Gertrud (ídem, 1964) de Carl Theodor Dreyer.

Gertrud (Nina Pens Rode) es una hermosa mujer de mediana edad, cuyo gran objetivo vital es el de hallar un amor sin condiciones. Pasado, presente y futuro, que aparecen en su vida en forma de hombres, le sirven para descubrir la imposibilidad de alcanzar tal amor.


Nos encontramos ante la última película de uno de los mayores maestros de la historia del cine. Una obra cumbre, ya no sólo de la filmografía de su autor, sino del séptimo arte en general.

Basada en una obra del dramaturgo sueco Hjalmar Söderberg, la Gertrud de Dreyer es una suerte de idealista romántica condenada al desencanto irremediable de la realidad.

A partir de una puesta en escena depurada y ascética, Dreyer logra alcanzar una mística amorosa cercana a la ensoñación; pues lo que se nos presenta, y tal y como se nos presenta, trasciende el mundo de los sentidos para encaramarse sobre horizontes más elevados.


Gertrud aspira a un amor con mayúsculas que los hombres no le pueden dar. Unos, porque anteponen al mismo su trabajo u ocupación, como son los casos de su marido y el poeta; y otros, por su libertina actitud, como sucede con el personaje del joven músico, de carácter vividor y mujeriego, incapaz de amar a nadie salvo a sí mismo. Todas estas experiencias fallidas concienciarán a nuestra heroína, que caerá en el hastío y la soledad. 

Poniendo en práctica unos larguísimos y elaborados planos-secuencia, la cámara de Dreyer se desliza, sabia y serena, siguiendo el movimiento de los personajes; y en muchas ocasiones, se mantiene prácticamente inmóvil, mientras contempla conversaciones íntimas que sacan a la luz secretos, pasiones, deseos y anhelos. No deja de ser significativo que en ellas, Gertrud mantenga casi siempre una mirada perdida, como si tratase de vislumbrar en el horizonte aquello que se le niega. 


Gertrud es una película de una modernidad tan atemporal como su contenido; un sueño, como la propia vida, aunque tal vez ésta no sea el sueño que siempre habíamos soñado. 

Solaris (Solyaris, 1972) de Andrei Tarkovsky.


Kris Kelvin (Donatas Banionis), científico y psicólogo, es enviado a la estación espacial que gira en torno al planeta Solaris. Al que rodea algo parecido a un océano que, según se cree, puede ser una especie de cerebro pensante. Todas las informaciones que llegan desde la estación son desconcertantes y carecen de sentido, por lo que la misión de Kris consistirá en comprobar qué sucede en el interior de sus instalaciones.


El personaje de Kris evolucionará de forma drástica a lo largo de la película, ya que si al principio se muestra como un tipo frío y extremadamente racional, al final acabará sucumbiendo a las pasiones y emociones que se desencadenan en la estación.

El guión de Solaris fue escrito conjuntamente por Andrei Tarkovsky y Friedich Gorenstein a partir de la novela homónima de ciencia-ficción de Stanislaw Lem.

Siendo Tarkovsky, está claro que no nos encontramos ante una cinta de ciencia-ficción al uso (Tarkovsky renegaba de dicho género), sino que se trata de una reflexión de carácter existencialista en la que se intenta penetrar en las oscuras profundidades del alma humana.


Solaris se estrenó en 1972, cuatro años después de la obra maestra de Kubrick 2001: Una odisea del espacio (2001: A Space Odyssey, 1968), por lo que las comparaciones entre una y otra resultaron inevitables. Estamos, en cualquier caso, ante dos filmes completamente distintos. Ya que, además de la diferencia de presupuesto, existe otra, quizá más importante; y es que si en 2001 Kubrick buscaba las respuestas en el exterior, en el espacio, Tarkovsky prefiere realizar un ejercicio de introspección humanista. El espacio exterior carece de importancia en Solaris. De hecho, las imágenes del mismo son escasas. Al contrario del espectáculo coreográfico que Kubrick nos ofrecía en su obra. Si en 2001 los diálogos eran limitados, en Solaris, en cambio, son abundantes y profundos.

