Dioses y monstruos (Gods and Monsters, 1998) de Bill Condon.

"¡Por un nuevo mundo de dioses y monstruos!"

Los Ángeles, 1957. James Whale (Ian McKellen), responsable de algunos de los títulos más importantes del cine de terror de los años treinta, vive retirado en su lujosa mansión con la única compañía de su ama de llaves (Lynn Redgrave) hasta la llegada de Clayton Boone (Brendan Fraser), el nuevo jardinero con quien pronto entabla una relación especial.


A veces el mundo del cine nos sorprende regalándonos filmes maravillosos que casi nadie esperaba. Un claro ejemplo de lo que digo es la cinta que ahora nos ocupa: la inspirada y excepcional Dioses y montruos. El hasta entonces desconocido (y decepcionante después) Bill Condon, fue el encargado de filmar y trasladar a la gran pantalla la novela de Christopher Bram El padre de Frankenstein (1995). La película, que se centra en los últimos días de vida del realizador inglés, supone una triste y desgarradora reflexión acerca del deterioro físico y mental, el implacable paso del tiempo, la soledad, y el peso de una memoria que, cual fantasma atosigador, se posa sobre el presente cuando éste ya carece de sentido.


Ian McKellen interpreta de manera magistral al personaje de Whale, constantemente acuciado por visiones y recuerdos de su infancia, en donde no lo pasó bien debido a que su familia, de clase obrera, jamás entendió sus tendencias artísticas; de su participación en la Primera Guerra Mundial, cuando entre trincheras y muerte conoció a un joven del que se enamoró; y, por supuesto, de su paso por Hollywood, lugar en el que pasó del estrellato al más absoluto de los olvidos: de Dios… a monstruo.  

A lo largo del filme se hace referencia a varias de las obras del autor, especialmente a La novia de Frankenstein (The Bride of Frankenstein, 1935), el mayor logro de Whale dentro la industria. Los paralelismos entre la relación Whale/Boone y la que mantenían el doctor Frankenstein y su creación, son evidentes, llegándose incluso a enfatizar de manera visual.


Tanto Fraser como Redgrave están espléndidos acompañando a McKellen. El trabajo de los tres contribuye a hacer de Gods and Monsters uno de los títulos esenciales del cine estadounidense de los noventa.


El espíritu de la colmena (1973) de Víctor Erice.


A un pequeño pueblo de la meseta castellana, allá por 1940, llega una compañía de cine ambulante con la intención de proyectar El doctor Frankenstein. Isabel (Isabel Tellería) y Ana (Ana Torrent), dos hermanas de ocho y seis años respectivamente, asisten a la función. La más pequeña queda tan impresionada  con el visionado de la película, que, desde entonces, no deja de hacer preguntas acerca del personaje del monstruo que aparece en la misma.  


Bastan una pared de cal y la luz e imágenes que emanan de un viejo proyector, para adentrarnos en el mundo de ilusión y fantasía que representa el cine. Es muy simple, pero tuvo que ser un cineasta español, el singular Víctor Erice, quien con su insólito y enigmático largometraje, nos hiciera tomar conciencia de la fascinación que puede llegar a ejercer sobre nosotros este maravilloso invento.

Hablar o escribir acerca de El espíritu de la colmena, uno de los filmes más bellos que jamás se han realizado, supone enturbiar esa pureza que sólo se puede aprehender a través de la contemplación de cada uno de los extraordinarios fotogramas que lo componen. Y es que pocas son las películas que destilan la poesía y la magia de la presente, indiscutible obra mayor de nuestra cinematografía. 


La inquieta Ana, al contrario que su hermana Isabel, mucho más arraigada a la comunidad (la colmena), no se conforma con las respuestas que halla en el aislado y deprimente contexto en el que vive (el pueblo como metáfora de la realidad de la España de posguerra), sino que desea ir más allá. La llegada del proyector de cine, le permitirá entrar en contacto, por vez primera, con el mundo exterior, incitándola a iniciar la búsqueda del espíritu (el monstruo) que libere su, hasta entonces, cercenada capacidad de imaginar y soñar. Este viaje iniciático de la pequeña, se nos muestra a través de la mirada contemplativa y poética de Erice, un director de inusitada sensibilidad artística en el cine patrio. En su corta pero valiosísima filmografía, la imagen y el silencio siempre prevalecen sobre la palabra. El ritmo sereno y reflexionado que imprime a sus filmes, hace que estos nos lleguen como si de versos susurrados se tratasen.

Al margen de la realidad fantasiosa de Ana se encuentran sus padres, quienes, en medio de una fría relación, parecen anclados a un pasado del que poco, o nada, sabemos. Teresa (Teresa Gimpera) escribe cartas a alguien (¿un viejo amigo? ¿Un antiguo amor?) de quien no tiene noticias desde la guerra, mientras que Fernando (Fernando Fernán Gómez) vive dedicado al estudio del comportamiento de las abejas. Ambos parecen dos sombras de lo que debieron haber sido. 


