La Gorgona (The Gorgon, 1964) de Terence Fisher.


En el pueblo centroeuropeo de Vandorf, se vienen cometiendo una serie de asesinatos en los que las víctimas siempre aparecen convertidas en piedra.


Fascinante fantasía gótica de la Hammer, que supone uno de los filmes más conseguidos de Terence Fisher, autor nunca lo suficientemente valorado por desarrollar su obra dentro del género fantástico, a pesar de contar con una filmografía repleta de grandes películas.

El estupendo guión de John Gilling, que posteriormente dirigiría algunas cintas estimables dentro de la productora como La plaga de los zombies (The Plague of the Zombies, 1966) o El reptil (The Reptile, 1966), fusiona con acierto el gótico inglés con la mitología clásica, dando lugar a una de las criaturas más interesantes del cine de terror de todos los tiempos.

Es durante las noches de luna llena, cuando la sufrida víctima de la maldición adquiere una horrenda expresión caravaggiesca que le conduce a habitar las ruinas del castillo Borski, y a vagar por el oscuro y profundo bosque en busca de sus víctimas, a las que atrae a través de un dulce canto que nos recuerda a la voz de las sirenas de La Odisea  de Homero.


Tal y como ocurre con otros trabajos de Fisher como La maldición del Hombre Lobo (The Curse of the Werewolf, 1961) o Frankenstein creó a la mujer (Frankenstein Created Woman, 1967), The Gorgon es, ante todo, una tragedia romántica impregnada de un fatalismo ante el que los hombres nada pueden hacer por su carácter inaprensible y sobrenatural.

Los imprescindibles Peter Cushing y Christopher Lee intercambian aquí sus roles habituales: interpretando el primero al Doctor Namaroff, tipo celoso y cabecilla de la conspiración de silencio que reina en el pueblo en torno a los asesinatos, y el segundo al sabio Profesor Karl Meister, quien acudirá en ayuda del joven Paul Heitz (Richard Pasco) para resolver las misteriosas muertes de su hermano y su padre. También resulta excelente el trabajo realizado por Barbara Shelley, cuyo aspecto frágil y afligido se adecua perfectamente a su personaje. El director volvería a contar con ella poco después en Drácula, Príncipe de las tinieblas (Dracula, Prince of Darkness, 1966).


La siempre elegante dirección de Fisher y su loable brío narrativo, dotan al conjunto de una brillante redondez, constituyendo una de las más cuidadas (véanse la gran fotografía de Michael Reed, la sublime partitura de James Bernard y los magistrales decorados del interior del castillo) y logradas películas salidas de la ya mítica casa del martillo.


Viridiana (1961) de Luis Buñuel.


        Viridiana (Silvia Pinal) es una novicia que pasa unos días en la hacienda de su tío Don Jaime (Fernando Rey) antes de tomar sus votos. El enorme parecido que la joven guarda con la fallecida esposa de éste, provocará la obsesión de su tutor, que intentará retenerla para que no se marche.


Buñuel regresó a España para filmar esta película co-producida por México, que a la postre sería censurada y calificada como blasfema y obscena por parte del Vaticano debido a su irreverencia religiosa. Se alzó con la Palma de Oro en Cannes.

Se trata de una de sus mejores obras, donde el cineasta aragonés toca temas habituales en su filmografía como la miseria o el vacío existencial burgués; además de dar rienda suelta a sus obsesiones eróticas y fetichistas, e ironizar acerca de determinadas convenciones del cristianismo.

Para ello contó con un reparto excelente, encabezado por dos de los mejores actores españoles de la historia, como son Fernando Rey y Francisco Rabal, y por la hermosa actriz mexicana Silvia Pinal.


El primer tercio de la cinta es sencillamente genial, gracias a la lucidez con la que Buñuel logra crear una atmósfera morbosa y obsesiva, retratando con suma agudeza la perturbación que sufre Don Jaime; un personaje tragicómico, retraído y claramente reprimido como consecuencia de la muerte de su esposa en la misma noche de bodas, lo que probablemente impidió que pudiera consumar con ella el acto sexual. La secuencia en la que Viridiana, somniferada y ataviada con el traje nupcial de su tía a petición expresa del viejo hidalgo, es conducida por éste a sus aposentos en medio de la noche, resulta absolutamente magistral.