El filme comienza con el Preludio Coral en Fa Menor de J. S. Bach, lo que nos indica que estamos ante un filme de evidentes connotaciones religiosas (como casi toda la filmografía de su autor). Tras los títulos de crédito iniciales, la acción se sitúa en la tierra. Se trata de un extenso prólogo, ausente en la novela, que Tarkovsky incluyó  para dejar claro desde el principio que su interés se centra, ante todo, en la relación que se establece entre nuestro planeta y el hombre; no entre el hombre y el resto del cosmos.

Una vez trasladado a la estación espacial, Kris comprobará que el océano pensante es capaz de reproducir los sueños y recuerdos de la mente humana. Algo que se produce cuando los tripulantes duermen, y que en el caso de nuestro protagonista, dará lugar a la aparición de Hari (Natalia Bondarchuk), su mujer que se había suicidado unos años atrás. Pocos personajes en la historia del cine desprenden el patetismo de Hari, esa chica sensible y enamorada que, para no dañar a su amado, intenta destruirse una y otra vez, resucitando de forma inevitable cada vez que lo hace.


En la película también aparecen otros dos destacados actores soviéticos que, como Kris, son tripulantes de la estación. Nos referimos a Anatoli Solonitsin, actor fetiche de Tarkovsky, y a Yuri Yarvet, más conocido por su magistral interpretación en El Rey Lear (Korol Lir, 1970) de Grigori Kozintsev (1970).

A Stanislaw Lem no le gustó demasiado la adaptación de Tarkovsky, al considerarla en exceso mística, algo que, a decir verdad, tampoco agradó a las autoridades soviéticas. La cinta ataca la vanidad de la ciencia y reflexiona sobre temas como la muerte, el amor o la inmortalidad.

Si uno conoce las preocupaciones e inquietudes religiosas que invaden la filmografía del autor de Stalker, no le costará encontrar ciertos paralelismos entre el océano de Solaris y Dios. Tampoco le extrañará la similitud, al menos conceptual, que existe entre la estación espacial y el paraíso cristiano; lugar en el que se supone que uno se reencuentra con sus sueños y seres queridos. Además, no deja de ser significativo que los “visitantes” aparezcan cuando llega el sueño. Un sueño que cuando es demasiado profundo se asemeja a la muerte, tal y como afirma Sancho Panza en un episodio de El Quijote que lee uno de los protagonistas del filme.


Si tuviésemos que quedarnos con una secuencia de esta obra maestra, nos quedaríamos con aquella en la que Kris y Hari, abrazados, flotan a consecuencia de la ingravidez de la estación, mientras suena la anteriormente mencionada composición de Bach. Esa ingravidez de los personajes, que también encontramos en otras obras de Tarkovsky,  nos muestra la extraordinaria poética visual del genio ruso.

En conclusión: 165 minutos de absoluta fascinación.


El amo de la casa (Honrarás a tu esposa) (Du skal aere din hustru, 1925) de Carl Theodor Dreyer.

John (Johannes Meyer) es un tipo severo y amargado que ejerce de tirano en su casa. Debido a su despótico comportamiento, su esposa Mary (Astrid Holm) caerá enferma, por lo que una vieja nana (Mathilde Nielsen) que fue niñera de John durante su infancia, se hará cargo de los quehaceres diarios.


Magnífico drama de la etapa silente del maestro danés. Destaca por su austera concepción plástica, que nos remite a la obra del pintor Vilhelm Hammershoi, así como por su mensaje favorable al reconocimiento social del papel de la mujer ama de casa. Es una adaptación de una obra teatral de Svend Rindon, coautor del guión junto con el propio Dreyer. 

Como casi siempre en Dreyer, el relato se articula en torno al sufrimiento y el sacrificio femenino; personificado aquí en la figura de Mary, mujer abnegada que soporta el maltrato psicólogico al que la somete su cónyuge. No obstante, la verdadera heroína del filme es la niñera anciana, capaz de someter al autoritarismo de John y devolver al hogar el orden equitativo que nunca debió verse alterado.