La película, que cuenta con una excepcional y caravaggiesca fotografía de Luis Cuadrado, establece algunos paralelismos con la cinta de Whale, a la que cita visualmente en alguna ocasión (el encuentro final entre Ana y el monstruo a orillas del río). Una vez finalizado su imprescindible visionado, nos toca a nosotros, los espectadores, evocar a ese espíritu que por cuestiones de la vida tenemos tan descuidado. ¿Vendrá?

Diario de una camarera (Le journal d'une femme de chambre, 1964) de Luis Buñuel.


Francia, años 20. Celestine (Jeanne Moreau) es una doncella parisina que se traslada a la campiña para servir a una familia burguesa. Allí entrará en contacto con la deprimente realidad de la vida rural.


El genio de Calanda inauguró su etapa francesa con esta adaptación de la novela de Octave Mirbeau que ya había sido llevada a la gran pantalla por Jean Renoir en 1946. A pesar de no tratarse de una de sus obras maestras, Le journal d'une femme de chambre constituye un notable ejemplo del cine del autor de Viridiana, casi siempre obsesionado con la diferenciación clasista y con los vicios y perversiones de una burguesía decadente. A Buñuel le interesa diseccionar la sociedad francesa en el contexto de mayor auge político de la extrema derecha europea; buscando en el campo las raíces del odio y la violencia que años más tarde desembocarían en la Segunda Guerra Mundial. Algo similar a lo que recientemente hizo Michael Haneke en su laureada La cinta blanca (Das weisse Band - Eine deutsche Kindergeschichte), aunque de un modo más sutil y menos pretencioso que el director austríaco-alemán.  


Una estupenda Jeanne Moreau da vida a la sofisticada sirvienta que se convertirá en objeto de deseo de los hombres que la rodean: el vigoroso señor Monteil (Michel Piccoli), que tiene por costumbre embarazar a sus doncellas, pretende conseguir de ella los favores sexuales que su mujer, debido a una enfermedad, no le puede proporcionar; el anciano Rabour (Jean Ozenne), por su parte, no quiere que le sirva si antes no se ha enfundado unas sensuales botas para así saciar sus gustos fetichistas;  mientras que el señor Mauger (Daniel Ivernel), antiguo oficial del ejército convertido ahora en latoso vecino, desea que se case con él.

Como se puede ver, el director aragonés realiza un retrato estrambótico y pintoresco de la pasiva clase burguesa. No obstante, no se limita a arremeter contra los señores, sino que hace lo propio con los sirvientes, enfatizando así el carácter putrefacto de todos los estamentos sociales. En este sentido destaca el personaje de Joseph (Georges Géret), un ser contradictorio y despreciable, ultranacionalista católico capaz tanto de redactar panfletos políticos subversivos como de violar y asesinar a una niña. Y es que para Buñuel todos serán responsables del ascenso del ogro fascista en la vieja Europa. 


Formalmente hablando, el filme resulta impecable gracias a un magnífico trabajo de dirección y a una formidable fotografía en blanco y negro.

Repulsión (Repulsion, 1965) de Roman Polanski.


Carole (Catherine Deneuve) es una joven tímida y apocada, que vive junto a su hermana mayor (Yvonne Furneaux) en un apartamento de Londres. La chica siente una extraña fobia que le hace repeler cualquier tipo de contacto físico con los hombres. Cuando su hermana y su pareja (Ian Hendry), un hombre casado, se marchan de vacaciones, Carole comenzará a experimentar un progresivo y peligroso trastorno mental.


Con Repulsión, un filme que se sitúa a caballo entre el terror psicológico y el drama psicosexual, Roman Polanski se consolidó con uno de los mayores talentos del cine europeo de la época. Considerada como la primera entrega de la llamada “trilogía de los apartamentos” del realizador franco-polaco, a la que también pertenecen La semilla del diablo y El quimérico inquilino, la cinta fue más allá en el camino que dentro del género de horror habían abierto obras como Psicosis (Psycho, 1960) o El fotógrafo del pánico (Peeping Tom, 1960), aportando un estudio psicológico de caracteres de una profundidad hasta entonces inaudita.

