hurto de carteras, bolsos y relojes.


Al contrario de lo que sucede en otros filmes del autor de Mouchette, aquí el vacío y la frialdad que caracterizan a su cine, se adecuan perfectamente a la compleja encrucijada existencial en la que se halla el protagonista. De modo que éste, sin dejar de ser un “modelo” puramente bressoniano, sí que goza de una entidad psicológica mayor que la de la mayoría de caracteres que pueblan la obra del realizador galo. Su impasible voz en off nos narra hechos y esclarece pensamientos, haciéndonos testigos y, a la vez, partícipes de ese submundo delictivo y sórdido en el que progresivamente va hundiéndose.

La narración es fluida, el montaje depurado y la cámara milimétrica en su gusto por encuadrar hasta los más mínimos detalles. Sobre todo en las secuencias de los robos, de cuidada planificación y brillante ejecución; prodigiosas en su ajustada y sutil puesta en escena.


Si hay algo que se le pueda reprochar a la cinta, es lo poco convincente que resulta la historia de amor entre Michel y Jeanne (Marika Green), cuya culminación constituye el fin de todo lo que ha acontecido con anterioridad. “Oh, Jeanne, para llegar hasta ti, qué extraño camino tuve que tomar”

Lección de cine y clásico europeo imprescindible.

Los mejores años de nuestra vida (The Best Years of Our Lives, 1946) de William Wyler.


Tres veteranos de la Segunda Guerra Mundial, Al Stephenson (Fredric March), Fred Derry (Dana Andrews) y Homer Parrish (Harold Russell), regresan a sus respectivos hogares encontrando no pocos problemas en su readaptación a la vida civil.


No sé si es la emotividad de la historia, la cercanía de unos personajes tan reales como usted y como yo o la ejemplar realización; pero desde la primera vez que vi Los mejores años de nuestra vida, hace ya algún tiempo, ésta quedó incrustada en mi alma de tal modo, que ni el paso del tiempo ni los reiterados visionados podrán hacerla salir jamás de ese lugar. 

El filme de Wyler, valiente, sentido y profundamente conmovedor, sacaba a la luz la hipocresía de la sociedad norteamericana de posguerra; tan segura de sus posibilidades de futuro como desagradecida con su reciente pasado. De modo que esos héroes, marionetas de un estado que supo camuflar sus intereses económicos bajo el disfraz de un ideal político, antes alabados por sus hazañas en el campo de batalla, quedaban ahora desamparados, inmersos en un clima de neurastenia y a merced del monstruo capitalista.


La película, que cuenta con un soberbio guión de Robert E. Sherwood, sigue las dificultades de tres personajes desubicados y trastocados después de su participación en el conflicto bélico. Cada uno de ellos pertenece a una generación y a una clase social diferente. Al, el de mayor edad, es el más afortunado; lleva veinte años casado con una mujer a la que sigue amando, tiene un par de hijos ya creciditos (uno de ellos es la encantadora Teresa Wright) y trabaja en un importante banco. Fred, por su parte, es uno de esos buenos tipos que, como tantos otros, no acaba de tener suerte en la vida; no sólo no encuentra un trabajo digno, sino que, además, está casado con una fulana frívola e interesada (la atractiva Virginia Mayo) que vincula el amor a la cartera. Finalmente encontramos a Homer, el más joven, que ha perdido sus manos (Harold Russell era un actor no profesional y verdadero mutilado de guerra) y no quiere suponer una carga para su prometida. Las conversaciones íntimas entre ambos, que colocarán un nudo en la garganta del espectador, desprenden una autenticidad inaudita en el Hollywood clásico.


Gregg Toland, cuya contribución resultó decisiva en la genial Ciudadano Kane, fue el responsable de la fotografía de la cinta, dotando a la puesta en escena de una gran profundidad de campo. 

La insuperable labor de todos los actores, cada cual mejor, y el sinfín de escenas que dejan para el recuerdo los ciento setenta minutos de su metraje, hacen de The Best Years of Our Lives, no ya sólo el mejor trabajo de Wyler, sino también una de las mayores obras legadas por el cine clásico americano. 

El sur (1983) de Víctor Erice.