La lección moral que nos expone la cinta, se aleja para bien de planteamientos maniqueos, pues la dureza de John se deriva de su incapacidad para dar a su familia un mínimo nivel de bienestar tras la ruina de su negocio. No respeta a los suyos porque no se respeta a sí mismo. Es un individuo frustrado que se siente inútil, de ahí que pase buena parte del día vagando como un autómata por las calles de la ciudad. 

Dreyer dota a sus personajes de alma, narrándonos los acontecimientos con tacto sereno y ciertas dosis de humor; y lo hace a partir de una puesta en escena sobria y desnuda que eleva su humanidad, y que ya camina hacia el inigualable ascetismo místico de sus posteriores obras maestras.


El amo de la casa es una película a reivindicar, pues resulta clave para entender la evolución del lenguaje de uno de los mayores artistas (si no el mayor) de la historia del cine.

Still Walking (Aruitemo aruitemo, 2008) de Hirokazu Koreeda.


La familia Yokoyama se reúne durante un día de verano para conmemorar la muerte del hijo mayor quince años atrás.

En Aruitemo aruitemo, Hirokazu Koreeda pone de manifiesto la influencia recibida de Yasujiro Ozu, presentándonos un drama familiar sencillo y sin pretensiones, cuyo visionado resulta realmente agradable.


Se trata de una película reposada y calma, una ventana hacia las relaciones familiares con un argumento simple que no da lugar a los giros o sorpresas. El espectador, por tanto, debe limitarse a contemplar, a dejarse llevar por unos personajes tremendamente humanos y precisamente dibujados.

Es un filme donde cobran especial importancia los gestos, las miradas y los silencios, así como las palabras y la forma en la que estas se pronuncian. 

La alargada sombra de Ozu sobre esta obra es más que notable, de modo que temas habituales en la filmografía del maestro nipón como el paso del tiempo, la muerte o la confrontación entre generaciones, son tratados aquí con sumo tacto y delicadeza por parte de Koreeda, que es también el autor del guión.


Esa influencia no sólo se limita a ámbitos temáticos o argumentales, sino que también se expresa desde un punto de vista formal, con planos fijos del interior de la casa tradicional japonesa, en la que los personajes se reúnen en torno a la mesa tanto para degustar alimentos como para compartir impresiones. 

El tránsito vital es un tema esencial, probablemente el más importante en esta película. Algo que se refleja en planos que aluden al mismo, como el paso de un tren o los desplazamientos, siempre a pie, de los personajes, que suben y bajan cuestas y escaleras. Subidas y bajadas que no son más que una hábil metáfora visual del devenir de la vida, con sus cosas buenas y malas, con sus alegrías y decepciones.


Aruitemo aruitemo es, en definitiva, una sincera y hermosa muestra de gran cine.

Garras humanas (The Unknown, 1927) de Tod Browning.


En un circo de gitanos de Madrid se esconde Alonzo (Lon Chaney), fugitivo de la policía, bajo la apariencia de un lanzador de cuchillos manco. Tiene un fiel amigo, un enano llamado Cojo (John George), y está enamorado de la hermosa Nanon (Joan Crawford), hija del propietario del circo, a la que también pretende Malabar el forzudo (Norman Kerry).


Garras humanas es una de las mejores películas de Browning. Se trata de una siniestra tragedia de enorme calado psicológico, en la que “el hombre de las mil caras”, apodo de Chaney, realiza una de sus interpretaciones más brillantes.

 Browning, coautor del guión junto con Waldemar Young, sitúa la historia en el ambiente circense que tan bien conocía; mostrando, una vez más, su gusto por las malformaciones físicas (el personaje de Chaney oculta sus brazos para evitar que la policía descubra que tiene dos pulgares en la mano izquierda, algo que revelaría su auténtica identidad).