Polanski, al igual que Hitchcock, tiene una habilidad especial para conseguir que lo inquietante aflore, de manera natural, de entre lo cotidiano. Desconocemos las causas de la fobia que el personaje de Carole padece (¿acaso sufrió abusos sexuales siendo una niña?). Al director le interesa más la evolución de la patología que su origen, de ahí que preste atención milimétrica a los detalles y acciones que la van a ir agravando hasta desembocar en la más absoluta paranoia: las miradas y piropos subidos de tono que unos obreros dedican a Carole cuando pasea por la calle; las conversaciones entre las empleadas y las clientas del salón de belleza en el que la joven trabaja, y que siempre giran en torno al interés de los hombres por el sexo; los objetos que el amante de su hermana va dejando esparcidos por el apartamento (la navaja de afeitar, el cepillo de dientes, la ropa sucia); los gemidos de placer procedentes del cuarto en el que esta y su pareja mantienen relaciones cada noche, los cuales dificultan el sueño de la protagonista; los requerimientos amorosos de un chico que parece enamorado de ella… 


Todo ello, que en principio no tiene más que una importancia anecdótica, se irá acumulando en una mente, ya algo perturbada, que estallará al tener que enfrentarse a la terrible soledad. Será entonces cuando las sombras de la noche se tornen amenazadoras, cuando las pesadillas y fantasías se hagan presentes, y cuando en las paredes del apartamento se abran enormes grietas (metáfora visual del paulatino resquebrajamiento de la psique de Carole).

El hábil uso por parte de Polanski de un espacio reducido y claustrofóbico, y la gran fotografía en blanco y negro de Gilbert Taylor, dan lugar a inolvidables y escalofriantes secuencias; como aquella en la que la Deneuve, espléndida a lo largo de todo el metraje, tiene que enfrentarse a un sombrío pasillo del que surgen brazos que intentan agarrarla.



Lancelot du Lac (ídem, 1974) de Robert Bresson.

 
Tras la infructuosa búsqueda del Santo Grial, los caballeros de la Mesa Redonda que aún sobreviven, regresan hastiados y cabizbajos al castillo de Camelot. Allí, Lancelot (Luc Simon) deberá hacer frente a los fuertes lazos amorosos que le unen a la reina Ginebra (Laura Duke Condominas).


Lancelot du lac es, como no podía ser de otro modo al tratarse de una obra de Bresson, una de las más personales y singulares incursiones del séptimo arte en la leyenda artúrica.

El autor francés siempre planteó la necesidad de desvincular al cinematógrafo (así llamaba él al cine) del teatro, la música, la pintura y la literatura para convertirlo en un arte autónomo. Consideraba que a partir del montaje (elemento singularmente cinematográfico), el cine debía comenzar la búsqueda de una sintaxis propia e independiente del resto de las artes. Liberando a lo esencial de los artificios inherentes a cualquier espectáculo, Bresson, como Dreyer y Ozu, fue depurando a lo largo de su carrera un lenguaje basado en la renuncia y la sobriedad; sólo el ascetismo estilístico podía conducir al hallazgo de la belleza más pura. Lancelot du lac es una obra incuestionablemente consecuente con sus planteamientos; sin embargo, se encuentra lejos de los mejores trabajos del director (Un condenado a muerte se ha escapado y Pickpocket).


Que nadie espere encontrar en esta recreación del mito artúrico acción, un diseño de producción espectacular o un vestuario deslumbrante al estilo de Hollywood. A Bresson le interesa más el espíritu que la forma, de ahí que se valga de la más absoluta austeridad para relatarnos una historia de amor y lealtad. En ella Lancelot, verdadero protagonista de la película, se debate entre diversas fidelidades (hacia Dios, su rey y su amada) que atormentan su desencantada alma. Un halo de funesto misticismo embriaga todo el metraje, anticipando el ocaso de un mundo que está a punto de desaparecer.

A falta de banda sonora (el realizador prescinde totalmente de la misma salvo en los títulos de crédito iniciales), el silencio y los sonidos diegéticos cobran especial relevancia (el crujir de las armaduras, el trote de los caballos, el viento que ondea los estandartes…). La narración es pausada, muy pausada; las situaciones que presenta la trama, escasas; los personajes, sin apenas perfilación psicológica. Nada de esto debe verse como un defecto, simplemente se trata del estilo Bresson. Lo tomas o lo dejas. 


Personalmente, el autor de Mouchette siempre me interesa, aunque raras veces me apasiona. No obstante, se le debe reconocer como una de las personalidades esenciales del cine europeo de todos los tiempos.

2046 (ídem, 2004) de Wong Kar-Wai.

 
Hong Kong, años 60. Tras instalarse en un hotel, Chow Mo-wan (Tony Leung), periodista y escritor, comienza a elaborar un relato futurista titulado 2046. Las evocaciones de su pasado y la relación que mantiene con algunas de las mujeres que habitan el edificio, le servirán para enriquecer el texto.
  