Tras el suicidio de Don Jaime y la renuncia de su sobrina a volver al convento, se inicia la segunda parte del filme, que constituye una feroz y negrísima sátira hacia la imposibilidad de plasmar en el mundo terrenal algunos de los ideales de la concepción cristiana como la caridad hacia los necesitados. Este tramo de la película se articula en torno a la confrontación de caracteres y de modos de concebir la vida entre Viridiana y su primo. La primera me recuerda, al igual que otros personajes buñuelianos como el Francisco Rabal de Nazarín (1959), a la definición que Nabokov hacía de los héroes chejovianos: “Hombres buenos incapaces de hacer el bien que combinan la más profunda decencia de que es capaz el ser humano con una incapacidad casi ridícula para poner en práctica sus ideas y principios”.


Evidentemente Buñuel disfruta observando cómo su protagonista tiene que renunciar a sus ideales y someterse al pragmatismo terreno de su primo tras la grotesca e inolvidable “última cena” de los vagabundos, que parodia la famosa obra de Da Vinci mientras se escuchan las celestiales notas de El Mesías de Händel.

En definitiva, nos encontramos ante una de las obras esenciales del cine español de todos los tiempos. Simple y llanamente excepcional.

Las diez mejores películas de la última década.

 
       1.  Yi Yi (ídem, 2000) de Edward Yang.


Yi Yi no sólo me parece la mejor película de la década, sino que también la considero una de las obras más importantes que el cine ha legado en los últimos veinticinco años. Absolutamente imprescindible.

2. Armonías de Werckmeister (Werckmeister harmóniák, 2000) de Béla Tarr.


Este extraordinario y hermosísimo filme, fábula existencial a la par que alegoría política, es uno de los mayores regalos que el cine nos ha brindado en las últimas décadas. Su manifiesto carácter atemporal, aunque la acción pueda ubicarse en la Hungría de finales de los ochenta, le otorga una lectura universal que, sin duda, lo engrandece. Con él, el autor húngaro logró cotas de sobriedad y depuración, sólo al alcance de los más grandes.

3.  El Nuevo Mundo (The New World, 2005) de Terrence Malick.


Malick, al igual que otros grandes maestros, va depurando su lenguaje con cada nueva producción. No entiendo que buena parte de críticos y aficionados aún no hayan sido capaces de vislumbrar la poesía y la belleza que hay en El Nuevo Mundo, una obra maestra que irá revalorizándose con el paso del tiempo. No lo duden.

4.  Saraband (ídem, 2003) de Ingmar Bergman.


La última película de uno de los directores más importantes de la historia. Que no se engañe nadie, Saraband no es una obra de decadencia, su crudeza existencialista seguirá disfrutándose dentro de cincuenta años.

5.  Mulholland Drive (ídem, 2001) de David Lynch.


El Lynch más complejo y fascinante es el que hallamos en esta magistral película, ejemplo clarividente del talento de un cineasta único.

6.  Million Dollar Baby (ídem, 2004) de Clint Eastwood. 


Clint Eastwood ha sido el gran triunfador de un decenio en el que nos ha regalado algunas de sus obras más conseguidas. Million Dollar Baby es una de ellas, destila la sapiencia de los grandes clásicos, el sabor de las películas destinadas a permanecer por siempre en nuestra memoria.

7.  Mystic River (ídem, 2003) de Clint Eastwood.


Un tenebroso y trágico relato sobre la pérdida de la inocencia con el que Eastwood muestra, una vez más, su maestría tras las cámaras. Resulta tan intensa que uno no puede arrancársela, algo a lo que sin duda contribuye su impresionante reparto. 

8.  El pianista (The Pianist, 2002) de Roman Polanski.


El Holocausto visto a través de la fría mirada de un inspirado Polanski, que triunfa al hacer personal una historia ya manida. Ese pianista escuálido y ya casi paranoico que toca a Chopin ante la mirada conmovida de quien podría destruirle, constituye una de las secuencias más brillantes de una película inolvidable. 