La trama gravita en torno al trío amoroso formado por Alonzo, Nanon y Malabar. Al principio del filme, Nanon tiene fobia a los brazos masculinos, pues debido a su belleza, los hombres han intentado tocarla durante toda su vida. Esta especie de trauma la acerca emocionalmente a Alonzo, quien en un acto de locura romántica, no dudará en amputarse los suyos para conseguir a su amada.


Sin embargo, un cruel giro de los acontecimientos, hará que Nanon pierda ese miedo y se enamore de Malabar, cayendo en sus fornidos miembros superiores. Este cambio de actitud enloquecerá a Alonzo, que intentará vengarse de Malabar en un último número cargado de tensión y malas intenciones (la mejor secuencia de la película).

En definitiva, magnífica obra muda, de imprescindible visionado para los amantes del género fantástico-terrorífico.

Persona (ídem, 1966) de Ingmar Bergman.


La actriz Elizabeth Vogler (Liv Ullmann) se queda sin voz mientras interpreta en el teatro a Electra. Tras ingresar en un hospital, será enviada a una villa situada junto al mar con su enfermera Alma (Bibi Andersson).

Persona es, en muchos aspectos, la obra cumbre del cineasta sueco, a la que en su libro Imágenes (1990) se refería del siguiente modo “Tengo la sensación de que en Persona he llegado al límite de mis posibilidades. Que en plena libertad, he rozado esos secretos sin palabras que sólo la cinematografía es capaz de sacar a la luz”.


El filme se inspira en la pieza de cámara La más fuerte del dramaturgo August Strindberg, en la que los protagonistas son también dos personajes femeninos. Al igual que en la película de Bergman, una de las mujeres no para de hablar, mientras que la otra permanece siempre en silencio; un silencio que acabará por desquiciar a la primera, demostrándose entonces quién es verdaderamente la más fuerte. Sin duda Strindberg, a quien Bergman admiraba, influyó de forma clave en toda la obra bergmaniana, tanto en planteamientos estéticos como intelectuales.

El título hace referencia a las máscaras de teatro que se utilizaban en la antigüedad clásica, y es que el tema de la mascarada social resulta fundamental en la película que ahora nos ocupa; un tema que el propio Bergman ya había tratado bajo principios estéticos completamente distintos en El rostro (Ansiktet, 1958). En un primer momento, el filme iba a ser titulado Cinematografía, lo que nos habla claramente de las intenciones de Bergman de crear una obra basada en la ilusión y el artificio.


La película comienza con planos detalle que nos muestran cómo se pone en funcionamiento un proyector cinematográfico (el cine como ilusión), y a continuación aparecen una serie de imágenes aparentemente inconexas, pero que no son más que una conjunción de los temas tratados por el cineasta hasta ese momento:

-         Un pene en estado de erección (el deseo carnal impregna toda la obra de su autor).
-         Una araña (en clara referencia al “Dios-araña” que aparecía en Como en un espejo [Säsom i en spegel, 1961] que simboliza la ausencia y el silencio de Dios).
-          El cordero degollado y las manos clavadas a un madero (alusión al cristianismo).
-          Imágenes mudas que ya aparecían en su película Prisión (Fängelse, 1949) donde vemos cómo la muerte persigue a un individuo (la muerte es el tema capital de algunas de sus obras más importantes como El séptimo sello [Det sjunde inseglet, 1957] o Fresas salvajes [Smultronstället, 1957]).

Tras esta esquizofrenia visual nos situamos en el interior de un depósito de cadáveres, donde un niño acaricia una pantalla en la que se alternan las imágenes borrosas de las dos protagonistas del filme. Como veremos posteriormente, la actriz tiene un hijo pequeño que le causa repulsión, mientras que la enfermera tuvo tiempo atrás un aborto. Ese niño que acaricia la pantalla, y que parece querer alcanzar la figura materna sin llegar a conseguirlo, hace referencia a ambos casos.


 En la película Bergman fusiona de manera magistral lo real con lo irreal u onírico, sin que en muchos casos podamos distinguir lo uno de lo otro.