“En el año 2046, una amplia red de ferrocarriles se extiende por todo el planeta Tierra. De vez en cuando, un tren misterioso parte rumbo a 2046. Todos los pasajeros que se dirigen a ese lugar, tienen el mismo objetivo: quieren recuperar la memoria perdida, pues en 2046 nunca cambia nada. Nadie sabe realmente si eso es cierto, porque nadie, absolutamente nadie, ha regresado nunca. Nadie excepto yo”.

Así comienza el que, bajo mi punto de vista, es uno de los trabajos más logrados y complejos de Wong Kar-Wai. El cineasta hongkonés retoma al personaje principal masculino de su anterior filme, Deseando amar (el cual es necesario ver con anterioridad al que ahora nos ocupa), para crear una enigmática, barroca y embelesante oda al amor perdido.


El mayor logro de 2046, es la forma en la que rompe con la concepción convencional y absoluta del tiempo cinematográfico. Se diría que Kar-Wai comparte el pensamiento filosófico de Henri Bergson, al plantear un tiempo relativo que se deriva de la experiencia subjetiva del yo. Es decir, no existen pasado, presente y futuro como estadios sucesivos y yuxtapuestos, sino como un todo que se funde en nuestra conciencia. El contacto físico con el espacio estático y concreto, es lo que nos lleva a parcelar y diferenciar los distintos tiempos, cuando en realidad se tratan de uno solo. Este planteamiento es captado y plasmado a la perfección por el director, mediante la reiteración visual y narrativa de motivos a modo de bucle: Chow (soberbio Tony Leung una vez más) vive anclado en un solo tiempo; un pasado que se proyecta hacia su presente y futuro.

La película alterna la estética noir con otra propia de la ciencia ficción, ofreciéndonos imágenes de singular y noqueante belleza, ensalzadas por la sublime fotografía de Christopher Doyle. Esta mezcla de clasicismo y modernidad, deudora tanto del cine negro de los cuarenta como de las manifestaciones publicitarias de finales del pasado siglo, es muy habitual en el realizador chino, que vuelve a mostrar su gusto por el ritmo aletargado y musical, el ralentí y el recargamiento y sobreencuadre de cada plano. 


Además de constituir una melancólica reflexión sobre el tiempo y sus heridas, la cinta también profundiza en la génesis y desarrollo del proceso creativo a partir de su interacción con la realidad.

2046 es mucho más que una hermosa y sofisticada historia de desamor, erigiéndose como uno de los mejores filmes de la última década.


Mis terrores favoritos (II): filmes para pasárselo de miedo (o no).

La pesadilla (1782) de Johann Heinrich Füssli



La maldición de Frankenstein (The Curse of Frankenstein, 1957) de Terence Fisher.


 
Drácula (Horror of Dracula, 1958) de Terence Fisher.



La caída de la casa Usher (House of Usher, 1960) de Roger Corman.



El fotógrafo del pánico (Peeping Tom, 1960) de Michael Powell.



La máscara del demonio (La maschera del demonio, 1960) de Mario Bava.


 
Las novias de Drácula (The Brides of Dracula, 1960) de Terence Fisher.



Los ojos sin rostro (Les yeux sans visage, 1960) de Georges Franju.



Psicosis (Psycho, 1960) de Alfred Hitchcock.



La maldición del hombre lobo (The Curse of the Werewolf, 1961) de Terence Fisher.



Suspense (The Innocents, 1961) de Jack Clayton.



Las tres caras del miedo (I Tre volti della paura, 1963) de Mario Bava y Salvatore Billiteri.



La Gorgona (The Gorgon, 1964) de Terence Fisher.



La máscara de la muerte roja (The Masque of the Red Death, 1964) de Roger Corman.



Onibaba (ídem, 1964) de Kaneto Shindô.


Repulsión (Repulsion, 1965) de Roman Polanski.



El baile de los vampiros (Dance of the Vampires, 1967) de Roman Polanski.



La hora del lobo (Vargtimmen, 1968) de Ingmar Bergman.



La noche de los muertos vivientes (Night of the Living Dead, 1968) de George A. Romero.



La semilla del diablo (Rosemary´s Baby, 1968) de Roman Polanski.



El cerebro de Frankenstein (Frankenstein Must Be Destroyed, 1969) de Terence Fisher.



Dr. Jekyll y su hermana Hyde (Dr. Jekyll and Sister Hyde, 1971) de Roy Ward Baker.



La matanza de Texas (The Texas Chainsaw Massacre, 1974) de Tobe Hooper.



El quimérico inquilino (Le locataire, 1976) de Roman Polanski.



Nosferatu, vampiro de la noche (Nosferatu: Phantom der Nacht, 1979) de Werner Herzog.



El resplandor (The Shining, 1980) de Stanley Kubrick.



Drácula de Bram Stoker (Bram Stoker's Dracula, 1992) de Francis Ford Coppola.


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