9.   Deseando amar (Dut yeung nin wa, 2000) de Wong Kar-wai.

       
         A veces los besos más dulces fueron aquellos que nunca dimos, los abrazos más tiernos aquellos que nunca se encontraron, las palabras más sinceras aquellas que nunca dijimos y las historias de amor más recordadas aquellas que nunca se consumaron. Es posible que Wong Kar-Wai tuviera en mente todo esto mientras realizaba Deseando amar; un íntimo, contenido, lírico y bellísimo ejercicio de romanticismo cinematográfico difícilmente olvidable.  

10.  Master and Commander: Al otro lado del mundo (Master and Commander: The Far Side of the World, 2003) de Peter Weir.


Una película de aventuras a la antigua usanza, en donde los personajes y la historia prevalecen sobre el ruido y el artificio propios del cine de nuestra época. La cinta cuenta con uno de los duelos interpretativos más atractivos del Hollywood reciente, gracias al gran trabajo de Russell Crowe y Paul Bettany. Magnífica.


Cinco obras esenciales de Kenji Mizoguchi (1898-1956).




·        Historia del último crisantemo (Zangiku monogatari, 1939).


Una de las obras más logradas de su filmografía; brillante en su forma, conmovedora en su fondo. Repleta de largos y elaborados planos secuencia con los que Mizoguchi enmarca una triste historia de amor y abnegación.

·        Vida de Oharu, mujer galante (Saikaku ichidai onna, 1952).


Filme con el que el maestro nipón se dio a conocer en occidente. Un magistral melodrama que narra el trágico periplo vital de una mujer que acaba convertida en prostituta por culpa de las convenciones y el machismo imperantes en la férrea sociedad feudal del siglo XVII. La gran Kinuyo Tanaka realiza la mejor interpretación de toda su carrera.

·        Cuentos de la luna pálida de agosto (Ugetsu monogatari, 1953).


Una bellísima lección moral que nos previene acerca de la incapacidad del ser humano a la hora de valorar lo que tiene y verdaderamente importa. Película mágica e imprescindible. Una obra de arte.

·        El intendente Sansho (Sansho Dayu, 1954).


Otro hermoso relato con el que Mizoguchi vuelve a darnos lecciones sobre el verdadero significado de la igualdad y la hermandad entre los hombres. Sabia y profundamente triste, contiene el final más conmovedor de toda su obra.

·        La calle de la vergüenza (Akasen chitai, 1956).


Su última película constituye un crudo análisis de la forma de vida de las prostitutas en el Japón moderno, mujeres que debido a su frustración vital acaban encontrando en los prostíbulos su lugar de evasión.









Clásicos del western: Perseguido (Pursued, 1947) de Raoul Walsh.

Jeb Rand (Robert Mitchum) fue acogido de niño por los Callum tras el asesinato de su familia. Con el paso de los años acabará enamorándose de Thorley (Teresa Wright), su hermana adoptiva, pero los confusos recuerdos de lo que ocurrió en su infancia le impedirán ser feliz.


Intenso y fantasmagórico western, de enorme fuerza expresiva, que constituye una de las más brillantes y atrevidas aportaciones de Walsh al género.

Su sombría puesta en escena, en la que se acentúan los contrastes entre luces y sombras, así como el uso de determinados recursos narrativos propios del cine negro tales como el flashback o la voz en off, otorgan al conjunto un aspecto de film noir de la época.

Temáticamente la cinta remite a la obra de Emily Brontë Cumbres borrascosas, aunque el literario páramo inglés deja paso aquí a la mineralidad del paisaje de Nuevo México, cuyos escenarios son captados de forma vigorosa por los encuadres de Walsh.


La trama gira en torno al tormento interior que sufre su protagonista, incapaz de recordar nada de lo que pasó durante la noche en la que su familia fue asesinada salvo los destellos de las espuelas de unas botas que iban de un lado a otro.