 Junto con el tema de las máscaras sociales, encontramos el otro tema esencial del filme, que no es otro que el de la descomposición y la fragilidad de la identidad. Elizabeth es muda por decisión propia, porque para llegar a “ser” (no sólo estar) y no traicionar su “yo”, debe permanecer en silencio; hablar supone decir cosas que a veces no se corresponden con lo que uno piensa. Esto es lo que le ocurre precisamente a Alma, que al principio se muestra segura de su postura ante la vida, aunque a veces sus actos no se correspondan con la misma (el episodio orgiástico que relata a Elizabeth).  Esa seguridad inicial, irá dando paso a las dudas y la confusión hasta acabar desposeída de su identidad. Se rompe así su máscara social (al igual que se rompe la propia película hacia mitad del metraje para volver a iniciarse) que daba sentido a su existencia. Todo ello como consecuencia del poder de la figura silente de Elizabeth, que “chupa” la identidad de su compañera a modo de metáfora vampírica. De hecho, en una escena vemos cómo Elizabeth absorbe literalmente la sangre de Alma. Este proceso de descomposición culmina con la fusión del rostro de ambas mujeres en una imagen que resulta terrorífica. Ya sólo existe una, la más fuerte, Elizabeth.


 Ante esta situación, a Alma no le queda más remedio que regresar a su mundo, donde la seguridad es mayor, a pesar de que sea una seguridad fundamentada en mentiras y apariencias. 

Al final de la película volvemos a ver planos del proyector cinematográfico que deja de funcionar. La ilusión ha terminado.

Nostalgia (Nostalghia, 1983) de Andrei Tarkovsky.

El poeta ruso Andrei Gorchakov (Oleg Iankovski) visita Italia acompañado de una intérprete (Domiziana Giordano) con la intención de recabar datos acerca de Pavel Sosnovski, un compositor ruso del S.XVIII. Ambos se hospedan en un hotel de Bagno Vignoni, donde conocen a un loco llamado Domenico (Erland Josephson).


Nostalghia fue el primer filme rodado por Tarkovsky fuera de la Unión Soviética. Se trata de su película más personal junto a El espejo (Zerkalo, 1974), ya que los sentimientos de nostalgia que invaden al personaje del poeta, no son más que una extensión de la angustia que sentía el propio Tarkovsky, quien se vio forzado a marcharse de su país a consecuencia de la incomprensión y el maltrato al que se veía sometida su obra por parte de las autoridades.

Tras alcanzar la madurez y consolidación de su lenguaje cinematográfico con Stalker (ídem, 1979), el autor ruso crea una nueva obra maestra a partir de una puesta en escena milimétrica en la que destacan la sublime composición de planos y las secuencias de larga duración enmarcadas por una cámara que se mueve de forma pausada.


La Italia que nos presenta Tarkovsky, es una Italia brumosa y gris, envuelta en un halo de misterio, entendiendo el misterio tal y como lo hacía el filósofo alemán Josef Pieper; es decir, no como algo exclusivamente negativo y referido a la oscuridad, sino como una luz,  pero una luz de tal plenitud que el conocimiento humano es incapaz de percibir en toda su totalidad. Esa concepción del misterio refleja a la perfección la filmografía del maestro ruso.

Para Tarkovsky la realidad no sólo se limita a lo que vivimos, sino que también se compone de lo que recordamos o soñamos. Son esas ensoñaciones y recuerdos, en los que se utiliza un tono sepia, los que nos muestran el sentimiento de nostalgia del poeta, que permanece arraigado a la tierra de su patria, a la candidez de su mujer.

No obstante, no es la nostalgia el tema esencial de esta madura obra de arte, sino la falta de fe en el mundo, preocupación que invade las tres últimas películas de Tarkovsky.