“Los recuerdos no pueblan nuestra soledad, como suele decirse; antes al contrario, la hacen más profunda”. (Gustave Flaubert)

España, años 50. La pequeña Estrella (Sonsoles Aranguren/Icíar Bollaín) siente verdadera admiración hacia su padre Agustín (Omero Antonutti), médico y zahorí que un día partió desde algún lugar del sur para instalarse en La Gaviota; una casa situada en un pueblo del norte, entre el campo y la ciudad, en medio de ninguna parte. Un misterioso nombre de mujer, Irene Ríos, despertará en Estrella una gran curiosidad por conocer el enigmático pasado de su progenitor.


El sur es ese lugar en el que nunca nieva y en donde el calor se combate con paciencia y una buena sombra; El sur es ese espacio de la memoria que evoca un pasado teñido por los colores del amor y los años de juventud; El sur es ese misterio que se esconde tras unos papeles rancios garabateados, unas postales viejas y una pantalla de cine; El sur es la tierna infancia y las fantasías que conforman su inagotable mundo; El sur es poesía susurrada, belleza pictórica y emoción contenida; El sur es amanecer, paso del tiempo y muerte; El sur es, simple y llanamente, una de las películas de mi vida.

Una década después de su extraordinario debut en solitario con El espíritu de la colmena, Víctor Erice, cineasta de insólita sensibilidad y capacidad poética, decidió adaptar una novela corta de la escritora extremeña Adelaida García Morales. Pese a tratarse de una obra inacabada según la opinión del propio director (la falta de presupuesto impidió rodar la parte del filme que transcurría en el sur), lo que nos ha quedado de ella, que no es precisamente poco, se mantiene como una de las más elevadas cumbres artísticas de la cinematografía patria.


Como ocurriera en su anterior trabajo, también ambientado en la España de posguerra, Erice se ocupa de temas como el mundo infantil (aquí en su tránsito hacia la adolescencia), la insatisfacción familiar o la fascinación que sobre nosotros ejerce el cine. De modo que si en El espíritu de la colmena la proyección de Frankenstein sobre las paredes de un viejo ayuntamiento despertaba el universo imaginario de una niña, en el filme que nos ocupa, otra película, ficticia en este caso, titulada “Flor en la sombra”, reavivará en la figura del padre momentos y heridas de un pasado que se hace presente en la oscuridad de una sala del Cine Arcadia. Siendo de nuevo la voz en off, las cartas escritas en clandestina soledad, los silencios, las palabras sigilosamente pronunciadas y las estampas de portentoso lirismo visual, las grandes protagonistas de esta obra de arte cuya preciosa fotografía, a cargo de José Luis Alcaine, remite a pintores como Caravaggio o Rembrandt (la escena de apertura es un auténtico prodigio de iluminación).


Para terminar, me gustaría recordar dos momentos de la película que consiguen emocionarme sobremanera: el baile de primera comunión entre padre e hija al son del pasodoble En er mundo interpretado con acordeón, y la despedida final, con el susodicho pasodoble de fondo, acompañada de una taza de café y una copa de añejo coñac. Sin palabras…

Tener y no tener (To Have and Have Not, 1944) de Howard Hawks.


“Tengo diez mandamientos. Los nueve primeros dicen: ¡no debes aburrir!”. (Howard Hawks)

Isla de la Martinica, 1940. Harry Morgan (Humphrey Bogart), siempre acompañado de su fiel y borrachín amigo Eddie (Walter Brennan), se dedica a alquilar su barco para actividades de recreo. Un conocido suyo le propondrá realizar un trabajo en favor de la Resistencia francesa.


To Have and Have Not es una adaptación bastante libre y convenientemente adecuada al contexto político de su época de filmación de la novela homónima de Ernest Hemingway. Su guión, una inmejorable mezcla de intriga, romance y humor, lo firmó ni más ni menos que el Premio Nobel de Literatura William Faulkner. 

El filme mantiene bastantes puntos de conexión con la mítica y anterior Casablanca (1942) de Michael Curtiz: en ambas la acción se desarrolla en plena Segunda Guerra Mundial y en un lugar más o menos exótico, lo que en la primera era un café se convierte ahora en un hotel, la figura de un simpático pianista que anima las veladas está presente en las dos y Humphrey Bogart vuelve a dar vida a un duro antihéroe que, pese a mostrarse reacio en principio, acabará por unirse a la causa aliada contra los nazis.