El filme se inicia entre las ruinas del rancho de los Rand, lugar en el que Jeb se refugia de un grupo de hombres que lo persiguen. Allí cuenta a Thorley, y por extensión a nosotros los espectadores, todo lo que le ha acontecido desde que era niño y que le ha llevado a la presente y trágica situación. Es una forma de exorcizar sus fantasmas, ya que al rememorar las idas y venidas de su periplo vital conseguirá, casi al final, ver con claridad aquello que antes le resultaba brumoso.

La narración de Walsh resulta perfecta, como siempre, mostrando una vez más su maestría a la hora de economizar lo que expone gracias a un ritmo portentoso e implacable.


A la magnética indolencia de Mitchum y a la siempre agradecida presencia de esa gran actriz que era Teresa Wright, hay que sumar las excelentes interpretaciones del resto del reparto, donde destaca especialmente Judith Anderson, más conocida por ser el ama de llaves de Rebeca de Hitchcock.

Por todo lo señalado y más, Pursued es una película que ningún amante del cine en general, y del western en particular, debería perderse.

La leyenda de la fortaleza de Suram (Ambavi Suramis tsikhitsa, 1984) de Sergei Paradjanov y Dodo Abashidze.


Según cuenta una vieja leyenda georgiana, la fortaleza de Suram, construida para defender al país de los enemigos externos, siempre acaba derrumbándose al alcanzar determinado nivel, sin que nadie sepa por qué ocurre.

Durmish-Khan (Zura Kipshidze) es un esclavo liberado por su amo que decide emprender un viaje para conseguir la cantidad que permita comprar la libertad de su amada Bardo (Leila Alibegashvilli/Sofiko Chiaureli), que aún sigue teniendo esa condición. Por el camino se topará con Osman (Dodo Abashidze), un comerciante musulmán que cambiará su vida.


Tras salir del campo de trabajo en el que había sido confinado por las autoridades soviéticas, Sergei Paradjanov retomaba su carrera cinematográfica con la creación de esta fascinante y hermosa película con la que proseguía y consolidaba las experimentaciones de lenguaje que había iniciado unos años atrás con El color de la granada (Sayat Nova, 1968).

Adentrarse en el cine del director armenio requiere liberarse de prejuicios y tomar conciencia de que, probablemente, uno va a contemplar algo muy distinto a todo lo que ha visto con anterioridad. Si aceptan ambas condiciones, prepárense para disfrutar del festín artístico que les propone uno de los directores más singulares de la historia del séptimo arte.

Siempre he considerado a Paradjanov una especie de hakawati, o lo que es lo mismo, uno de esos contadores de historias que según la tradición árabe iban de café en café narrando cuentos y leyendas que deleitaban a quienes las escuchaban.


Su cine, como ningún otro, contiene el sello de lo mítico, de ahí la facilidad con la que consigue trasladarnos a tiempos pasados y culturas diferentes a la nuestra. Ver una de sus películas supone una experiencia similar a la de leer determinados pasajes del Antiguo Testamento, ya que apenas necesita describir escenarios o definir caracteres para lograr atraparnos en la narración de relatos que parecen haber existido siempre debido a su carácter primigenio. 

La leyenda de la fortaleza de Suram es un filme estructurado en episodios que remarca la inmovilidad de un destino ante el que los hombres nada pueden hacer, salvo someterse a sus designios. No posee ni la poesía de Sombras de antepasados olvidados (Tini zabutykh predkiv, 1964) ni el misticismo de El color de la granada, sus obras maestras, pero goza de una arrolladora belleza plástica que se deriva del torrente colorista en el que Paradjanov convierte cada uno de sus fotogramas.

El estatismo perpetuo de la cámara hace que asistamos a una concatenación de secuencias cuya composición y cromatismo recuerdan a las miniaturas persas.


El folclore que tanto gustaba a su autor está presente a través de la música y la danza, así como la combinación de elementos occidentales y orientales, además del surrealismo minimalista que caracteriza a su lenguaje, y que da lugar a imágenes de un poder subyugante.

Se trata, en definitiva, de uno de los trabajos imprescindibles de un cineasta del que beben buena parte de los directores de Oriente Próximo actuales, esos que tantos premios acaparan en los diferentes festivales que se celebran.