En su cine, los personajes con fe suelen ser personas aisladas del contexto en el que viven, seres marginales incapaces de encajar en su sociedad. Normalmente es el sacrificio lo que permite a esos personajes alcanzar su lugar en la existencia, como ocurría con el voto de silencio del monje en Andrei Rublev (ídem, 1966), las peligrosas idas y venidas hacia la Zona del protagonista de Stalker, o la renuncia a  sus bienes más queridos del personaje de Alexander en Sacrificio (Offret, 1986). Aquí asistimos a dos actos de sacrificio o fe, protagonizados por el loco y el poeta. Y es que si Dreyer filmó el milagro más hermoso de la historia del cine, Tarkovsky nos muestra una acción de fe infinita: atravesar una piscina con una vela encendida para salvar al mundo (memorable travelling de ida y vuelta).


 Todo resulta excelso en Nostalghia, una película que merece ser saboreada con calma y afán contemplativo. Sólo el plano final de la misma, ya merece su visionado. Imprescindible.


La isla de las almas perdidas (Island of lost souls, 1932) de Erle C. kenton.


Edward Parker (Richard Arlen), único superviviente de un naufragio, es recogido por un barco mercantil que transporta toda clase de animales. Como consecuencia de las malas relaciones que se establecen entre Edward y el capitán alcohólico de la nave, nuestro protagonista se verá obligado a desembarcar junto con los animales en una pequeña y extraña isla. Allí conocerá al Dr. Moreau (Charles Laughton), que realiza vivisecciones a animales con el fin de convertirlos en seres humanos. 


Fascinante película de género fantástico que adapta el clásico literario de ciencia-ficción La isla del Dr. Moreau de H. G. Wells, situándose muy por encima de posteriores adaptaciones de la misma obra.

El filme cuenta con un sobrio guión de Philip Wylie y Waldemar Young,  en el que se acentúa la maldad y la locura de Moreau,  cuya interpretación a cargo del gran Charles Laughton resulta impagable. Al parecer, para crear este personaje, Laughton se inspiró en un médico al que conocía y del que tomó el look.

El mad doctor ejerce de tirano en su isla, en la que establece un régimen del miedo amenazando a las criaturas de la misma con un látigo y con “la casa del dolor”, lugar en el que lleva a cabo sus dolorosos experimentos.


Otra de las grandes aportaciones del guión es el personaje de Lota (Kathleen Burke), la mujer pantera, la más perfecta de las creaciones de Moreau, y con la que intentará seducir al nuevo inquilino de la isla con el objetivo de crear una nueva raza. Lota representa tanto a la sensualidad más salvaje como a la ingenuidad más pura, sus encuentros con Parker son inolvidables, destacando ese en el que ambos se sientan al borde de un estanque y vemos sus reflejos en el mismo. 

Dentro de la troupe de seres monstruosos que pueblan la isla, destaca la presencia de Bela Lugosi, que interpreta a aquel que dice la ley, y al que reconocemos gracias a sus ojos y a su singular voz, a pesar de estar cubierto por un peludo maquillaje obra de Wally Westmore.


La dirección de Erle C. Kenton resulta magnífica, destacando la sutileza con la que muestra esa galería de personajes pintorescos, en lugar de jactarse en una filmación descarada de los mismos. Esta dirección se ve ensalzada por la gran fotografía de Karl Struss, de claras reminiscencias expresionistas. 

Island of lost souls es todo un clásico de lo grotesco, al nivel de otras obras similares (por su encanto monstruoso) y más conocidas como La parada de los monstruos (Freaks, 1932) de Tod Browning.

El espejo (Zerkalo, 1974) de Andrei Tarkovsky.

Alexei (la voz de Innokenti Smoktunovski) evoca recuerdos de su infancia que contrastan con un presente marcado por las continuas discusiones que mantiene con su ex mujer (Margarita Terekhova) y con su madre, así como por una difícil relación con su hijo Ignat (Ignat Daniltsev).

Cuando uno es adulto, las reminiscencias de su infancia se le suelen presentar en forma de brumosas y confusas apariciones en las que los hechos acaecidos, se muestran como vagas remembranzas que en poco se diferencian de las ensoñaciones, y que, sin embargo, marcan el subconsciente de tal forma, que aquellos gestos, olores o texturas que ya apenas intuimos, nos acompañan para siempre. Si un cineasta podía plasmar todas estas emociones y sensaciones en la pantalla, ese no era otro que Andrei Tarkovsky.