Siendo una película de Hawks, lo más importante, como no podía ser de otro modo, son los personajes y las relaciones que se establecen entre estos. Los lazos de amistad (la típica camaradería hawksiana) y amor que los unen, dejan en un segundo plano al entorno bélico que los envuelve. 

Narrada con maestría, la cinta nos regala un buen puñado de escenas imborrables; especialmente aquellas que protagonizan Bogart y Bacall, que al año siguiente se casarían, en las que la química y la tensión sexual entre ambos es perfectamente palpable. Tener y no tener supuso la primera aparición en pantalla de la actriz, que por entonces ni siquiera había cumplido los veinte años. Sorprendió a todos por su descaro y felina belleza.


Otros aspectos a subrayar en esta obra, redonda de principio a fin, son la partitura de Franz Waxman y la extraordinaria fotografía en blanco y negro de Sid Hickox, que otorga a la cinta una atmósfera noir plagada de matices y claroscuros.

Por cierto, ¿les ha picado alguna vez una abeja muerta?

Apocalypse Now (ídem, 1979) de Francis Ford Coppola.


“Da igual lo que los hombres opinen de la guerra. La guerra sigue. Es como preguntar lo que opinan de la piedra. La guerra siempre ha estado ahí. Antes de que el hombre existiera, la guerra ya le esperaba. El oficio supremo a la espera de su supremo artífice. Así era entonces y así será siempre. Así y de ninguna otra forma”. (Meridiano de sangre de Cormac McCarthy)

Guerra de Vietnam. Al capitán Willard (Martin Sheen) le encomiendan la difícil misión de remontar en patrullera el río Nung hasta Camboya, en donde debe asesinar al coronel Kurtz (Marlon Brando), oficial renegado al frente de un ejército irregular que lo idolatra como si fuese un dios. 


Subyugante y turbador viaje hacia las oscuras profundidades del horror, la maldad y la locura en tiempos de guerra. Apocalypse Now, obra fascinante en su perfecta imperfección, es uno de los mejores, si no el mejor, títulos bélicos de la historia del séptimo arte. Francis Ford Coppola, que por entonces se encontraba en la cima de su capacidad creativa, firmó uno de los títulos clave del cine moderno norteamericano con esta libre adaptación de la novela de Joseph Conrad El corazón de las tinieblas. El rodaje de la película supuso una odisea casi tan grande como la que protagoniza el propio capitán Willard río arriba, al tener que superar, entre otros contratiempos, la sustitución del que iba a ser el actor principal (Harvey Keitel) y la llegada de un tifón que arrasó buena parte de los decorados. Pese a todo, el resultado roza la genialidad.


El filme se inicia con el ya mítico prólogo en el que se sobreimpresionan las  imágenes de un ebrio y enajenado Willard con las de sus demonios interiores en un motel barato de Saigón, mientras de fondo escuchamos el tema The End de los Doors. A partir de ahí, el protagonista iniciará una larga travesía acompañado de otros cuatro soldados a través de un río que no sólo conduce al omnipresente Kurtz, sino también al fondo de su propia existencia. Progresivamente atraído por la enigmática personalidad de aquel a quien tiene que matar, Willard irá tomando conciencia de que ambos no son más que las dos caras de una misma moneda. Tras asistir a atrocidades varias producto de un conflicto estúpido, lo que queda de la expedición desembarcará en el reino de Kurtz; lugar inhóspito en medio de la selva ornamentado con cadáveres colgantes, esculturas ancestrales y cabezas cercenadas donde se rinde culto a una divinidad pagana entre lúcida y perturbada.


La cinta, beneficiada conceptualmente por su ambiguo discurso en torno a la guerra y visualmente por la hipnótica y atmosférica fotografía de Vittorio Storaro, aparece salpicada de un buen número de secuencias en verdad memorables; destacando el ataque de la caballería aérea sobre un poblado norvietnamita al son de la Cabalgata de las valquirias de Wagner, y el montaje en paralelo final, marca de la casa, en el que se equipara la muerte de Kurtz con el sacrificio ritual de un bóvido.

Que nadie se lleve a engaño, Apocalypse Now, Redux o no, se mantiene como el mayor y más complejo logro de la trayectoria de Coppola.

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