Las diez mejores películas de los Años 60.

           1.  Gertrud (ídem, 1964) de Carl Theodor Dreyer.

La última película del director danés es también su obra más depurada y radical, una de las cumbres indiscutibles de la historia del cine. Triste e idealista, el ascetismo místico con que se reviste la convierte en una experiencia cercana a la ensoñación.

2.  Andrei Rublev (ídem, 1966) de Andrei Tarkovsky.

El genio poético de Tarkovsky profundiza en la función misional del artista en un mundo cruel y tenebroso a través de distintos episodios de la vida de un monje pintor de iconos del siglo XV.

3.  Persona (ídem, 1966) de Ingmar Bergman.

La fragilidad de una identidad sustentada sobre convenciones y máscaras sociales impuestas, sirve a Bergman para configurar un relato de aterradora desnudez psicológica y extremas propuestas formales.

4. Viridiana (1961) de Luis Buñuel. 
Se trata de una de las mejores obras de Buñuel; en ella el cineasta aragonés toca temas habituales en su filmografía como la miseria o el vacío existencial burgués, además de dar rienda suelta a sus obsesiones eróticas y fetichistas, e ironizar acerca de determinadas convenciones del cristianismo. 


5.  El hombre que mató a Liberty Valance (The Man Who Shot Liberty Valance, 1962) de John Ford.

El lirismo de Ford alcanza su punto más álgido en este western crepuscular en el que se produce un choque entre lo viejo y lo nuevo, entre el salvaje oeste y la sociedad civilizada. Si alguien duda de la categoría actoral de John Wayne que vea su composición de Tom Doniphon, el más amargo y trágico héroe fordiano. Inolvidable.

6.  Barbarroja (Akahige, 1965) de Akira Kurosawa.

Una nueva lección de cine y vida por parte del maestro nipón. Nunca unos personajes secundarios resultaron tan profundos y humanos como en esta obra maestra. Toshiro Mifune realiza la mejor interpretación de toda su carrera en la que bien podría ser la mejor película de su autor.

7.  Hamlet (Gamlet, 1964) de Grigori Kozintsev.

La mejor y más perfecta adaptación de Shakespeare al celuloide. Redonda de principio a fin. Tan imprescindible como su homónimo literario.

8.  2001: Una odisea del espacio (2001: A Space Odyssey, 1968) de Stanley Kubrick.

Fascinante y visionaria película de Kubrick, tan compleja que a día de hoy sigue desconcertando. Adorarla u odiarla, esa es la cuestión. Afortunadamente me encuentro entre los que la adoran. Su gran obra maestra junto con Barry Lyndon.

9.  Los comulgantes (Nattvardsgästerna, 1963) de Ingmar Bergman.

En esta década el genio del cineasta sueco brilló como en ninguna otra. Siempre he considerado que Los comulgantes es una de sus obras más logradas, la que mejor refleja el desasosiego que provoca el vacío existencial.

10.  El gatopardo (Il Gattopardo, 1963) de Luchino Visconti.

La obra capital de Visconti es esta monumental película de tono elegíaco en la que retrata el crepúsculo de una clase social determinada. Burt Lancaster está absolutamente soberbio.

La infancia de Iván (Ivanovo detstvo, 1962) de Andrei Tarkovsky.


Iván (Nikolai Burlaiev), chico huérfano de doce años, realiza durante la Segunda Guerra Mundial misiones de reconocimiento para el ejército soviético. Sus superiores: el capitán Kholin (Valentin Zubkov), el coronel Gryaznov (Nikolai Grinko) y el joven teniente Galtsev (Yevgueni Zharikov) quieren alejarlo de la lucha, pero se topan con la insistencia y tozudez del pequeño.


Ópera prima de Andrei Tarkovsky; poética y conmovedora, primera piedra del excepcional monumento cinematográfico que supone la filmografía del genio ruso. Se alzó con el León de Oro en el Festival de Venecia.

Si alguien desea iniciarse en la obra de Tarkovsky debe comenzar por el visionado de la cinta que nos ocupa, su película más asequible si la comparamos con la complejidad místico-filosófica de sus trabajos posteriores. Esa aparente sencillez no impide sin embargo, que nos encontremos ante un bello, y por momentos mágico, relato antibélico.