Zerkalo es un filme de carácter autobiográfico en el que el maestro ruso, a partir de sus propias vivencias, intenta despertar en el espectador esos secretos íntimos que conforman nuestro ser, y que raras veces sacamos a la luz.

En el prólogo de la película se nos muestra una especie de show televisivo en el que un joven tartamudo es curado por una mentalista. Se trata de toda una declaración de intenciones, en la que Tarkovsky pretende liberar al ser humano de sus taras y defectos para centrarse en su esencia. Es por tanto un intento de desnudar su propia alma y, por extensión, la de aquellos que contemplan su obra.

El filme puede resultar confuso debido a la alternancia, sin previo aviso, del presente con las evocaciones del pasado y las secuencias oníricas. Contribuye a una mayor confusión, el hecho de que sea la misma actriz la que interpreta a la madre de Alexei en el pasado y a su ex mujer en el presente. Además, el niño que interpreta a Alexei en su infancia, es el mismo que  hace de su hijo en el presente.


 Es preciso destacar, que el Alexei adulto siempre permanece fuera de campo, por lo que sólo escuchamos su voz. Y no es hasta el final y en su lecho de muerte, cuando divisamos parte de su cuerpo. Todo ello se debe al escaso interés que Tarkovsky (coautor del guión junto con Alexander Misharin) muestra hacia la narración convencional, prevaleciendo siempre el  noqueante poder de sus hermosas imágenes sobre la misma.

El autor de Nostalghia vuelve a poner de manifiesto su extraordinaria agudeza a la hora de captar los sonidos y movimientos de la naturaleza. En su filmografía, uno no sólo contempla el paisaje, sino que también lo siente y lo palpa; una característica que sólo encontramos, a tales niveles, en otro cineasta como Terrence Malick.


Asimismo, cabe resaltar la pasmosa fotografía de Gueorgi Rerberg, en la que se suceden el color y un blanco y negro cercano al sepia; los sonidos electrónicos que Eduard Artemiev  mezcla con los de la propia naturaleza; y el exquisito gusto de Tarkovsky a la hora de escoger fragmentos de composiciones de Bach, Pergolesi y Purcell.

Antes de finalizar el comentario, es necesario señalar que los versos que se recitan a lo largo de todo el filme, son obra de Arseni Tarkovsky (también es suya la voz que los recita), padre del director y gran poeta ruso que fue reconocido tardíamente.

Nos encontramos ante una obra de arte. Un poema cinematográfico que no se puede describir con palabras, sino que hay que ver y sentir.


Nosferatu, vampiro de la noche (Nosferatu: phantom der nacht, 1979) de Werner Herzog.

Jonathan Harker (Bruno Ganz) viaja desde la ciudad de Bremen hasta la inhóspita zona de los Cárpatos con el objetivo de cerrar un trato inmobiliario con el misterioso Conde Drácula (Klaus Kinski).

Werner Herzog consideraba que el filme de F.W. Murnau Nosferatu (Nosferatu, eine Symphonie des Grauens, 1922), era la película más importante que se había realizado en Alemania. Se trataba de una libre adaptación de la novela de Bram Stoker Drácula, en la que para evitar pagar los derechos de autor, se utilizaron nombres que no aparecían en el texto original, algo que no se produce en el remake de Herzog, donde se utilizan los mismos que en la obra de Stoker.


La trama es prácticamente la misma, incluso hay secuencias que se repiten de forma exacta; sin embargo, el mayor logro de Herzog radica en que consigue crear una película sumamente estilizada que goza de personalidad propia.