El cineasta aceptó dirigir este filme, inicialmente planificado para otro director, y la reducción del presupuesto del mismo, a cambio de poder empezar desde cero. Aunque no aparece acreditado, introdujo junto con Andrei Konchalovski importantes alteraciones en el guión, que adaptaba un cuento de Vladimir Osipovich  Bogomolov.


En la película destaca la hermosa concepción de las secuencias oníricas,  cuatro en total, que muestran la extraordinaria capacidad de su autor para captar el esplendor vital de la naturaleza. El agua, elemento que en Tarkovsky hace alusión a la parte espiritual del ser humano, es protagonista en todas. Estas luminosas y embriagadoras secuencias contrastan con el horror y los claroscuros de la realidad bélica, donde el mundo femenino de los sueños (en ellos aparecen la madre y la hermana de Iván) da paso a otro eminentemente masculino y desalentador.

Ingmar Bergman dijo en una ocasión que Tarkovsky era el director más importante porque había creado un lenguaje nuevo que se correspondía con la esencia del cine, ya que presentaba la vida como reflexión, la vida como un sueño. Esta superposición entre realidad y sueño será una constante en el resto de su obra.


En el ámbito interpretativo cabe resaltar la naturalidad con la que Nikolai Burlaiev da vida al personaje de Iván. El director volvería a contar con él en Andrei Rublev para interpretar a Boriska, el fundidor de la campana. 

Tras el éxito internacional a nivel crítico de La infancia de Iván, Tarkovsky se embarcó en la escritura del guión de una de las películas más importantes de la historia. Andrei Rublev consolidó su enorme talento como cineasta y supuso el inicio de sus problemas con las autoridades soviéticas.


La emperatriz Yang Kwei-fei (Yôkihi, 1955) de Kenji Mizoguchi.


La película narra la historia de amor que surge entre el emperador chino (Masayuki Mori) y una plebeya (Machiko Kyô) que le recuerda a su fallecida esposa.


El emperador está triste, no consigue superar la muerte de su amada. Se pasea a solas por las amplias estancias de palacio sin que halle consuelo alguno. Cabizbajo, recibe a sus ministros, que le informan de los asuntos políticos, por los que no muestra el más mínimo interés. Le harta tanta responsabilidad, sólo desea dedicar sus pensamientos a la memoria de su compañera, cuyo retrato pintado contempla a menudo. Se evade componiendo música, pero qué notas tan melancólicas alumbra su intelecto, que parece vivir anclado al recuerdo de quien ya se ha ido. Tal vez con otra mujer, piensan sus sirvientes, su majestad recupere las ganas de vivir. Y aunque en principio rechaza a todas, acaba por fijarse en una idéntica a la que amó. Su linaje es humilde, es la menor de unas hermanas que la obligan a realizar todos los quehaceres del hogar. Pero su cálida compañía, sus sinceros consejos y la amabilidad con que lo trata, terminan por hacerle recuperar la ilusión. Pero cuán breve es la felicidad, que parece no estar hecha para el hombre, que pasa parte de su vida deseándola o remembrándola sin que apenas la disfrute. La envidia y el engaño invitan de nuevo a la muerte, que vuelve a llevarse lo más preciado, condenando por siempre la vida de quien dos veces amó, muriendo sin morir por ello.


Así es Yôkihi, un hermoso cuento sublimado por la elegancia formal de su autor, cuya cámara se desplaza entre cortinas de seda transparentes que enmarcan suntuosos decorados envueltos en un rico cromatismo que remite a la pintura china.

Que se rodara íntegramente en decorados, refuerza el carácter teatral de una película que goza del sereno estatismo que sólo puede alcanzar la mano de un maestro.


Excelentes y sentidas interpretaciones de los dos protagonistas de un relato que contiene uno de los finales más bellos de toda la obra de un cineasta único. Capaz de filmar el emotivo encuentro entre dos espíritus invisibles a los que el encuadre sigue en dirección a la felicidad eterna. 

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