La puesta en práctica de un tempo lento y contemplativo, a veces tedioso, casi somnífero, dotan a la cinta de un aura sobrenatural  que se deriva de la propia naturaleza incomprensible del vampiro; donde el terror y el horror de la obra de Murnau, dan paso a la poesía y el hipnotismo de la que ahora nos ocupa. Un ejemplo de ese extraño lirismo sería la parte en la que Jonathan transita por el neblinoso y montañoso espacio de los Cárpatos mientras suena el Das Rheingold-Vorspiel de Richard Wagner.


El filme comienza con planos de momias mexicanas decrépitas que anticipan la decadencia y el tormento interior del Conde Drácula (magníficamente interpretado por Kinski): un ser que vive en un estado de depresión crónica, asqueado de la eternidad, de ahí que diga que “La muerte no es lo peor, es mucho más cruel no poder morir”. De este modo se aferrará a la pureza femenina, personificada en la hermosa Isabelle Adjani, que le servirá como breve consuelo que conduce a la destrucción (¿acaso deseada?).


Hay que destacar la excelente labor fotográfica de  Jörg Schmidt-Reitwein, con el predominio de unos simbólicos blancos y grises que se asocian a la palidez de la muerte.

En definitiva, un extraordinario trabajo que, en opinión de quien suscribe estas líneas, supera incluso al clásico de Murnau.


La hora del lobo (Vargtimmen, 1967) de Ingmar Bergman.


Johan Borg (Max Von Sydow), pintor en crisis creativa, y su esposa Alma (Liv Ullmann) se trasladan temporalmente a una casa situada en una apartada isla, en donde serán invitados al castillo del barón Von Merkens (Erland Josephson).

La hora del lobo es, tal y como señala su protagonista, esa hora del día en la que más gente muere y más niños nacen; la hora en la que los sueños se tornan pesadillas.

Nos encontramos ante un filme de horror, probablemente el más sombrío y turbador de toda la filmografía bergmaniana. Una obra maestra absoluta en la que el cineasta sueco reflexiona acerca de las relaciones destructoras que se establecen entre el artista y su insaciable público.


Supone, además, la culminación de la influencia expresionista en Bergman, tanto desde un punto de vista estético (extraordinaria fotografía de Sven Nykvist) como conceptual. En este sentido, cabe recordar que la esencia del expresionismo es la interpretación subjetiva del mundo, predominando la imaginación y las fantasías oníricas sobre la realidad. Algo que sucede en la película, donde lo que ocurre en la realidad se confunde con la imagen atormentada que tiene de la misma el protagonista. De modo que, con frecuencia,  lo que vemos en pantalla no es más que la exteriorización de los fantasmas y temores internos que lo acechan.


Esa estructura narrativa en la que se alternan lo real y lo pesadillesco, recuerda mucho a algunas de las narraciones de E.T.A. Hoffmann, escritor y compositor que ha influido de forma notable en cineastas como David Lynch, al que Bergman se adelantó varias décadas con cintas tan complejas y rompedoras como Persona (ídem, 1966) o la que ahora nos ocupa.


Al principio del filme, mientras leemos los créditos, escuchamos todo el ajetreo que precede a la filmación de una escena. Y es que, al igual que en Persona, que se iniciaba con planos sobre la puesta en marcha de un proyector de cine, Bergman nos presenta su obra como artificio, dejando claro que nos encontramos ante una ilusión.

 A lo largo del mismo, destacan especialmente por su carácter perturbador, la secuencia en la que Johan se encuentra pescando y resulta atacado por un niño, al que finalmente tiene que machacarle la cabeza con una piedra para que lo deje en paz; así como toda la parte final que transcurre en el castillo. Es en este último y fascinante tramo de la película donde Johan se ve humillado, vejado y finalmente devorado por aquellos que se presentaban inicialmente como sus admiradores (secuencias que representan el miedo del artista de no estar a la altura de las exigencias de su clientela).


No se puede terminar este comentario sin hacer alusión al gran trabajo llevado a cabo por los actores, que al igual que en el resto de la obra de Bergman, es excelente.

En definitiva, una obra esencial de su autor y uno de los filmes más logrados de los que realizó en la isla de Farö; de atmósfera opresiva, angustiosa e inquietante.

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